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"Vamos a licenciarlo del Buró", dijo Wemer.

"¿Qué?", preguntó Dominic Caruso, "¿Por qué?" La conmoción casi lo hizo caer de su silla.

"Dominic, hay una unidad especial que quiere hablar con usted. Continuará empleado aquí. Ellos le explicarán de qué se trata. Recuerde que dije 'licenciar', no 'dar de baja'. Continuaremos pagándole. Seguirá en los registros, como Agente Especial en misión especial de investigación antiterrorista, directamente a las órdenes de mi oficina. Continuará recibiendo los ascensos y aumentos de salario normales. Esta información es secreta, agente Caruso", continuó Werner. "No puede discutirla con nadie más que conmigo. ¿Está claro?"

"Sí, señor, pero no puedo decir que entienda".

"Lo entenderá en su momento. Continuará investigando actividades criminales y posiblemente también deba entrar en acción. Si su nueva misión no le agrada, me lo puede decir, y será reasignado a una nueva división de campo con tareas más convencionales. Pero, repito, no puede discutir esta misión con nadie más que conmigo. Si le preguntan, sigue siendo un Agente Especial del FBI pero no puede discutir su trabajo con nadie. No será vulnerable a acciones adversas de ninguna índole en tanto haga correctamente su trabajo. Verá que la vigilancia es menor que aquella a la que está acostumbrado. Pero siempre deberá responderle a alguien".

"Señor, sigue sin quedarme muy claro", observó el agente especial Caruso.

"Usted llevará a cabo una tarea de la mayor importancia nacional, básicamente antiterrorismo. Será peligroso. La comunidad terrorista no es civilizada".

"Entonces, ¿será una misión clandestina?"

Wemer asintió. "Correcto".

"¿Y se maneja desde esta oficina?"

"Más o menos". Wemer eludió la pregunta, pero asintió con la cabeza.

"¿Y puedo salirme cuando quiera?"

"Correcto".

"Bien, señor. Haré la prueba. ¿Qué hago ahora?"

Wemer escribió algo en un anotador y le pasó la hoja. "Vaya a estación. Dígales que quiere ver a Gerry".

"¿Ahora mismo, señor?"

"Si no tiene otra cosa que hacer".

Sí, señor". Caruso se puso de pie, estrechó la mano de su jefe y partió. Al menos, el camino hacia los potreros de Virginia era agradable.

CAPÍTULO 4 Campo de entrenamiento

El camino de regreso al otro lado del río pasaba por el hotel Marriott, de modo que Dominic pudo recoger sus maletas -y dejarle veinte dólares de propina al botones- antes de ingresar su destino en la computadora de ruta del Mercedes. Al poco tiempo, se dirigía al sur por la Interestatal 95 y dejaba Washington detrás de sí. El horizonte de la capital de la nación lucía bien en su espejo retrovisor. El auto andaba bien, como es de esperar en un Mercedes; la radiofrecuencia local era agradablemente conservadora -así suelen ser los policías- y el tránsito no era demasiado malo, aunque se compadeció de los pobres desgraciados que debían ir cada día a DC para procesar papel en el edificio Hoover y los demás edificios públicos de estilo grotesco-gubernamental que rodeaban la Casa Blanca. Al menos el cuartel general del FBI tenía su propia galería de tiro para quienes quisieran descargar tensiones. Dominic suponía que sería muy empleada.

Justo antes de llegar a Richmond, la voz femenina de su computadora le indicó que girara a la derecha en la circunvalación Richmond, que terminó por llevarlo a la 1-64 a través de colinas boscosas. La campiña era agradable, bastante verde. Probablemente hubiese unos cuantos campos de golf y potreros. Había oído decir que la CIA tenía casas seguras en la región desde la época en que interrogaban allí a los desertores soviéticos. Se preguntó para qué serían usadas ahora esas casas. Tal vez para interrogar chinos. O franceses. Ciertamente, no las habrían vendido. Al gobierno no le gustaba desprenderse de nada, con la posible excepción de las bases militares abandonadas. A los infelices del nordeste y del lejano oeste Es encantaba hacerlo. Tampoco Es gustaba mucho el Buró, aunque posiblemente lo temieran. No entendía por qué a algunos políticos les incomodaban los policías y los soldados, pero tampoco se preocupaba demasiado. El tenía su vida y ellos la suya.

Tras aproximadamente una hora y quince minutos, comenzó a buscar la señal de salida, pero la computadora no lo necesitaba.

"PREPÁRESE PARA GIRAR A LA DERECHA EN LA PRÓXIMA SALIDA", dijo la voz unos dos minutos antes de la señal.

"Bien, querida", replicó el agente especial Caruso, sin recibir respuesta. Un minuto más tarde, tomaba la salida sugerida -sin que la computadora le dijera siquiera MUY BIEN, que lo llevó a las calles que atravesaban una pequeña y agradable ciudad y luego a unas suaves colinas al norte de ese valle, hasta que finalmente:

"GIRE A LA IZQUIERDA EN LA PRÓXIMA Y HABRÁ LLEGADO A SU DESTINO…"

"Qué bueno, querida, gracias", observó.

"SU DESTINO" era el extremo de una senda rural de aspecto normal, tal vez un camino privado, pues no tenía signo alguno. A unos pocos cientos de metros se veían dos pilares de ladrillo rojo y un portón blanco que estaba convenientemente abierto. A unos trescientos metros de la entrada se distinguía una casa con seis columnas blancas que sostenían el techo del frente. El techo parecía de pizarra -pizarra muy antigua, por cierto – y las paredes eran de ladrillo gastado por la intemperie que había dejado de ser rojo hacía ya más de cien años. El lugar parecía tener al menos un siglo, tal vez hasta dos. La senda de entrada era de pareja grava rastrillada. La hierba -había mucha – era de un lozano verde campo de golf. Alguien salió de una puerta lateral y le hizo señas de que girara a la izquierda. Dobló para dirigirse a la parte trasera de la casa y se llevó una sorpresa. La mansión -o cuál era la palabra para una casa tan grande.?- era mayor que lo que parecía a primera vista, y tenía un estacionamiento bastante grande, que en ese momento alojaba a un Chevy Suburban. un Buick SUV y -otro Mercedes clase C igual que el suyo, con patentes de Carolina del Norte. La posibilidad de que fuese una coincidencia era demasiado remota para que siquiera entrase en su imagina…

"¡Enzo!" Dominic se volvió. "¡Aldo!"

La gente a menudo comentaba cuánto se parecían, pero esto se notaba más cuando no estaban juntos. Ambos tenían cabello oscuro y piel blanca. Brian le llevaba veinticuatro milímetros a su hermano. Dominic pesaba unos cinco kilos más que Brian. Los gestos que los diferenciaban uno de otro en la infancia seguían siendo los mismos, pues habían crecido con ellos. Como ambos tenían sangre italiana, se abrazaron calurosamente, aunque no se besaron. No eran tan italianos.