Fa'ad sintió que su pierna derecha cedía. ¿Qué ocurría? Luego la izquierda, y comenzó a caer sin saber por qué -y luego comenzaron a ocurrir otras cosas, demasiado rápido como para que las entendiera y, como si se viese desde afuera, se vio cayendo -iy se aproximaba un tranvía!
Max reaccionó un poco tarde. Apenas podía creer lo que veían sus ojos. Pero era innegable. Pisó el freno, pero el idiota estaba a sólo veinte metros de él y… lieber Gott! El tranvía tenía un par de barras que corrían horizontalmente bajo su trompa para evitar exactamente lo que estaba ocurriendo, pero hacía semanas que nadie las verificaba y Fa'ad era esbelto -tanto que sus pies se deslizaron por debajo de las barras de seguridad, y empujaron su cuerpo verticalmente y hacia un costado Max sintió el horrible doble salto de su paso por encima del cuerpo del hombre. Alguien llamaría una ambulancia, pero harían mejor en llamar a un sacerdote. El pobre desgraciado nunca llegaría a donde iba tan de prisa, pretendiendo ahorrar tiempo a costa de su vida. ildiota!
Al otro lado de la calle, Mahmoud se volvió justo a tiempo para ver cómo moría su amigo. Sus ojos imaginaron más bien que vieron cómo el tranvía saltaba, como para intentar evitar a Fa'ad, y en ese instante, su mundo cambió y el de Fa'ad concluyó para siempre.
"Dios mío", pensó Brian desde una distancia de veinte metros, con una revista en sus manos. El pobre hijo de puta no había vivido lo suficiente como para morir de resultas del veneno. Vio que Enzo había cruzado la calle, tal vez con la idea de dar un pinchazo él si el blanco llegara al otro lado, pero la succinylcolina había funcionado como debía. Sólo que había escogido un lugar especialmente malo para desplomarse. O bueno, dependiendo del punto de vista. En el drugstore había un tipo de aspecto árabe cuyo rostro mostraba aún más horror que el de los ciudadanos que lo rodeaban. Había muchos gritos y manos que tapaban bocas, pues sin duda que no era un espectáculo agradable, aunque el tranvía se había detenido exactamente arriba del cuerpo.
"Alguien tendrá que lavar la calle", dijo quedamente Dominic. "Buen trabajo, Aldo".
"Bueno, creo que el juez de Alemania Oriental me daría un cinco punto seis. Vamos".
"Entendido, hermanito".
Y fueron hacia la derecha, pasando la tabaquería, rumbo a Schwartzenberg Platz.
A sus espaldas se oían algunos gritos de mujeres, mientras que los hombres lo tomaban con menos alharaca, en muchos casos alejándose. El portero del Imperial entró en el hotel a convocar una ambulancia y al Feuerwehr. Tardaron unos diez minutos en llegar. Los bomberos fueron los primeros en llegar y para ellos, el tétrico espectáculo fue inmediato y decisivo. Al parecer, había perdido toda la sangre de su cuerpo, y no había forma de salvarlo. También llegó la policía, y un capitán de policía, que venía de su destacamento de la cercana Friedrichstrasse, le indicó a Max Weber que hiciera retroceder su tranvía. Esto hizo que mucho -y poco- quedara a la vista. El cuerpo había quedado dividido en cuatro trozos irregulares, como si lo hubiese desgarrado un depredador prehistórico. La ambulancia se detuvo cerca de la mitad de la calle, mientras la policía de tránsito les indicaba a los autos que siguiesen su camino. Pero los conductores y los pasajeros se tomaban su tiempo para mirar la carnicería: la mitad miraba con siniestra fascinación, mientras que la otra mitad alejaba la vista con horror y repugnancia. Hasta habían llegado algunos reporteros con sus cámaras y anotadores y Minicams para los de la tele.
Necesitaron tres bolsas para colocar los restos. Un inspector de la autoridad de tránsito llegó a entrevistar al conductor, quien, por supuesto, ya estaba bajo custodia de la policía. Retirar el cadáver, inspeccionar el tranvía y despejar la calle llevó cerca de una hora. De hecho, todo fue hecho con considerable eficiencia y para las 12:30 todo estaba otra vez in ordenung.
Menos para Mahmoud Mohammed Fahdil, quien se fue a su hotel y encendió su computadora para enviarle un mensaje de correo electrónico a Moharnmed Hassan al-Din, quien estaba en Roma, pidiendo instrucciones.
En ese momento, Dominic estaba en su propia computadora, redactando un e-mail informando al Campus de su tarea del día y pidiendo instrucciones para la próxima misión.
