– Haces muchas preguntas, pequeña.
– Pero ¿y si no tengo nietos?
Jesús, era persistente.
– Quizá seas famosa -suspiró-. Y los chicos que estudien tu vida en la escuela querrán saber cómo eras.
Ella lo miró con incredulidad.
– Está bien, ¿quieres saber, de verdad, por qué creo que deberías escribir un diario?
Ella asintió.
– Porque algún día crecerás y tu belleza igualará la inteligencia que ya posees. Y entonces podrás leer el diario y ver lo estúpidas que son las niñas como Fiona Bennet. Y te reirás cuando recuerdes que tu madre decía que las piernas te nacían de los hombros. Y quizá me reserves una pequeña sonrisa cuando recuerdes la agradable conversación que hemos tenido hoy.
Miranda lo miró y se dijo que debía de ser uno de esos dioses griegos sobre los que su padre se pasaba el día leyendo.
– ¿Sabes qué pienso? -susurró-. Que Olivia tiene mucha suerte de que seas su hermano.
– Y yo creo que tiene mucha suerte de que seas su amiga.
A Miranda le temblaron los labios.
– Te reservaré una gran sonrisa, Turner -susurró.
Éste se inclinó y le dio un beso tan delicado como el que dedicaría a la dama más bonita de Londres.
– Eso espero, minina -sonrió y asintió antes de montar su caballo y coger las riendas de la yegua de Olivia.
Miranda lo miró hasta que desapareció por el horizonte, y luego siguió mirando diez minutos más.
Aquella noche, Miranda entró en el estudio de su padre. Él estaba concentrado en un texto, ajeno a que la cera de la vela le estaba manchando la mesa.
– Papá, ¿cuántas veces tengo que decirte que tienes que tener cuidado con las velas? -suspiró y colocó la vela en una palmatoria.
– ¿Qué? Vaya, no lo había visto.
– Y necesitas más de una vela. Está demasiado oscuro para leer.
– ¿Sí? No me había dado cuenta. -Parpadeó y luego entrecerró los ojos-. ¿No es la hora de acostarte?
– La niñera ha dicho que hoy puedo quedarme despierta media hora más.
– ¿Ah, sí? Bueno, entonces, lo que ella diga. -Volvió a concentrarse en el manuscrito, ignorándola por completo.
– ¿Papá?
Él suspiró.
– ¿Qué quieres, Miranda?
– ¿Te sobra alguna libreta? Como las que utilizas cuando traduces, pero antes de copiar la versión definitiva.
– Supongo que sí. -Abrió el último cajón y rebuscó entre las cosas-. Aquí está. Pero ¿para qué la quieres? Es una libreta de calidad. Y no es barata.
– Voy a escribir un diario.
– ¿En serio? Bueno, es un propósito encomiable, supongo. -Le entregó la libreta.
Miranda sonrió ante las palabras de su padre.
– Gracias. Ya te avisaré cuando me quede sin espacio y necesite otra.
– De acuerdo. Buenas noches, cariño. -Se volvió hacia sus papeles.
Miranda abrazó la libreta contra el pecho y subió corriendo las escaleras hasta su habitación. Cogió una pluma y un tintero y abrió la libreta por la primera página. Escribió la fecha y después, tras mucho pensárselo, una única frase. Era lo que le parecía necesario.
2 de marzo de 1810
Hoy me he enamorado.
Capítulo 1
Nigel Bevelstoke, más conocido como Turner por aquellos que querían llevarse bien con él, sabía muchas cosas.
Sabía leer griego y latín y sabía cómo seducir a una mujer en francés e italiano.
Sabía cómo disparar a un objetivo en movimiento desde un caballo al trote y sabía exactamente cuánto podía beber antes de perder la dignidad.
Sabía pelearse a puñetazos y practicar esgrima con un maestro, y sabía hacer ambas cosas mientras recitaba a Shakespeare o a Donne.
En resumen, sabía todo lo que un caballero debía saber y, por supuesto, destacaba en cada área.
La gente lo miraba.
La gente lo admiraba.
