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Dominic y Brian apenas si habían deshecho sus maletas y en diez minutos estuvieron listos para partir. Dom llamó al botones mientras Brian iba al kiosco de revistas a comprar mapas forrados en plástico para cubrir su trayecto hacia el sudoeste. Consideraron que con eso y los euros que había sacado del cajero ya tenían todo lo necesario, siempre que Enzo no los hiciera caer por un precipicio. El Porsche de feo tono azul llegó a la puerta del hotel, y el portero metió las maletas a la fuerza en el pequeño maletero frontal. Dos minutos más tarde, estaban en camino, y Brian estudiaba los mapas en busca del camino más corto hasta la Sudautobahn.

Jack subió al Boeing tras soportar la humillación que actualmente era parte del costo global de volar en líneas comerciales -era más que suficiente para que recordara con nostalgia al Air Force One, aunque también recordó la velocidad con que se acostumbró al confort y la atención, y que sólo cuando debió renunciar a ellos se enteró de lo que debía soportar el común de la gente, lo cual fue como estrellarse contra una pared de ladrillos. Por el momento, debía ocuparse de reservar hotel. ¿Cómo se hacía eso desde un avión? Había un teléfono adosado a su asiento de primera clase, de modo que, ayudado por su tarjeta negra, hizo su primer intento de conquistar los teléfonos europeos, ¿Qué hotel? ¿Por qué no el Excelsior? Se comunicó con la conserjería al segundo intento y se enteró de que sí, tenían varias habitaciones disponibles, Reservó una pequeña suite y, sintiéndose muy satisfecho de sí mismo, aceptó un vaso de vino blanco toscano de la amistosa azafata, estaba aprendiendo que aun una vida frenética podía ser satisfactoria si uno sabía cuál sería el siguiente paso y, por el momento, su horizonte se encontraba siempre a un paso de distancia.

Los ingenieros de caminos alemanes les debían de haber enseñado todo lo que sabían a los austríacos, pensó Dominic, O tal vez todos los que eran inteligentes leían el mismo libro, como fuera, la ruta no era muy diferente de las cintas de concreto que atraviesan los Estados Unidos, aunque las señales eran tan distintas que resultaban incomprensibles, ante todo porque prácticamente las únicas palabras que contenían eran nombres de ciudades, y hasta éstos eran extranjeros, calculó que un número negro sobre fondo blanco dentro de un círculo rojo era el límite de velocidad, pero estaba en kilómetros, de los cuales entraban tres y un poco más en dos millas. y los límites de velocidad austríacos no eran tan generosos como los de Alemania. Tal vez no tuvieran suficientes médicos para atender a todos los accidentados, pero, aún en el ascenso a las colinas, las curvas estaban debidamente peraltadas y el arcén daba suficiente espacio de maniobra en caso de que alguien confundiera seriamente la derecha con la izquierda, el Porsche tenía un control de velocidad de crucero, y lo fijó cinco puntos por encima del límite permitido, sólo para tener la satisfacción de ir un poco demasiado rápido, No tenía la certeza de que su credencial del FBI lo salvara de una multa aquí como ocurría en los Estados Unidos,

"¿Cuánto falta, Aldo?", le preguntó a su copiloto.

"Pareciera que son unos mil kilómetros desde donde estamos, digamos que faltan unas diez horas"

"Demonios, apenas lo suficiente como para calentar el motor. Necesitaremos cargar combustible dentro de unas dos horas. ¿Cómo estás de fondos?"

"Setecientos dólares de juego del Monopolio. Gracias a Dios, éstos también sirven para Italia. Con las viejas liras, uno se volvía loco haciendo cálculos. El tránsito no está mal", observó Brian.

"No, Y son educados", asintió Dominic. "¿Los mapas son buenos?"

"Sí, mucho. Necesitaremos uno de Roma".

"De acuerdo, no creo que sea difícil conseguido". y Dominic le agradeció a Dios que le hubiera dado un hermano que sabía leer mapas. "Cuando paremos a cargar combustible, podemos comer algo".