CAPÍTULO 22 La escalinata de la Plaza España
"Estás bromeando", dijo Jack.
"Dios, concédeme un adversario estúpido", respondió Brian. "Ésa es la oración que nos enseñaron en el entrenamiento básico. El problema es que, tarde o temprano, aprenden a ser más inteligentes".
"Como los delincuentes", asintió Dominic. "El problema con el trabajo policial es que por lo general pescamos a los estúpidos. Ni siquiera se oye hablar acerca de los inteligentes. Por eso tardamos tanto en vencer a la mafia y realmente no son tan astutos. Pero sí, es un proceso darwiniano y de alguna forma los estamos ayudando a que desarrollen el cerebro".
"¿Alguna noticia de casa?", preguntó Brian.
"Mira la hora que es. No llegarán hasta dentro de una hora", explicó Jack. "¿Así que el tipo realmente resultó atropellado?"
Brian asintió. Había caído y había sido atropellado como el animal oficial del estado de Mississippi, un perro aplastado en la ruta. "Por un tranvía. Lo bueno es que cuando se detuvo tapó el amasijo". Mala suerte, don Moraco.
No había ni una milla hasta el Krankenhaus St. Elizabet sobre la Invalidenstrasse, donde la ambulancia llevó lo que quedaba de Fa'ad. Habían avisado que llegaban, de modo que no fue particularmente sorprendente que los esperaran tres bolsas de goma. Estas fueron debidamente puestas sobre la mesa de disección -no tenía sentido enviado a la sección de ingreso de cadáveres, pues la causa de muerte era tan obvia que resultaba de una lúgubre comicidad. Lo único difícil sería recuperar sangre para el examen toxicológico. El cuerpo había resultado tan destrozado que había quedado casi sin sangre, pero había la suficiente en los órganos internos -sobre todo el bazo y el cerebro- como para extraer un poco con una jeringa y enviarla al laboratorio, que buscaría indicios de narcóticos y alcohol. La única otra cosa que una autopsia podía haber buscado era una pierna rota, pero la pasada del tranvía sobre el cuerpo -habían sacado su nombre e identidad de su billetera y la policía estaba verificando los hoteles para ver si había dejado un pasaporte de modo de poder notificar a la correspondiente embajada- significaba que hasta una rodilla fracturada sería imposible de detectar. Ambas piernas habían sido totalmente aplastadas en cuestión de segundos. Lo sorprendente era que la expresión del rostro era plácida. Hubieran sido de esperar ojos abiertos y una mueca de dolor, pero lo cierto es que ni siquiera la muerte traumática tiene reglas invariables, como sabía el patólogo. Tenía poco sentido hacer una investigación a fondo. Tal vez si hubiera sido baleado pudieran dar con una herida de bala, pero no había razón para sospechar que eso hubiese ocurrido. La policía ya había hablado con diecisiete testigos oculares que habían estado a treinta metros o menos del incidente. En fin, que, para el caso, el informe de patología podría tánto haber sido un formulario impreso como un documento oficial firmado.
"Demonios", observó Granger. "¿Cómo demonios lo hicieron?" Tomó el teléfono. "¿Gerry? Baja. Cayó el número tres. Tienes que ver el informe". Colgó y pensó en voz alta. "Bien, ¿dónde los enviamos ahora?"
Esa decisión se tomó en otro piso. Tony Wills estaba copiando todos los mensajes para Ryan, y el que estaba a la cabeza de la lista, lo impresionó por su sangrienta brevedad. Tomó el teléfono para hablar con Rick Bell.
Para nadie fue un golpe tan duro como para Max Weber. Le tomó media hora sobreponerse al shock y el rechazo iniciál. Vomitó mientras que sus ojos repetían la imagen del cuerpo cayendo por debajo de su campo visual, y revivía el horrible doble salto del tranvía. No fue culpa suya, se dijo. Ese idiota, Das Idiot cayó justo frente a él, como lo hubiera hecho un borracho, aunque era demasiado temprano para que el hombre hubiese tomado mucha cerveza. Ya había tenido accidentes, más que nada roces con los paragolpes de automóviles que giraban sin aviso frente a él. Pero nunca había visto, y casi no había oído hablar de accidentes fatales con un tranvía. Había matado a un hombre. El, Max Weber, había quitado una vida. No había sido culpa suya, se repitió aproximadamente una vez por minuto durante las siguiente dos horas. Su supervisor le dio el resto del día franco, y se fue a su casa en su Audi, deteniéndose en una Gastahaus a una cuadra de su casa, porque ése no era un día para beber solo.