"La cuestión es que tropecé con la mesa. Me vio, tomó el cuchillo, se volvió hacia mí, así que desenfundé la pistola y maté al bastardo. Tres tiros, creo".
"Ya veo". Tumer fue hacia el cuerpo. El sujeto no había sangrado mucho. Los tres disparos habían acertado directamente en el corazón, que había dejado de bombear casi instantáneamente.
Paul Tumer podía parecer tonto a los ojos de un agente federal, pero no lo era en absoluto. Miró el cuerpo y se volvió a mirar la puerta desde donde disparó Caruso. Sus ojos medían ángulo y distancia.
"Así que", dijo el sheriff, "usted tropieza con esa mesa. El sujeto lo ve, toma su cuchillo y usted, temiendo por su vida, saca la pistola reglamentaria y dispara tres tiros rápidos ¿no?"
"Sí, así ocurrió".
"Ya veo", dijo el sheriff, que se cobraba un ciervo casi cada temporada de caza.
El sheriff Tumer metió la mano en el bolsillo derecho de sus pantalones y sacó su llavero. Era un regalo de su padre, quien había sido camarero en el pullman del ferrocarril central de Illinois. Era un llavero anticuado, que tenía soldado un dólar de plata de 1948, de los viejos, de casi cuatro centímetros de ancho. Lo sostuvo casi tocando el pecho del secuestrador y el diámetro de la vieja moneda cubrió por completo los tres orificios de entrada. Sus ojos expresaron escepticismo, pero luego se volvieron hacia el baño y, cuando dio su veredicto acerca de lo ocurrido, se suavizaron.
"Así diremos que fue. Buena puntería, chico".
Al menos una docena de vehículos de la Policía y el FBI aparecieron a los pocos minutos. Poco después, llegó el laboratorio móvil del Departamento de Seguridad Pública de Alabama para llevar a cabo la labor investigativa en la escena del crimen. Un fotógrafo forense tomó veintitrés rollos de película color de 400 asas. Quitó el arma de la mano del sujeto y se la guardó para analizar las huellas digitales y comparar la sangre que manchaba su hoja con la de la víctima -todo ello era poco más que una formalidad, pero seguir el procedimiento aceptado era una obligación particularmente estricta en un caso de homicidio. Finalmente, el cadáver de la niñita fue colocado en una bolsa y sacado de allí. Sus padres debían identificarla, pero gracias a Dios su rostro estaba relativamente intacto.
Uno de los últimos en llegar fue Ben Harding, el agente especial a cargo de la Delegación de Campo Birmingham del Buró Federal de Investigaciones. Un tiroteo en que hubiera participado un agente implicaba que su delegación debía enviarle un informe formal al director Dan Murray, con quien mantenía una distante amistad. En primer lugar, Harding venía a constatar que Caruso estuviese en razonables condiciones físicas y psicológicas. Luego, fue a presentarle sus respetos a Paul Tumer ya oír su interpretación de lo ocurrido. Caruso observó desde lejos y vio cómo Tumer relataba el incidente con abundantes gestos, a los que Harding asentía. Era bueno que el sheriff Harding diera su aprobación oficial. Un capitán de la policía local escuchaba y también asentía.
Lo cierto era que a Dominic Caruso eso le importaba un bledo. Sabía que había hecho lo correcto, sólo que con una demora de una hora. Finalmente, Harding se acercó a su joven agente.
"Cómo te sientes, Dominic?"
"Lento", dijo Caruso. "Demasiado condenadamente lento -sí, sé que no es razonable esperar que ocurriera otra cosa".
Harding lo tomó del hombro y lo sacudió. "Hiciste lo mejor que pudiste, muchacho". Una pausa. "¿Qué ocurrió cuando disparaste?" Caruso repitió su historia. En su mente, ya casi tenía la solidez de lo cierto. Dom sabía que hasta podía haber relatado exactamente lo que ocurrió sin ser sancionado. Pero ¿para qué arriesgarse? Oficialmente, había sido un tiroteo según las normas y para su legajo del Buró, eso bastaba. Harding escuchó, asintiendo pensativamente. Había papeles que completar y enviar por Fedlex a Washington. Pero no sería mal visto que los periódicos publicaran cómo un agente del FBI había matado a un secuestrador el mismo día del crimen. Probablemente surgiría evidencia de que éste no era el primer crimen de esa basura. La casa aún no había sido registrada a fondo, pero ya habían encontrado una cámara digital y no sería una sorpresa para nadie constatar que el depravado llevaba un registro de crímenes previos en su computadora personal Dell. Si fuera así, Caruso habría cerrado más de un caso. Y de ser así, Caruso tendría una mención más que favorable en su legajo del FBI.
