Y seguramente era por eso, reflexionó Miranda, que lady Rudland se había ofrecido a pagarle una temporada en Londres. En cuanto recibió la invitación, su padre suspiró aliviado y le entregó el dinero que necesitaba. El señor Rupert Cheever no era un hombre excepcionalmente rico, pero tenía lo suficiente para pagarle una temporada en Londres a su única hija. Lo que no tenía era la paciencia necesaria o, para ser sinceros, el interés para acompañarla él mismo.
Su debut se retrasó un año. Miranda no podía ir mientras guardaba luto por su madre y lady Rudland había decidido que Olivia también esperara. Dijo que los veinte eran tan buena edad como los diecinueve. Y era cierto; nadie estaba preocupado por si Olivia no encontraba un buen marido. Con su gran belleza, su alegre personalidad y, como ella misma admitía, su considerable dote, seguro que sería todo un éxito.
Sin embargo, la muerte de Leticia, aparte de ser un acontecimiento trágico, había sido muy inoportuno; ahora tenían que respetar otro periodo de luto. Aunque Olivia podía reducirlo a seis semanas, puesto que no era una hermana de sangre.
Sólo llegarían un poco tarde a la temporada. No podían evitarlo.
Por dentro, Miranda se alegraba. La idea de un baile en Londres la aterraba. No es que fuera tímida precisamente, porque no creía que lo fuera. Pero no le gustaban las aglomeraciones, y la idea de que hubiera tanta gente mirándola y juzgándola era horrible.
«No puedo evitarlo», pensó mientras bajaba las escaleras. Y, en cualquier caso, sería mucho peor estar encerrada en Ambleside sin la compañía de Olivia.
Miranda se detuvo a los pies de la escalera mientras decidía adónde ir. La mejor mesa estaba en el salón del oeste, pero la librería solía ser más cálida, y hacía un poco de frío. Además…
Hmmm, ¿qué era eso?
Inclinó el cuerpo hacia un lado y se asomó al pasillo. Alguien había encendido un fuego en el despacho de lord Rudland. Miranda nunca habría dicho que todavía quedara alguien despierto, porque los Bevelstoke se acostaban temprano.
Avanzó en silencio por la alfombra alargada hasta que llegó a la puerta abierta.
– ¡Oh!
Turner levantó la cabeza desde el sillón de su padre.
– Señorita Miranda -dijo, arrastrando las palabras y sin mover ni un músculo de su cuerpo lacio-. Quelle sorpresa.
Turner no estaba seguro de por qué no le sorprendía ver a la señorita Miranda Cheever en la puerta del despacho de su padre. Cuando había oído pasos en el pasillo, se había dicho que tenía que ser ella. Bien es cierto que los miembros de su familia solían dormir como troncos y que era inconcebible que alguno de ellos estuviera despierto y se paseara por casa para bajar a comer algo o a buscar algo de lectura.
Sin embargo, hubo algo más, aparte del proceso de eliminación, lo que lo llevó a la conclusión de que Miranda era la opción obvia. Era una observadora, siempre estaba ahí, observando la escena con aquellos enormes ojos marrones. No recordaba la primera vez que la conoció; seguramente, antes de que empezara a caminar. Era una figura fija, inamovible, incluso en momentos como ésos, que deberían estar reservados sólo a la familia.
– Me voy -dijo ella.
– No -respondió él, porque… ¿por qué?
¿Porque le apetecía ser malo?
¿Porque había bebido demasiado?
¿Porque no quería estar solo?
– Quédate -dijo él, invitándola a entrar con un movimiento con el brazo. Seguro que podía sentarse en otro sitio-. Tómate algo.
Ella abrió los ojos.
– No creía que pudieran ser más grandes -murmuró él.
– No puedo beber -dijo ella.
– ¿No puedes?
– No debería -se corrigió ella, y a Turner le pareció ver que fruncía el ceño. Perfecto, la había irritado. Le gustaba comprobar que todavía podía provocar a una mujer, incluso a una tan inexperta como ésta.
