Выбрать главу

– ¿Por qué será, señorita Cheever -murmuró él-, que creo que hablas con un poco de sentimiento de venganza?

Ella se encogió de hombros y bebió otro sorbo de brandy. Pequeño, observó Turner.

– En absoluto -respondió ella, aunque él estaba bastante seguro de que no la creía-, pero soy una buena observadora.

Él chasqueó la lengua.

– Cierto.

Ella se tensó.

– ¿Perdón?

La había alterado. Turner no sabía por qué le gustaba tanto todo aquello, pero no podía evitar sentirse complacido. Y hacía mucho tiempo que no se sentía complacido con nada. Se inclinó hacia delante, sólo para comprobar si podía avergonzarla.

– Te he estado observando.

La chica palideció. Turner se dio cuenta incluso bajo la luz de las llamas.

– ¿Y sabes qué he visto? -murmuró.

Ella abrió la boca y meneó la cabeza.

– Que me has estado observando.

Miranda se levantó, con un movimiento tan rápido que estuvo a punto de tirar la silla al suelo.

– Debería irme -dijo-. Esto es inadecuado, es tarde y…

– Oh, venga, señorita Cheever -dijo él mientras se levantaba-. No te asustes. Observas a todo el mundo. ¿Creías que no me había dado cuenta?

Alargó la mano y la tomó del brazo. Ella se quedó inmóvil, pero no se volvió.

Él apretó un poco los dedos. Sólo un poco. Lo suficiente para evitar que se fuera, porque no quería que se fuera. No quería estar solo. Todavía quedaban veinte minutos y quería que Miranda se enfadara, igual que él estaba enfadado y lo había estado durante años.

– Dime, señorita Cheever -susurró, acariciándole la parte inferior de la barbilla con dos dedos-. ¿Te han besado alguna vez?

Capítulo 2

No habría sido una exageración decir que Miranda llevaba años soñando con ese momento. Y, en sus sueños, siempre sabía qué decir. Sin embargo, parecía que en la realidad era mucho menos elocuente y sólo podía mirarlo, sin respirar. Pensó que, literalmente, no podía llenar los pulmones.

Era gracioso, porque siempre había pensado que era una metáfora. Sin aliento. Sin aliento.

– Me imaginaba que no -dijo él, pero ella apenas podía oírlo por encima del revuelo en su cabeza. Debería huir, pero estaba paralizada, y no debería hacer esto, pero quería o, al menos, creía que quería. Lo había querido desde que tenía diez años, aunque no sabía demasiado bien qué quería y…

Y sus labios la rozaron.

– Delicioso -murmuró él, depositándole delicados y seductores besos en la mejilla hasta que alcanzó la mandíbula.

Era el paraíso. Era distinto a todo lo que Miranda había conocido. Notó que algo en su interior se aceleraba, una extraña tensión que se encogía y se estiraba, y no estaba segura de lo que se suponía que tenía que hacer, de modo que se quedó de pie, aceptando sus besos mientras se deslizaba por su cara, por su mejilla y regresaba a la boca.

– Abre la boca -le ordenó él, y ella obedeció, porque era Turner y ella quería eso. ¿Acaso no lo había querido siempre?

Él introdujo la lengua en su boca y ella notó cómo la pegaba más contra él. Los dedos de Turner exigían, y luego también su boca, y entonces se dio cuenta de que aquello estaba mal. No era el momento con el que había estado soñando durante años. Él no la quería. No sabía por qué la estaba besando, pero no la quería. Y, sobre todo, no la amaba. Aquel beso no era amable.

– Devuélveme el beso, maldita sea -gruñó Turner, mientras pegaba su boca a ella con una insistencia renovada. Era brusco, y se mostraba furioso y, por primera vez aquella noche, Miranda empezó a tener miedo.

«No», intentó decir, pero su voz se perdió en su boca.

La mano de Turner localizó sus nalgas y las apretó, pegándola al lugar más íntimo de su cuerpo. Y Miranda no entendía cómo podía querer aquello y no quererlo, cómo podía seducirla y asustarla, cómo podía odiarlo y quererlo al mismo tiempo, a partes iguales.

– No -repitió, colocando sus manos entre ellos y empujando contra su pecho-. ¡No!

Y él retrocedió, de golpe, sin ni siquiera el más mínimo rastro de deseo.

