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"Sí, Dominic".

"Voy a golpear a la puerta".

"¿Quieres refuerzos?"

Caruso pensó durante un segundo. "Afirmativo, si'.

"Hay un policía montado del condado a unos diez minutos de allí. Espéralo", aconsejó Ellis.

Pero la vida de una niñita estaba en juego…

Se dirigió a la casa, cuidando de mantenerse fuera del campo de fuego que dominaban las ventanas. Entonces, el tiempo se detuvo.

Estuvo a punto de saltar en el aire cuando oyó el alarido. Era un terrible sonido agudo, como el de alguien que hubiera visto a la muerte en persona. Su cerebro procesó la información y se dio cuenta de que su automática ya estaba en su mano, frente a su esternón, apuntando hacia arriba, pero en sus manos. Se dio cuenta de que había sido un grito de mujer y una pieza encajó con un clic dentro de su cabeza.

Llegó al porche, bajo el barato techo desparejo todo lo rápido que pudo sin hacer ruido. La mayor parte de la puerta delantera era un tejido para mantener fuera los insectos. Le faltaba, al igual que a toda la casa, una mano de pintura. Posiblemente fuese alquilada, por cierto que por poco dinero. Miró por el tejido y vio lo que parecía un pasillo, que conducía a una cocina a la izquierda y un baño a la derecha. Desde donde estaba, sólo distinguía un inodoro de loza blanca y un lavabo.

Se preguntó si se podía considerar que tenía una razón aceptable para entrar en la casa y de inmediato decidió que sí. Tiró de la puerta para abrirla y entró lo más sigilosamente que pudo. El pasillo estaba cubierto con una alfombra vieja y sucia. Avanzó por allí, con la pistola en alto y sus sentidos aguzados al máximo… A medida que avanzaba, cambiaba su ángulo de visión. Dejó de ver la cocina, pero pudo ver mejor el baño…

Penny Davidson estaba en la bañera, desnuda, con sus ojos color celeste porcelana completamente abiertos y la garganta seccionada de oreja a oreja, toda la sangre de su cuerpo cubriendo su pecho plano y los costados de la bañera. Su cuello había sido cortado con tal violencia que parecía otra boca abierta.

Extrañamente, Caruso no sintió una reacción física. Sus ojos registraron la instantánea, pero en ese momento, sólo pensaba en que el hombre que había hecho eso vivía y estaba muy cerca de él.

Oyó un sonido que provenía de adelante y a la izquierda. La sala de estar. Un televisor. El sujeto estaba ahí. ¿Habría otro? No tenía tiempo de considerar esto, ni le importaba mucho en ese momento.

Despacio, su corazón batiendo como un martillo neumático avanzó y miró más allá del ángulo. Allí estaba, casi cuarenta años, hombre, blanco, cabello escaso, mirando la televisión con arrobada atención -una película de terror, de ahí había salido el grito- sorbiendo cerveza Miller Lite de una lata. Su expresión era satisfecha, sin señales de excitación. Esa parte ya habría pasado, pensó Dominic. y frente a él ¡Dios mío!- una cuchilla de carnicero ensangrentada sobre la mesa de café. Había sangre en su camiseta, como si se la hubiera rociado. De la garganta de una niñita.

"El problema con estas basuras es que nunca se resisten", les dijo un día un instructor en la academia del FBI. "Claro que son John Wayne cuando tienen un niño entre sus manos, pero nunca se resisten a un policía armado, jamás. y ¿saben qué? Es una pena", concluyó el instructor.

No irás a la cárcel. El pensamiento pareció deslizarse en su mente por su propia mente. Su pulgar derecho llevó el percutor hacia atrás hasta que, con un clic, la pistola quedó lista para disparar. Notó al pasar que sus manos estaban frías como el hielo.

En el ángulo de la izquierda de la habitación, apenas uno entraba había una vieja y gastada mesa octogonal. Encima tenía un jarro de vidrio azul, tal vez comprado en el Kmart local, probablemente como florero, pero que hoy no tenía flores. Lenta, cuidadosamente, Caruso alzó el pie, luego derribó la mesa de un puntapié. El jarro cayó y se hizo pedazos sobre el suelo de madera.

El sujeto se volvió violentamente y vio a su inesperado visitante. Su respuesta defensiva fue más instintiva que meditada -tomó la cuchilla que estaba sobre la mesita. Caruso no tuvo ni tiempo de sonreír, aunque se dio cuenta de que el sujeto había cometido el último error de su vida. En las agencias de policía de los Estados Unidos es un artículo de fe que un hombre armado de un cuchillo a una distancia inferior a los seis metros es una amenaza inmediata y letal. Hasta comenzó a incorporarse.

