Con el tiempo, el cuerpo de infantes de marina desarrolló su propia razón de ser, llegando a ser, durante más de un siglo, la única fuerza terrestre estadounidense que los extranjeros llegaban a ver. Los infantes de marina no necesitaban preocuparse de la logística pesada y ni siquiera de tener personal médico -los marinos se ocupaban de esa parte. Cada uno de ellos era un fusilero, además de una visión imponente, aterradora para quien no sintiera simpatía por los Estados Unidos de América. Es por eso que los infantes de marina son respetados pero no siempre amados por sus colegas de las fuerzas armadas estadounidenses. Para las otras fuerzas, más sosegadas, son demasiado espectaculares, demasiado jactanciosos y tienen un excesivo sentido de las relaciones públicas.
Por supuesto que el Cuerpo de Infantes de Marina es, en sí, como un pequeño ejército -hasta tiene una fuerza aérea, pequeñita, pero de colmillos agudos- dotado incluso de un jefe de inteligencia, aunque esto, para algunos uniformados sea una contradicción en sus propios términos. El cuartel general de la inteligencia de los infantes de marina pertenecía a una nueva organización, que hacía parte del intento de la Máquina Verde de ponerse a la altura de las demás fuerzas. Se llamaba el M-2 -"2", es el identificador numérico de quienes se dedican a la información- y su jefe era el mayor general Terry Boughton, un bajo y compacto infante profesional a quien se había asignado ese puesto para que inyectara un poco de realidad en el mundo de los espías: el Cuerpo había decidido recordar que, al fin del sendero de papeles, había hombres con fusiles que necesitaban de información confiable para permanecer con vida. Uno entre muchos secretos del Cuerpo era dar por sentado que la inteligencia natural de sus hombres no tenía nada que envidiarle a nadie -ni siquiera a los genios de la computación de la Fuerza Aérea, cuya actitud es que cualquiera que sea capaz de pilotear un avión necesariamente es más inteligente que otras personas. A Broughton le faltaban once meses para hacerse cargo del mando de la Segunda División de Infantes de Marina, con base en Campo Lejeune, Carolina del Norte. Esa bienvenida noticia le había llegado hacía una semana Y aún estaba del mejor de los humores por haberla recibido.
Las noticias también eran buenas para el capitán Brian Caruso para quien, por lo general, una entrevista con un oficial con rango de general era, si no motivo de miedo, al menos de circunspección. Llevaba su uniforme verde oliva clase A, incluido el cinturón reglamentario, así como todas las insignias a que tenía derecho, que no eran tantas, aunque algunas eran bonitas, por ejemplo sus alas doradas de paracaidista y una colección de premios a la puntería suficientemente amplia como para impresionar incluso a un experimentado fusilero como el general Broughton. Entre su personal, el M-2 tenía un chico de los mandados con rango de teniente coronel y una sargento de artillería negra a modo de secretaria personal. Al joven capitán esto le parecía raro, pero, recordó Caruso, nunca nadie dijo que el Cuerpo fuese lógico. Como decían: doscientos treinta años de tradición incontaminados por la lógica.
"El general lo verá ahora, capitán", dijo la sargento alzando la mirada del teléfono que tenía sobre su escritorio.
"Gracias, sargento", dijo Caruso, poniéndose de pie y dirigiéndose a la puerta que la sargento mantenía abierta.
Broughton era exactamente como Caruso había esperado. No llegaba al metro ochenta, pero su amplio pecho parecía capaz de desviar una bala de alta velocidad. Llevaba el cabello cortado al rape. Como casi todos los infantes de marina, para él "pelo largo" era cuando el cabello sobrepasaba la longitud de un centímetro, momento en que urgía una visita al peluquero. El general levantó la mirada de sus papeles y miró a su visitante con sus fríos ojos pardos.
Caruso no hizo la venia. Como los oficiales navales, los infantes de marina no saludan sino cuando están en acción o llevan gorra de uniforme. La inspección visual, de unos tres segundos, sólo pareció durar aproximadamente una semana.
"Buenos días, señor".
"Siéntese, capitán". El general señaló una silla tapizada de cuero.
Caruso se sentó, pero mantuvo la posición de firme, aun con las piernas dobladas.
"¿Sabe por qué está aquí?", preguntó Broughton.
"No, señor, no me lo dijeron".
"¿Le gusta la Fuerza de Reconocimiento?"
"Sí, señor", respondió Caruso "creo que tienen los mejores suboficiales del Cuerpo y el trabajo me parece interesante".
