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Trabajando en el campo del Señor, pensó Brian. Ciertamente, estos prados alpinos eran lo suficientemente verdes y hermosos como para serlo, pensó, buscando al cabrero solitario. Ddalaiiii-oohhh…

"¿Que está dónde?", preguntó Hendley.

"El Excelsior", contestó Rick Bell. "Dice que está a pocas puertas de distancia de nuestro amigo".

"Creo que ese muchacho necesita algunos consejos con respecto a cómo se opera sobre el terreno", observó Granger sombríamente.

"Piénsalo bien", sugirió Bel!. "El enemigo no sabe nada. Jack o los gemelos lo preocuparán tanto como el tipo que viene a retirar su ropa sucia. No tienen nombres, hechos, organizaciones hostiles -demonios, ni siquiera están seguros de que alguien esté detrás de ellos".

"Pero no es forma de operar", insistió Granger. "Si ven a Jack…"

"¿Qué ocurriría?", preguntó Beli "Sí, ya sé que sólo soy un analista de inteligencia, no un agente de operaciones, pero de todas maneras la lógica es la misma. No saben y no pueden saber nada sobre el Campus. Aun si Cincuenta y Seis MoHa se está poniendo nervioso, se tratará de ansiedad difusa y, demonios, de todas formas ese estado debe formar considerable parte de su vida habitual. Pero no se puede ser un agente y tenerle miedo a cualquiera. Siempre que nuestra gente se mantenga como parte del fondo, no hay de que preocuparse -a no ser que hagan algo realmente estúpido, y estos chicos, por lo que veo, no cometen ese tipo de estupideces".

Mientras duró el diálogo, Hendley, sentado en su silla, paseaba sus ojos de uno a otro. Así que así debía ser el trabajo de "M" en las películas de James Bond. Ser el jefe tenía cosas buenas, pero también momentos de tensión. Sí, claro que tenía ese indulto presidencial sin fecha en la caja fuerte, pero ello no significaba que quisiera usarlo. Ello lo convertiría en un paria aún más marginado que lo que ya era, y hasta el día de su muerte, los periodistas lo acosarían, lo cual no era su idea de la diversión…

"Mientras no finjan ser el personal de servicio y lo maten en su habitación del hotel", pensó Gerry en voz alta.

"Eh, si fuesen así de estúpidos, ya estarían en una prisión alemana", señaló Granger.

El ingreso en Italia no fue más formal que pasar de Tennessee a Virginia, lo cual era uno de los beneficios de la Unión Europea. La primera ciudad europea era Villaco -cuyos habitantes, según los demás italianos, tenían un aspecto más alemán que siciliano- y se dirigieron al sudoeste por la A23. Aún les quedaba bastante para aprender sobre interconexiones, pensó Dominic, pero estos caminos eran mucho mejores que aquellos en que se corrían las famosas Mille Miglia, la carrera de autos deportivos de la década de 1950, que fue cancelada porque demasiados espectadores resultaban muertos cuando la veían desde el costado de caminos rurales. El paisaje aquí era idéntico al de Austria, y las granjas también eran muy similares. En conjunto, era un bonito paisaje, con cierto parecido a Tennessee oriental o Virginia occidental, con ondulantes colinas y vacas que probablemente fueran ordeñadas dos veces al día para alimentar a los niños de ambos lados de la frontera. Luego venía Udine, luego Mestre, luego otro cambio de autopista, la A4 hasta Padua, desde ahí una hora por la A13 hasta Bolonia. Los Apeninos se alzaban a la izquierda, y el infante de marina que habitaba en Brian se estremeció ante su carácter de campo de batalla. Pero su estómago comenzó a gruñir otra vez.

"Sabes, Enzo, cada una de las ciudades que pasamos tiene al menos un buen restaurante con buena pasta, quesos caseros, ternera guisada, la mejor bodega del mundo…"

"Yo también tengo hambre, Brian. y sí, estamos rodeados de buena cocina italiana. Desgraciadamente, tenemos una misión que cumplir".

"Sólo espero que el hijo de puta valga lo que nos estamos perdiendo, hermano".

"No nos corresponde cuestionar, hermano", afirmó Dominic.

"Sí, pero te puedes meter la otra mitad de esa frase en el culo".

Dominic rió. Tampoco él estaba contento. La comida de Munich y Viena era buena, pero estaban en medio del lugar donde la buena comida fue inventada. El propio Napoleón había viajado acompañado de un chef italiano durante sus campañas y la mayor parte de la cocina francesa moderna descendía de ese hombre, del mismo modo que todos los caballos de carrera descendían directamente del padrillo árabe Eclipse. Y él ni siquiera sabía el nombre del cocinero en cuestión. Una pena, pensó pasando a un tractor con acoplado cuyo conductor posiblemente conociese los mejores restaurantes locales. Mierda.