No llegó a hacerlo.

El dedo de Caruso pulsó el gatillo de su Smith y Wesson, enviando un tiro directo al corazón del sujeto. En menos de un segundo, dos más lo siguieron. Rojas flores brotaron en su camiseta blanca. Miró primero a su pecho, después a Caruso con una expresión de sorpresa absoluta, luego volvió a caer sentado sin decir una palabra ni exhalar una queja.

Ahora, Caruso cambió de dirección y miró el único dormitorio de la casa. Vacío. También la cocina, cuya puerta de acceso estaba trabada desde dentro. Un instante de alivio. No había nadie más en la casa. Miró otra vez al secuestrador. Sus ojos seguían abiertos. Pero Dominic había disparado bien. Le quitó el arma al muerto y lo esposó, porque lo habían entrenado para hacerlo. Buscó el pulso en la carótida, sin resultado. Lo único que veía este individuo eran las puertas del infierno. Caruso tomó su teléfono celular y volvió a comunicarse con la oficina.

"¿Dom?", preguntó Sandy al atender.

"Sí, Sandy, soy yo. Acabo de eliminarlo!"

"Qué? ¿Qué quieres decir?", preguntó ansiosa Sandy Ellis.

"La niñita está aquí, muerta, degollada. Entré y el tipo me atacó con un cuchillo. Lo bajé. El también está muerto. Bien muerto".

"¡Caray, Dominic! El sheriff del condado debe de estar por llegar allí en unos dos minutos. Espéralo".

"Entendido. Espero, Sandy".

No había pasado ni un minuto cuando oyó el sonido de una sirena. Caruso salió al porche. Bajó el percutor de su automática y la regresó a su funda, luego sacó su credencial del FBI del bolsillo de la chaqueta y la mantuvo en alto en la mano izquierda, mientras el sheriff, revólver reglamentario en mano, se aproximaba.

"Todo bajo control", dijo Caruso con la voz más calma que pudo. Ahora lo invadía la tensión. Le hizo señas al sheriff Tumer de que entrara, pero se quedó afuera. Tras uno o dos minutos, el policía local volvió a salir. Ahora, su Smith & Wesson estaba enfundada.

Tumer parecía el arquetipo de Hollywood de un policía sureño, alto, robusto, de poderosos brazos, con un cinturón para pistola que se hundía en una abultada barriga. Pero su piel era negra. No era la película típica.

"¿Qué ocurrió?", preguntó.

"¿Me da un minuto?" Caruso respiró hondo y pensó durante un momento cómo contaría la historia. La forma en que Tumer la entendiera era importante, pues el homicidio era un delito local y le correspondía a la jurisdicción de éste.

"Si". Tumer hurgó en el bolsillo de su camisa y sacó un paquete de Kool. Le ofreció uno a Caruso, quien meneó la cabeza.

El joven agente se sentó en la galería de madera sin pintar y trató de armar la historia en su cabeza. ¿Qué era exactamente lo que había ocurrido? ¿Qué era, exactamente, lo que acababa de hacer? ¿Y exactamente cómo debía explicarlo? Una voz en su mente le susurraba que no sentía ningún pesar. Al menos no por el sujeto. Para Penélope Davidson ya era demasiado tarde. ¿Una hora antes habría alcanzado a salvarla? ¿Media hora? La niñita no regresaría a su hogar esa noche, ya no sería arropada por su madre antes de irse a dormir, ni abrazada por su padre. De modo que el agente especial no tenía remordimientos. Sólo el de no haber llegado antes.

"¿Puede hablar?", preguntó el sheriff Tumer.

"Buscaba un lugar como éste, y cuando pasé por aquí, vi la camioneta estacionada, comenzó Caruso. En un momento, se puso de pie y entró con el sheriff en la casa para explicarle los demás detalles.

"La cuestión es que tropecé con la mesa. Me vio, tomó el cuchillo, se volvió hacia mí, así que desenfundé la pistola y maté al bastardo. Tres tiros, creo".

"Ya veo". Tumer fue hacia el cuerpo. El sujeto no había sangrado mucho. Los tres disparos habían acertado directamente en el corazón, que había dejado de bombear casi instantáneamente.

