Выбрать главу

Le ofreció la mano izquierda. Miranda se pasó la cinta de la derecha a la izquierda.

– ¿Qué es eso?

– ¿Esto? Una cinta. Fiona Bennet le ha regalado dos docenas a Olivia y tu hermana me ha dicho que me quedara una.

Turner entrecerró los ojos cuando recordó las palabras que su hermana le había dicho a su amiga al despedirse. «No te preocupes por lo que ha dicho Fiona.» Le quitó la cinta de las manos.

– Creo que las cintas van en el pelo.

– Pero no hace juego con el vestido -protestó ligeramente Miranda. Él ya se la había atado en lo alto de la cabeza-. ¿Cómo me queda? -susurró.

– Perfecta.

– ¿De verdad? -Abrió los ojos con incredulidad.

– De verdad. Siempre he pensado que las cintas violeta quedan especialmente bien en el pelo castaño.

Miranda se enamoró allí mismo. El sentimiento fue tan intenso que se olvidó de darle las gracias por el cumplido.

– ¿Nos vamos? -preguntó él.

Ella asintió, porque no confiaba en su voz.

Salieron de la casa y se dirigieron hacia los establos.

– He pensado que podíamos ir a caballo -dijo Turner-. Hace un día demasiado bonito para meternos dentro del carruaje.

Miranda volvió a asentir. Hacía un día excepcionalmente caluroso para ser marzo.

– Puedes montar el poni de Olivia. Seguro que no le importará.

– Livvy no tiene un poni -respondió Miranda cuando, por fin, encontró su voz-. Ahora tiene una yegua. Y yo tengo otra en casa. Ya no somos niñas pequeñas.

Turner contuvo una sonrisa.

– No, ya lo veo. Qué estúpido. No lo he pensado.

Al cabo de unos minutos, los caballos estaban ensillados e iniciaron el trayecto de quince minutos hasta casa de los Cheever. Miranda permaneció callada un minuto, porque era demasiado feliz para estropear el momento con palabras.

– ¿Te lo has pasado bien en la fiesta? -preguntó Turner, al final.

– Sí. Casi todo ha sido precioso.

– ¿Casi todo?

Turner vio que fruncía el ceño. Obviamente, no había querido revelar tanta información.

– Bueno -dijo, despacio, mordiéndose el labio y soltándolo antes de continuar-, es que una de las niñas me ha dicho cosas muy desagradables.

– Ah. -Turner sabía que era mejor no ser demasiado inquisitivo.

Y, obviamente, tenía razón porque, cuando Miranda habló, le recordó a su hermana. Lo miró con los ojos sinceros y las palabras salieron firmemente de su boca.

– Ha sido Fiona Bennet -dijo, con desdén-, y Olivia la ha llamado vaca estúpida, y debo admitir que no lamento que lo haya hecho.

Turner mantuvo la expresión seria.

– Si Fiona te ha dicho cosas desagradables, yo tampoco lamento que lo hiciera.

– Ya sé que no soy guapa -añadió Miranda-. Pero es de muy mala educación decirlo. Y es de mala persona.

Turner la miró durante un buen rato, porque no estaba seguro de cómo consolarla. No era guapa, era cierto, y si intentaba decirle que lo era, no le creería. Pero no era fea. Era… distinta.

Sin embargo, se ahorró tener que decir algo gracias al siguiente comentario de Miranda.

– Creo que es por el pelo castaño.

Él arqueó las cejas.

– Es común -explicó Miranda-. Igual que los ojos marrones. Y tengo la mitad del cuerpo muy delgada, la cara muy larga y soy muy pálida.

– Bueno, todo eso es cierto -dijo Turner.

Miranda se volvió hacia él con los ojos grandes y tristes.

– Tienes el pelo castaño y los ojos marrones. Nadie puede negarlo. -Ladeó la cabeza y fingió inspeccionarla de arriba abajo-. Eres delgada y sí, tienes la cara alargada. Y eres pálida.

A Miranda le temblaron los labios y Turner no pudo seguir tomándole el pelo.

– Pero -añadió él con una sonrisa-, resulta que yo prefiero a las mujeres con el pelo castaño y los ojos marrones.