Lo que aún no sabían Harding ni Caruso era cuán favorable sería la mención. Los buscadores de talento estaban por encontrar también a Dominic Caruso.
Y a uno más.
CAPITULO 1 El campus
Westadenton casi no es ni un pueblo, sino simplemente una oficina de correos para quienes viven en la región, unas pocas estaciones de servicio y un 7-eleven, además de los locales de comidas rápidas para quienes necesitan un desayuno cargado de grasas en su camino desde Columbia, Maryland, a su trabajo en Washington, DC. y a unos ochocientos metros de la modesta oficina de correos, se alzaba un edificio de mediana altura y anónima arquitectura gubernamental. Tenía nueve pisos de alto y en el amplio espacio verde del frente, un bajo monolito decorativo de ladrillo gris decía HENDLEY ASSOCIATES en letras plateadas, sin más explicación respecto de las actividades de Hendley Associates. Había pocos indicios al respecto. El techo del edificio era plano, de concreto reforzado recubierto de asfalto y balasto, con una pequeña construcción que alojaba la maquinaria del ascensor y una estructura rectangular cuyo propósito no quedaba claro. De hecho, estaba hecha de fibra de vidrio blanca y era permeable a las ondas de radio. El edificio en sí sólo tenía un detalle fuera de lo común: con excepción de unos pocos viejos cobertizos para tabaco que rara vez llegaban a los ocho metros de alto, era la única construcción de más de dos pisos que se alineaba directamente con la sede de la Agencia de Seguridad Nacional en Forte Meade y el cuartel general de la Agencia Central de Inteligencia en Langley, Viriginia. Muchos habían sido los que habían querido construir en esa línea, pero nunca obtenían los permisos necesarios, por muchas razones, todas falsas.
Tras el edificio había un pequeño parque de transmisión similar al que se ve cerca de emisoras de televisión de alcance local -media docena de platos parabólicos dentro de una cerca de malla de alambre coronada de alambre de púa apuntaban a diversos satélites comerciales de comunicación. Todo el complejo, que no era tan complejo, ocupaba unas siete hectáreas del condado Howard del estado de Maryland y era denominado "el Campus" por quienes trabajaban allí. Cerca de allí se encontraba el laboratorio de física aplicada de la universidad John Hopkins, un organismo de consulta del gobierno cuya naturaleza confidencial era bien conocida.
Para el mundo exterior, Hendley Associates era un agente de Bolsa dedicado a acciones, bonos y divisas internacionales aunque, curiosamente, hacía pocos negocios públicos. No se sabía que tuviera cliente alguno y aunque se afirmaba que efectuaba discretas donaciones a instituciones locales (se rumoreaba que la escuela de medicina de la universidad John Hopkins era el principal destinatario de la generosidad corporativa de Hendley) ninguna de estas actividades era reflejada en los medios de prensa. De hecho, no tenía departamento de relaciones públicas, tampoco es que se rumoreara que hiciese nada malo, aunque se sabía que el presidente de la compañía tenía un pasado difícil, lo que lo hacía rehuir la publicidad. Había esquivado las raras preguntas de los medios locales con cortés habilidad, hasta que finalmente perdieron interés en entrevistarlo. Los empleados de Hendley vivían en la zona, tenían estilos de vida propios de la clase media alta y, por lo general, se hacían notar tanto como Ward Cleaver, el padre de Beaver.
Gerald Paul Hendley Jr. había desarrollado una carrera estelar en el negocio de las commodities que le había permitido amasar una considerable fortuna personal y dedicarse después a la función pública electiva, que lo llevó a representante de Carolina del Sur en el senado nacional. No tardó en hacerse fama de legislador atípico, que seguía una senda ferozmente independiente, rechazando los ofrecimientos de dinero de empresas en busca de tratamiento privilegiado, e inclinándose al progresismo en temas de derechos civiles, aunque manteniéndose decididamente conservador en las áreas de defensa y relaciones exteriores. No temía vocear sus opiniones, lo que lo hacía atractivo para la prensa y hasta se llegó a hablar de aspiraciones presidenciales.