"De acuerdo, hermanito". Brian alzó la vista hacia las montañas que se veían a distancia -no había forma de saber cuán lejos estaban, pero deben haber sido un espectáculo imponente en la época en que la gente se desplazaba a pie o a caballo. Deben de haber sido mucho más pacientes que el hombre moderno, o tal vez simplemente eran menos sensatos. Por el momento, el asiento era confortable y su hermano no conducía como un demente total.

Los italianos resultaron ser buenos pilotos de avión además de ser buenos al volante de un auto de carreras. El piloto prácticamente besó la pista y el aterrizaje fue tan bienvenido como de costumbre. Había volado demasiado para que lo pusiera tan nervioso como le ocurría a su padre en un momento, pero, como la mayor parte de la gente, se sentía más a salvo caminando o rodando sobre algo que pudiera ver. Aquí también había taxis Mercedes, así como un conductor que hablaba un inglés aceptable y sabía cómo llegar al hotel.

Las autopistas se parecen en todas partes y, por un momento, Jack se preguntó dónde demonios estaba. La tierra que rodeaba el aeropuerto tenía un aspecto agrícola, pero la inclinación de los techos no era igual a la de su país. Evidentemente, aquí no nevaba mucho. Estaban cerca del fin de la primavera, y aunque hacía suficiente calor como para usar una camisa de manga corta, éste no era opresivo. Había estado una vez en Italia, acompañando a su padre en una misión oficial -creía recordar que se trataba de algún tipo de reunión económica- pero siempre desplazándose en un auto de la embajada. El papel de príncipe era divertido, pero no es la forma de aprender a recorrer caminos, de modo que lo único que recordaba eran los sitios donde había estado. No tenía ni idea de cómo había llegado a ninguno de ellos. Esta era la ciudad de César, y de muchas otras personas a quienes la historia recordaba, por cosas buenas y malas. Más que nada malas, porque así es la historia, y era por eso, recordó, que él estaba ahí. Realmente era un buen recordatorio de que él no era el árbitro de lo bueno y lo malo que ocurría en el mundo, sino simplemente un individuo que trabajaba para su país a escondidas, de modo que la responsabilidad de sus decisiones no recaía completamente sobre sus espaldas. Ser Presidente, como lo fue su padre durante algo más de cuatro años, no puede haber sido divertido, a pesar del poder y la importancia del cargo. El poder acarreaba una responsabilidad directamente proporcional a su magnitud y, si uno tenía conciencia, debía de ser muy difícil ejercerlo. Claro que era consolador pensar que uno hacía cosas que muchos consideraban necesarias. Y, se recordó Jack, siempre podía decir no, y aunque ello podía acarrear consecuencias, nunca serían demasiado severas. Al menos, no tan severas como lo que estaban haciendo sus primos y él.

Via Vittorio Veneto tenía aire de estar dedicada a los negocios más que a los turistas. Los árboles que la flanqueaban tenían un aspecto mustio. Soprendentemente, el hotel no era un edificio alto. Tampoco tenía una entrada lujosa. Jack le pagó al conductor y entró junto al valet que le llevaba las maletas. El interior estaba completamente enmaderado, y el personal era todo lo amable que podía ser. Tal vez se tratara de un deporte olímpico en el que todos los europeos buscaran destacarse, pero, como sea, alguien lo condujo hasta su habitación. Había aire acondicionado, y el aire fresco de la suite era realmente agradable.

"Disculpe ¿cómo se llama usted?", le preguntó al botones.

"Stefano", respondió el hombre.

"Sabe si aquí se aloja un señor Hawkins, Nigel Hawkins?"

"¿El inglés? Sí, está a tres puertas de aquí, sobre este mismo pasillo. ¿Es amigo suyo?"

"No, de mi hermano. Por favor, no le diga nada. Quiero darle una sorpresa", sugirió Jack entregándole un billete de veinte euros al botones.

"Por supuesto, signore".