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"¿Estás por escribir un libro sobre el tema, Jerry?", preguntó Sam con ligereza. El analista jefe había tomado sólo un pequeño hecho de información dura y con él creaba un culebrón completo.

Rounds sólo se tocó la nariz y sonrió. "Desde cuándo crees en las coincidencias? Huelo algo aquí'.

"¿Qué opina Langley?"

"Hasta ahora, nada. Se lo han asignado a la delegación Europa meridional para que lo evalúe. Imagino que tendremos resultados más o menos en una semana y no dirán mucho. Conozco al tipo a cargo de esa delegación".

"¿Es estúpido?"

Rounds meneó la cabeza. "No, eso no sería justo. Es bastante inteligente, pero no se arriesga. Tampoco es particularmente creativo. Apuesto a que esto no llega ni al séptimo piso".

Un nuevo director de la CIA había remplazado a Ed Foley, quien se había retirado y, se decía, estaba dedicado a escribir su libro del género "yo estuve allí junto a su esposa, Mary Pat. En su momento, habían sido muy buenos, pero el nuevo director de contrainteligencia era un juez políticamente atractivo a quien el presidente Kealty apoyaba. No hacía nada sin aprobación del Presidente, lo cual significaba que todo debía pasar por la miniburocracia del equipo del Consejo Nacional de Seguridad de la Casa Blanca, que tenía tantas filtraciones como el Titanic, lo que lo convertía en amado de la prensa. El Directorio de Operaciones aún crecía y aún entrenaba nuevos oficiales de campo en La Granja en Tldewater, Virginia, y el nuevo director de operaciones no era nada malo -el Congreso había insistido en que se tratara de alguien que conociera los aspectos prácticos, lo que le causó poca gracia a Kealty- pero sabia cómo tratar con el Congreso. Tal vez el Directorio de Operaciones se estuviese recuperando razonablemente bien, pero no haría nada claramente malo bajo la actual administración. Nada que enfadase al Congreso. Nada que hiciese que los enemigos de la comunidad de inteligencia alzasen sus voces para denunciar nada fuera de sus habituales fantasías históricas acerca de cómo la CIA provocó Pearl Harbor y el terremoto de San Francisco.

"Así que te parece que nada surgirá de esto, ¿eh?", preguntó Granger, conociendo la respuesta de antemano.

"El Mossad echará una mirada, Es dirá a sus hombres que se mantengan alerta, lo cual funcionará por uno o dos meses, hasta que la mayor- parte de ellos se relaje y regrese a sus rutinas habituales. Lo mismo que ocurre en cualquier otro servicio. Más que nada, los israelíes tratarán de averiguar cómo lo identificaron. Es difícil especular al respecto la información con que contamos. Lo más probable es que se trate de algo simple. Suele serlo. Tal vez reclutó a quien no tenía que reclutar y resultó mordido, tal vez alguien descifró el código -por ejemplo, un empleado de códigos de la embajada los entregó a cambio de dinero-, tal vez alguien habló con quien no tenía que hablar en alguna recepción. Las posibilidades son muchas, Sam. Basta con un pequeño error para que alguien resulte muerto y hasta los mejores podemos cometer errores".

"Es como para ponerlo en el manual de qué hacer y qué no en las calles". Claro que él había estado en las calles, pero aún más en bibliotecas y Bancos, hurgando entre información tan árida que hace que el polvo parezca húmedo, encontrando cada tanto alguna yeta de diamante. Siempre había mantenido una fachada y se había adherido a ella hasta que le pareció tan real como la fecha de su nacimiento.

"A no ser que otro espía resulte muerto en las calles de algún lugar", observó Rounds. "Si es así, sabremos sin dudas que hay un agente peligroso suelto".

El vuelo de Avianca proveniente de México llegó a Cartagena cinco minutos antes de lo previsto. Había ido al aeropuerto de Heathrow en Londres con Austrian Air y luego un vuelo de British Airways lo llevó a ciudad de México, donde tomó un vuelo de la línea bandera de Colombia hasta ese país. Era un vuelo Boeing estadounidense, pero la seguridad del transporte aéreo no era un tema que lo preocupara. Había peligros mucho más serios en el mundo. Una vez que llegó al hotel, abrió su maleta para recuperar su agenda, salió y se dirigió a un teléfono público.

"Por favor, dígale a Pablo que llegó Miguel. Gracias". De allí se dirigió a una cantina a tomar un trago. La cerveza local no era mala, pensó Mohammed. Beberla iba contra sus principios religiosos, pero no debía hacerse notar y aquí todos bebían alcohol. Tras pasar allí quince minutos, regresó andando a su hotel, fijándose dos veces en si lo seguían sin lograr ver a nadie. Así que si lo seguían, quienes lo hacían eran expertos y de eso no podía defenderse, no al menos en una ciudad extranjera donde todos hablaban castellano y nadie sabía en qué dirección quedaba La Meca. Trabajaba con un pasaporte británico en el que decía que su nombre era Nigel Hawkins de Londres. Realmente había un apartamento en la dirección que figuraba en el documento. Ello lo protegería incluso de un control policial de rutina, pero una fachada no podía mantenerse para siempre y si había problemas… había problemas. No se podía vivir siempre con miedo a lo desconocido. Hacías tus planes, tomabas las precauciones necesarias y luego jugabas el juego.

Era interesante. España era una gran vieja enemiga del Islam y estos países estaban compuestos mayoritariamente por descendientes de españoles. Pero había gente en esos países que detestaban a los Estados Unidos casi tanto como él sólo casi porque los Estados Unidos eran la fuente de los vastos ingresos que recibían a cambio de su cocaína… del mismo modo que los Estados Unidos eran la fuente de los vastos ingresos que recibía su país natal a cambio de su petróleo. Su propia fortuna personal equivalía a muchos cientos de millones de dólares estadounidenses, depositados en Bancos de todo el mundo, Suiza, Liechtenstein y, más recientemente, las Bahamas. Podía permitirse un avión privado pero así hubiese sido fácil de identificar y también, lo sabía, de derribar sobre el mar. Mohammed despreciaba a los Estados Unidos pero era consciente de su poder. Demasiados buenos hombres se habían ido inesperadamente al paraíso por olvidarlo. No podía decirse que ése fuera un mal destino, pero sus responsabilidades pertenecían al mundo de los vivos, no al de los muertos.

"Eh, capitán".

Brian Caruso se volvió y vio a James Hardesty. Aún no eran las siete de la mañana. Acababa de conducir a su pequeña compañía de infantes de marina en su carrera de cinco kilómetros y su rutina matinal de ejercicios y, como todos sus hombres, había transpirado abundantemente. Tras enviar a los hombres a ducharse, regresaba al cuartel cuando vio a Hardesty. Pero antes de que pudiera decir nada, una voz más conocida lo llamó.

"¿Capitán?" Caruso se volvió y vio al sargento artillero Sullivan, su principal suboficial.

"Sí, sargento. Los hombres parecían en buen estado esta mañana". "Sí, señor. No nos hizo trabajar demasiado duro. Se lo agradezco, señor, observó el suboficial.