Paul Tumer podía parecer tonto a los ojos de un agente federal, pero no lo era en absoluto. Miró el cuerpo y se volvió a mirar la puerta desde donde disparó Caruso. Sus ojos medían ángulo y distancia.

"Así que", dijo el sheriff, "usted tropieza con esa mesa. El sujeto lo ve, toma su cuchillo y usted, temiendo por su vida, saca la pistola reglamentaria y dispara tres tiros rápidos ¿no?"

"Sí, así ocurrió".

"Ya veo", dijo el sheriff, que se cobraba un ciervo casi cada temporada de caza.

El sheriff Tumer metió la mano en el bolsillo derecho de sus pantalones y sacó su llavero. Era un regalo de su padre, quien había sido camarero en el pullman del ferrocarril central de Illinois. Era un llavero anticuado, que tenía soldado un dólar de plata de 1948, de los viejos, de casi cuatro centímetros de ancho. Lo sostuvo casi tocando el pecho del secuestrador y el diámetro de la vieja moneda cubrió por completo los tres orificios de entrada. Sus ojos expresaron escepticismo, pero luego se volvieron hacia el baño y, cuando dio su veredicto acerca de lo ocurrido, se suavizaron.

"Así diremos que fue. Buena puntería, chico".

Al menos una docena de vehículos de la Policía y el FBI aparecieron a los pocos minutos. Poco después, llegó el laboratorio móvil del Departamento de Seguridad Pública de Alabama para llevar a cabo la labor investigativa en la escena del crimen. Un fotógrafo forense tomó veintitrés rollos de película color de 400 asas. Quitó el arma de la mano del sujeto y se la guardó para analizar las huellas digitales y comparar la sangre que manchaba su hoja con la de la víctima -todo ello era poco más que una formalidad, pero seguir el procedimiento aceptado era una obligación particularmente estricta en un caso de homicidio. Finalmente, el cadáver de la niñita fue colocado en una bolsa y sacado de allí. Sus padres debían identificarla, pero gracias a Dios su rostro estaba relativamente intacto.

Uno de los últimos en llegar fue Ben Harding, el agente especial a cargo de la Delegación de Campo Birmingham del Buró Federal de Investigaciones. Un tiroteo en que hubiera participado un agente implicaba que su delegación debía enviarle un informe formal al director Dan Murray, con quien mantenía una distante amistad. En primer lugar, Harding venía a constatar que Caruso estuviese en razonables condiciones físicas y psicológicas. Luego, fue a presentarle sus respetos a Paul Tumer ya oír su interpretación de lo ocurrido. Caruso observó desde lejos y vio cómo Tumer relataba el incidente con abundantes gestos, a los que Harding asentía. Era bueno que el sheriff Harding diera su aprobación oficial. Un capitán de la policía local escuchaba y también asentía.

Lo cierto era que a Dominic Caruso eso le importaba un bledo. Sabía que había hecho lo correcto, sólo que con una demora de una hora. Finalmente, Harding se acercó a su joven agente.

"Cómo te sientes, Dominic?"

"Lento", dijo Caruso. "Demasiado condenadamente lento -sí, sé que no es razonable esperar que ocurriera otra cosa".

Harding lo tomó del hombro y lo sacudió. "Hiciste lo mejor que pudiste, muchacho". Una pausa. "¿Qué ocurrió cuando disparaste?" Caruso repitió su historia. En su mente, ya casi tenía la solidez de lo cierto. Dom sabía que hasta podía haber relatado exactamente lo que ocurrió sin ser sancionado. Pero ¿para qué arriesgarse? Oficialmente, había sido un tiroteo según las normas y para su legajo del Buró, eso bastaba. Harding escuchó, asintiendo pensativamente. Había papeles que completar y enviar por Fedlex a Washington. Pero no sería mal visto que los periódicos publicaran cómo un agente del FBI había matado a un secuestrador el mismo día del crimen. Probablemente surgiría evidencia de que éste no era el primer crimen de esa basura. La casa aún no había sido registrada a fondo, pero ya habían encontrado una cámara digital y no sería una sorpresa para nadie constatar que el depravado llevaba un registro de crímenes previos en su computadora personal Dell. Si fuera así, Caruso habría cerrado más de un caso. Y de ser así, Caruso tendría una mención más que favorable en su legajo del FBI.

Lo que aún no sabían Harding ni Caruso era cuán favorable sería la mención. Los buscadores de talento estaban por encontrar también a Dominic Caruso.

Y a uno más.