– Estás aquí -respondió él, encogiéndose de hombros-. Puedes tomarte una copita de brandy.
Por un segundo, se quedó inmóvil y Turner habría jurado que podía oír cómo su cerebro daba vueltas. Al final, Miranda dejó el libro en una mesa cerca de la puerta y dio un paso adelante.
– Sólo una -dijo.
Él sonrió.
– ¿Porque sabes cuál es tu límite?
Ella lo miró a los ojos.
– Porque no lo sé.
– Cuánta sensatez en alguien tan joven -murmuró él.
– Tengo diecinueve años -respondió ella, sin altivez, sino como una realidad.
Él arqueó una ceja.
– Como he dicho…
– Cuando tenías diecinueve años…
Él sonrió, mordaz, cuando se dio cuenta de que no había terminado la frase.
– Cuando tenía diecinueve años -repitió por ella mientras le ofrecía una buena cantidad de brandy-, era un estúpido. -Miró el vaso que se había servido, igual que el de Miranda. Se lo bebió de un trago.
Lo dejó en la mesa con un golpe y se reclinó en la silla, apoyando la cabeza en las manos, porque había doblado los brazos a la altura de las orejas
– Como todos a los diecinueve años, debería añadir -terminó.
La miró. No había probado la bebida. Ni siquiera se había sentado.
– Exceptuando seguramente a la compañía presente -se corrigió.
– Pensaba que el brandy se servía en copa -dijo ella.
Turner la observó mientras se sentaba. No se colocó a su lado, aunque tampoco delante de él. No apartó los ojos de él ni un segundo y él no pudo evitar preguntarse qué creía que iba a hacer. ¿Abalanzarse sobre ella?
– El brandy -anunció, como si estuviera hablando para un público de más de una persona-, se sirve mejor en lo que tengas más a mano. En este caso… -Cogió el vaso, lo levantó y vio cómo las llamas de la chimenea se reflejaban en el cristal. No se molestó en terminar la frase. No parecía necesario y, además, estaba ocupado sirviéndose otro vaso-. Salud -y se lo bebió de golpe.
La miró. Estaba sentada, observándolo. No sabía si desaprobaba su actitud, porque su expresión era demasiado inescrutable para eso. Pero deseó que dijera algo. Cualquier cosa, incluso más bobadas acerca de los vasos más adecuados para cada licor bastarían para apartar su mente del hecho de que eran las once y media y de que todavía quedaban treinta minutos antes de que aquel desgraciado día terminara.
– Y dime, señorita Miranda, ¿te ha gustado el servicio? -le preguntó, desafiándola con la mirada a que dijera algo más que los tópicos habituales.
Su rostro reflejó sorpresa; la primera emoción de la noche que Turner pudo distinguir perfectamente.
– ¿Te refieres al funeral?
– El único servicio del día -respondió él, con desenvoltura.
– Ha sido… eh… interesante.
– Vamos, señorita Cheever, tu vocabulario es mucho más amplio.
Ella se mordió el labio inferior. Turner recordó que Leticia solía hacerlo. Cuando todavía fingía ser inocente. Había dejado de hacerlo cuando él le colocó el anillo en el dedo.
Se sirvió otra copa.
– ¿No te parece que…?
– No -la interrumpió él. No había suficiente brandy en el mundo para una noche como ésa.
Y entonces ella alargó el brazo, cogió el vaso y bebió un sorbo.
– Me ha parecido que has estado espléndido.
Maldita sea. Turner tosió y escupió todo el brandy, como si el inocente y el que tomaba su primer sorbo fuera él.
– ¿Cómo dices?
Ella sonrió con tranquilidad.
– Quizá te ayudaría beber sorbos más pequeños.
Él la miró.
– Es poco habitual que alguien hable con honestidad de los muertos -dijo ella-. No estoy segura de que fuera el lugar más adecuado, pero… bueno… no era una persona muy agradable, ¿verdad?
Parecía tan serena y tan inocente, pero sus ojos… eran muy severos.