Conducían con las luces encendidas -era obligatorio en Italia y la Polizia Stradale, que no era conocida por su clemencia, se encargaba de hacer cumplir la ley- a una velocidad constante de 150 kilómetros -para ellos, uno poco más de noventa millas- por hora y el Porsche respondía maravillosamente. El rendimiento del millaje sobrepasaba los veinticinco- suponía Dominic. El cálculo de kilómetros y litros a millas y galones era más de lo que podía hacer mientras se mantenía concentrado en la ruta. En Bolonia, tomaron la Al y cotinuaron con rumbo sur hacia Florencia, la ciudad donde se había originado la familia Caruso. El camino hacia el oeste cortaba las montañas y era una bella pieza de ingeniería.

No entrar en Florencia fue muy duro. Brian conocía un excelente restaurante cerca del Ponte Vecchio, propiedad de unos primos lejanos, donde el vino era buonissimo y la comida digna de un rey, pero sólo faltaban dos horas para llegar a Roma. Recordó haber ido allí en una ocasión con su equipo verde de fajina y su cinturón reglamentario y, claro que los italianos habían demostrado que, como todos los pueblos civilizados, sentían simpatía por los infantes de marina de los Estados Unidos. Había detestado tener que tomar el tren de regreso a Roma y desde allí a Nápoles y a su barco, pero no era dueño de su tiempo.

Y tampoco lo era ahora. Más montañas mientras proseguían su camino hacia el sur, pero también cada vez más indicadores que proclamaban ROMA y eso era bueno.

Jack comió en el comedor del Excelsior, donde la comida era todo lo que esperaba, y el personal lo trató como a un integrante de la familia que regresara a casa tras una larga ausencia. Lo único que no le gustaba era que aquí casi todos fumaban. Bueno, tal vez, en Italia no se supiera de los riesgos que corrían los fumadores pasivos. El se había criado oyendo hablar del tema a su madre -quien a menudo dedicaba sus observaciones a su padre, quien siempre luchaba por dejar el vicio de una vez por todas, sin nunca lograrlo. Se tomó su tiempo con la cena. Sólo la ensalada no tenía nada excepcional. Ni siquiera los italianos podían cambiar la lechuga, aunque los aderezos eran fantásticos. Había tomado una mesa en un ángulo, de modo de poder ver todo el salón. Los otros clientes tenían un aspecto tan común como él. Todos iban bien vestidos. La guía de servicios para el huésped que encontró en su habitación no decía que la corbata fuese obligatoria, pero él dio por sentado que así sería, y, además, Italia era la capital mundial de la elegancia. Si hubiera tiempo, esperaba comprarse un traje. Había unas treinta o cuarenta personas en el comedor. Jack descontó los que iban acompañados de sus esposas. Así que buscaba a alguien de unos treinta años, que comiera solo, que estuviese registrado como Nigel Hawkins. Le quedaron tres posibles candidatos. Decidió centrarse en gente que no tuviera rasgos árabes, lo cual le eliminó a uno de los sospechosos. ¿y ahora qué debía hacer? ¿Se suponía que debía hacer algo? ¿Qué riesgo podía correr si no se identificaba como oficial de inteligencia?

Pero… ¿por qué correr riesgos?, se preguntó. ¿Por qué no tomárselo con calma?

Y, con ese pensamiento, dio un paso atrás, al menos mentalmente. Sería mejor identificar al sujeto de otra manera.

Roma realmente era una excelente ciudad, se dijo Mohammed Hasan al-Din. Cada tanto, pensaba en la posibilidad de alquilar un apartamento o incluso una casa. Hasta podía arrendar una en el barrio judío; en esa parte de la ciudad había buenos restaurantes kosher donde uno podía pedir cualquier cosa con confianza. Una vez, hasta fue a ver un apartamento sobre Piazza Campo dei Fiori, pero aunque el precio -aun el precio para turistas- no era excesivo, la idea de estar atado a un vecindario le dio miedo. En su profesión, más valía mantenerse en movimiento. El enemigo no podía atacar lo que no podía. Matar al judío Greengold había sido demasiado peligroso -el Emir mismo lo había reprendido por haberse tomado ese entretenimiento personal, diciéndole que nunca volviera a hacer algo así. ¿y si la Mossad le hubiera sacado una foto? ¿De qué le serviría él a la Organización si fuera así?, le había preguntado el furioso Emir y sus allegados sabían que el Emir tenía un temperamento volcánico.