– ¡No es cierto!

– Sí que lo es. Siempre las he preferido así. Y también me gustan delgadas y pálidas.

Miranda lo miró con suspicacia.

– ¿Y qué me dices de las caras alargadas?

– Bueno, debo admitir que nunca me había parado a pensar en eso, pero una cara alargada no me desagrada.

– Fiona Bennet dijo que tengo los labios gordos -añadió, en un tono casi desafiante.

Turner contuvo una sonrisa.

Ella soltó un gran suspiro.

– Nunca me había fijado en que tenía los labios gordos.

– No son tan gordos.

Ella le lanzó una mirada cautelosa.

– Lo dices para que me sienta mejor.

– Quiero que te sientas mejor, pero no lo digo por eso. Y la próxima vez que Fiona Bennet te diga que tienes los labios gordos, dile que se equivoca. Tienes los labios carnosos.

– ¿Qué diferencia hay? -Lo miró pacientemente, con los ojos oscuros muy serios.

Turner respiró hondo.

– Bueno -farfulló-. Los labios gordos no son atractivos, los labios carnosos sí.

– Ah. -Aquella explicación pareció satisfacerla-. Fiona tiene los labios delgados.

– Los labios carnosos son mucho mejor que los labios finos -dijo Turner, enfatizando las palabras. Aquella niña tan graciosa le caía bien y quería que se sintiera mejor.

– ¿Por qué?

Turner lanzó una disculpa silenciosa a los dioses de la etiqueta y el decoro antes de responder.

– Los labios carnosos son mejores para besar.

– Ah. -Miranda se sonrojó y luego sonrió-. Qué bien.

Turner se sintió absurdamente feliz consigo mismo.

– ¿Sabes qué pienso, señorita Miranda Cheever?

– ¿Qué?

– Pienso que sólo tienes que crecer y convertirte en una mujer. -En cuanto lo dijo, lo lamentó. Seguro que ella le preguntaría qué quería decir, y no tendría ni idea de cómo responderle.

Sin embargo, la preciosa niña ladeó la cabeza como si estuviera analizando aquellas palabras.

– Espero que tengas razón -dijo, al final-. Pero mira mis piernas.

Un repentino ataque de tos camufló la risa que ascendió por la garganta de Turner.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, es que son demasiado largas. Mamá siempre dice que me nacen de los hombros.

– Pues a mí me parece que te nacen de las caderas, como toca.

Miranda se rió.

– Lo decía metafóricamente.

Turner parpadeó. Aquella niña de diez años tenía un vocabulario muy amplio.

– Quiero decir -continuó-, que son demasiado largas en comparación con el resto del cuerpo. Creo que por eso me cuesta tanto aprender a bailar. Siempre tropiezo con los pies de Olivia.

– ¿Con los pies de Olivia?

– Practicamos juntas -le explicó Miranda-. Creo que si estuviera más proporcionada, no sería tan torpe. Así que supongo que tienes razón. Todavía tengo que crecer.

– Fantástico -dijo Turner, contento y satisfecho por haber conseguido, sin saber cómo, decir lo correcto-. Parece que ya hemos llegado.

Miranda miró la casa de piedra gris donde vivía. Estaba situada junto a uno de los muchos riachuelos que conectaban los lagos del distrito y tenías que atravesar un puente adoquinado para llegar a la puerta principal.

– Muchas gracias por acompañarme a casa, Turner. Te prometo que nunca más te llamaré Nigel.

– ¿Y me prometes que pellizcarás a Olivia si me llama Nigel?

Miranda se rió y se tapó la boca con la mano. Asintió.

Turner desmontó, se volvió hacia la niña y la ayudó a desmontar.

– ¿Sabes qué creo que deberías hacer, Miranda? -dijo, de repente.

– ¿Qué?

– Creo que deberías escribir un diario.

Ella parpadeó, sorprendida.

– ¿Por qué? ¿Quién iba a querer leerlo?

– Nadie, tonta. Será para ti. Y quizás algún día, cuando mueras, tus nietos lo leerán y sabrán cómo eras de joven.

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Y si no tengo nietos?

Turner alargó la mano impulsivamente y le revolvió el pelo.