"Aquí dice que se desempeñó bien en Afganistán". Broughton alzó un legajo con cinta adhesiva blanca y roja en los cantos. Ello denotaba material del máximo secreto. Pero las tareas de operaciones especiales a menudo entran en esa categoría, y no cabía duda de que el trabajo de Caruso en Afganistán no había sido como para mostrar en el noticiario de NBC Nightly News.
"Fue bastante movido, señor".
"Aquí dice que hizo una buena tarea al sacar a sus hombres con vida".
"Señor, dice así porque el hombre de SEAL que estaba con nosotros, el cabo Ward, quedó malherido, pero el segundo oficial Randall -y de esto no hay duda- le salvó la vida. Lo postulé para que lo condecoren. Espero que así sea".
"Así será. Usted también será condecorado".
"Señor, sólo cumplí con mi deber", protestó Caruso. "Fueron mis hombres los que…"
"Ésa es señal segura de un joven oficial competente", interrumpió el M-Z. "Leí su informe sobre el combate, y también el del sargento Sullivan. Dijo que usted había actuado bien para tratarse de un oficial joven en su primer combate". El sargento de artillería Joe Sullivan ya había olido pólvora, en Líbano y Kuwait, así como en otros lugares que nunca salieron en las noticias de la tele. "Sullivan trabajó a mis órdenes", dijo Broughton. "Será ascendido".
Caruso asintió con la cabeza. "Sí señor, sin duda que está listo para progresar en el mundo".
"Vi su informe de estado físico sobre él". El M-2 dio unos golpecitos sobre otra carpeta, que no tenía el indicador de máximo secreto. "Usted es generoso en sus elogios a sus hombres, capitán. ¿Por qué?"
Caruso parpadeó. "Señor, se desempeñaron bien. No podía esperar más, dadas las circunstancias. Con hombres como ésos, le daría pelea a cualquiera, en cualquier lugar del mundo. Incluso los muchachos nuevos pueden llegar todos a sargento, y hay dos que tienen pasta de sargento artillero. Trabajan duro y son lo suficientemente inteligentes como para ponerse a hacer lo que deben antes de que yo deba decírselo. Al menos uno de ellos llegará a oficial. Señor, ésos son mis hombres y tengo mucha suerte de que así sea".
"Y los entrenó muy bien", agregó Broughton.
"Es mi trabajo, señor".
"Ya no, capitán".
"¿Cómo dice, señor? Aún me quedan catorce meses con el batallón y aún no se ha determinado mi próximo destino". Aunque Caruso habría continuado de buena gana en la Segunda Fuerza de Reconocimiento para siempre, imaginaba que pronto rendiría exámenes para mayor, ascendiendo tal vez a S-3 de batallón, es decir, oficial de operaciones del batallón de reconocimiento de la unidad.
"Ese tipo de la Agencia que fue a las montañas con usted ¿qué tal era como compañero de trabajo?"
"James Hardesty dice que estuvo en las fuerzas especiales del Ejército. Tiene unos cuarenta años, pero está en buenas condiciones físicas, habla dos de los idiomas locales. No se moja los pantalones cuando las cosas se ponen feas. El… bueno, me respaldó muy bien".
El legajo de máximo secreto estaba otra vez en manos del M-2. "Aquí dice que usted le salvó la vida en esa emboscada".
"Señor, nadie que resulte atacado en una emboscada está en una buena situación. El señor Hardesty y el cabo Ward eran la avanzada que reconocía el terreno mientras yo armaba el transmisor satelital. Los malos estaban bien escondiditos, pero se pasaron de listos. Abrieron fuego demasiado pronto contra el señor Hardesty, erraron la primera ráfaga y subimos por la otra ladera de la colina hasta quedar detrás de ellos. No tenían buena vigilancia. El sargento Sullivan llevó su escuadra por la derecha y una vez que se posicionó, yo llevé a los míos por el centro. Nos llevó unos diez a quince minutos hasta que el sargento Sullivan tuvo al objetivo en la mira, a una distancia de diez metros y lo sacó de en medio de un tiro en la cabeza. Queríamos capturarlo con vida, pero no fue posible". Caruso se encogió de hombros. Capturar a un jerarca podía equivaler a un ascenso, pero no siempre se podía definir lo que ocurriría en el momento de la acción. Estaba claro que ese tipo no tenía ninguna intención de caer prisionero de los estadounidenses y de todas formas no era fácil echarle el guante a un tipo así. El resultado final había sido un infante de marina malherido y dieciséis árabes muertos, más dos prisioneros vivos para que los hijos de puta de inteligencia les tiraran de la lengua. Al fin y al cabo, había sido más productivo que lo que nadie esperara. Los afganos eran valientes, pero no locos -o, más precisamente, escogían ser mártires sólo en sus propios términos.