– Miranda Cheever -murmuró, aunque más bien arrastró las palabras-. ¿Quién lo habría dicho?

Ella le dio una bofetada.

Él entrecerró los ojos pero no dijo nada.

– ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó, con la voz firme mientras el resto de su cuerpo se sacudía.

– ¿Besarte? -Se encogió de hombros-. ¿Por qué no?

– No -le respondió ella, horrorizada por la nota de dolor que reconoció en su voz. Quería estar furiosa. Estaba furiosa, pero quería demostrarlo. Quería que él lo supiera-. No vas a tomar la salida fácil. Has perdido ese privilegio.

Turner chasqueó la lengua, maldito sea, y dijo:

– Resultas bastante entretenida como dominatrix.

– ¡Basta! -exclamó ella. Él seguía hablando de cosas que ella no entendía y lo odiaba por eso-. ¿Por qué me has besado? No me quieres.

Se clavó las uñas en las palmas de las manos. «Estúpida, estúpida.» ¿Por qué había dicho eso?

Pero él sólo sonrió.

– Olvidaba que sólo tienes diecinueve años y que, por lo tanto, todavía no has descubierto que el amor nunca es un prerrequisito para un beso.

– Ni siquiera creo que te guste.

– Bobadas. Claro que me gustas. -Parpadeó mientras intentaba recordar exactamente lo bien que la conocía-. Bueno, al menos no me disgustas.

– No soy Leticia -susurró ella.

En una décima de segundo, la agarró con fuerza por la parte superior del brazo y apretó hasta el punto de hacerle daño.

– No vuelvas a mencionar su nombre, ¿me has oído?

Miranda observó sorprendida la rabia que se reflejaba en sus ojos.

– Lo siento -dijo, enseguida-. Por favor, suéltame.

Pero él no lo hizo. Aflojó la mano, pero sólo un poco, y era como si pudiera ver a través de ella. Como si estuviera viendo un fantasma. El fantasma de Leticia.

– Turner, por favor -susurró Miranda-. Me estás haciendo daño.

Algo cambió en su expresión y retrocedió.

– Lo siento -dijo. Miró a un lado… ¿A la ventana? ¿Al reloj?-. Te pido disculpas -dijo, con educación-. Por agredirte. Por todo.

Miranda tragó saliva. Debería marcharse. Debería darle otra bofetada y después marcharse, pero estaba descolocada, y no pudo evitar decir:

– Siento mucho que te hiciera tan infeliz.

Él la miró.

– Las habladurías viajan hasta la escuela, ¿verdad?

– ¡No! -exclamó ella enseguida-. Es que… me di cuenta.

– ¿Ah, sí?

Miranda se mordió el labio mientras pensaba qué iba a decir. Las habladurías habían llegado a la escuela. Pero, antes que eso, ella lo había visto con sus propios ojos. El día de su boda se le veía muy enamorado. El amor se reflejaba en sus ojos y, cuando miraba a Leticia, Miranda sentía que su mundo se desmoronaba. Era como si estuvieran en su propio mundo, sólo los dos, y ella los estuviera mirando desde fuera.

Y, cuando volvió a verlo, estaba distinto.

– Miranda -dijo él.

Ella levantó la mirada y, con tranquilidad, dijo:

– Cualquiera que te conociera antes de tu matrimonio se habría dado cuenta de que eras infeliz.

– ¿Por qué? -La miró, y ella vio algo tan urgente en sus ojos que sólo pudo decirle la verdad.

– Solías reír -dijo, en voz baja-. Solías reír y tus ojos brillaban.

– ¿Y ahora?

– Ahora eres un hombre frío y rudo.

Turner cerró los ojos y, por un momento, Miranda creyó que sentía dolor. Pero, al final, la miró fijamente y levantó la comisura de los labios en una risa burlona.

– Pues sí. -Se cruzó de brazos y se reclinó con insolencia sobre una librería-. Y dime, por favor, señorita Cheever, ¿desde cuándo eres tan perspicaz?

Miranda tragó saliva para contener la decepción que le estaba subiendo por la garganta. Los demonios de Turner habían vuelto a ganar. Por un momento, cuando había cerrado los ojos, casi pareció que la escuchaba. Y no las palabras, sino su significado.