Pero nada, ni un segundo de su vida prominente y privilegiada, lo había preparado para ese momento. Y nunca había sentido el peso de las miradas ajenas como ahora, cuando dio un paso adelante y lanzó un puñado de tierra encima del ataúd de su mujer.
La gente no dejaba de decirle: «Lo siento» o «Lo sentimos».
Y, mientras tanto, Turner no podía evitar preguntarse si Dios se estaría burlando de él, porque lo único que podía pensar era: «Yo no».
Ah, Leticia. Tenía tanto que agradecerle.
A ver, ¿por dónde empezar? Estaba la pérdida de su reputación, claro. Sólo el diablo sabía las personas que estaban al corriente de que su mujer le había sido infiel.
En repetidas ocasiones.
También estaba la pérdida de su inocencia. Ahora le costaba recordarlo, pero un día había concedido el beneficio de la duda a la humanidad. Había creído que la gente era buena y que, si trataba a los demás con honor y respeto, le devolverían el mismo trato.
Y, por último, estaba la pérdida de su alma.
Porque, mientras retrocedía y entrelazaba las manos a la espalda con rigidez y escuchaba cómo el sacerdote unía el cuerpo de Leticia a la tierra, no podía ignorar el hecho de que había deseado esto. Deseaba deshacerse de ella.
Y no iba a… No la había llorado.
– Una lástima -susurró alguien a sus espaldas.
Turner apretó la mandíbula. No era una lástima. Era una farsa. Y ahora tendría que pasarse los próximos doce meses de luto por una mujer que había acudido a él embarazada de otro hombre. Lo había embrujado, lo había provocado hasta que sólo podía pensar en poseerla. Le había dicho que lo quería y había sonreído con inocencia y satisfacción cuando él le había declarado su devoción y le había prometido su alma.
Había sido su sueño.
Y después se había convertido en su pesadilla.
Había perdido el bebé, el que había acelerado su matrimonio. El padre era un conde italiano o, al menos, es lo que ella dijo. Estaba casado, o era poco adecuado, o quizás ambas cosas. Turner estaba dispuesto a perdonarla porque todos cometemos errores. Además, ¿no había intentado él también seducirla antes de la noche de bodas?
Sin embargo, Leticia no quería su amor. Turner no sabía qué demonios quería; quizá poder o la intensa sensación de satisfacción al saber que otro hombre había caído bajo su embrujo.
Entonces se preguntó si su mujer pensó eso cuando él aceptó. O quizá sólo sintió alivio. Cuando se casaron, estaba de tres meses. No podía perder el tiempo.
Y ahora aquí estaba. O ahí estaba. Turner no sabía con certeza qué adverbio de lugar era más adecuado para un cuerpo sin vida en el suelo.
Daba igual. Sólo lamentaba que Leticia pasaría la eternidad en sus tierras, descansando entre los Bevelstoke que habían muerto a lo largo de la historia. En la lápida aparecería su apellido y, dentro de cien años, alguien se fijaría en las inscripciones del granito y pensaría que era una gran dama y que había sido una lástima que Dios se la hubiera llevado tan joven.
Turner miró al sacerdote. Era un hombre joven, nuevo en la parroquia y, por supuesto, todavía convencido de que podía convertir el mundo en un lugar mejor.
– Cenizas a las cenizas -dijo el sacerdote, y miró al hombre que debía ser el afligido viudo.
«Ah, sí -se dijo Turner, mordaz-, está hablando de mí.»
– Polvo al polvo.
Tras él, alguien sollozó.
Y el sacerdote, con los ojos azules y resplandecientes con un brillo de compasión absolutamente inadecuado, continuó:
– Con la certeza de la Resurrección…
Por el amor de Dios.
– A la vida eterna.
El sacerdote le miró y frunció el ceño. Y Turner se preguntó qué había visto, exactamente, en su cara. Seguro que nada bueno.
Se oyeron varios amén y allí terminó el oficio. Todos miraron al sacerdote, y luego lo miraron a él, y entonces observaron cómo el sacerdote le tomaba la mano y le decía:
– La echaremos de menos.
– Yo no -respondió el joven.