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Sin embargo, hacia el fin de su segundo período de seis años, sufrió una gran tragedia personal. Perdió a su esposa y a sus tres hijos en un accidente en la Interestatal 185. Cerca de Columbia, Carolina del Sur, su camioneta quedó aplastada bajo las ruedas de un tractor-acoplado Kenworth. Como era de esperar, fue un golpe aplastante y al poco tiempo, al comenzar la campaña para su tercer período, la desgracia lo volvió a golpear. Una columna del New York Times informó que su cartera de inversiones personal -siempre la había mantenido en privado, pues afirmaba que como no aceptaba dinero para sus campañas no tenía por qué revelar cuál era su riqueza más allá de una idea general- mostraba evidencias de tráfico de información interna. Esta sospecha quedó confirmada cuando los diarios y la TV hurgaron más a fondo. y aunque Hendley se defendió afirmando que la Securities and Exchange Commission nunca había publicado una guía respecto de cómo aplicar exactamente la ley, a algunos les pareció que había empleado información interna sobre futuros gastos de gobierno a la que tuvo acceso para beneficiar un emprendimiento inmobiliario que les hubiese hecho ganar a él y sus socios más de cincuenta millones de dólares. Aun peor, en un debate público contra su oponente republicano -quien se auto describía como "señor Limpio"- cometió dos errores cuando éste lo cuestionó al respecto. En primer lugar, perdió los estribos ante las cámaras de televisión, y en segundo lugar, le comunicó al pueblo de Carolina del Sur que si tenían dudas acerca de su honestidad, votaran al imbécil con quien estaba conversando. Nunca había cometido un error en su vida política y su exabrupto le costó el cinco por ciento de los votos de su estado. El resto de su opaca campaña no hizo más que empeorar y, a pesar del minoritario voto compasivo de quienes recordaban la muerte de su familia, perdió su escaño demócrata por un amplio margen, agravado por un insultante mensaje de aceptación de derrota. Abandonó por completo la actividad pública, y ni siquiera regresó a su plantación anterior a la Guerra de Secesión al norte de Charleston, sino que se fue a Maryland y dejó su vida anterior atrás por completo. Otros dichos incendiarios dedicados al sistema legislativo terminaron por quemar los pocos puentes que aún hubiera podido atravesar.

Su actual hogar era una granja del siglo XVIII donde criaba caballos de raza Appaloosa -montar a caballo y jugar mediocremente al golf terminaron por ser sus únicos pasatiempos- y vivía la sosegada vida de un caballero rural. También trabajaba siete u ocho horas por día en el Campus, de donde iba y venía en una limosina Cadillac conducida por un chofer. A los cincuenta y dos años, alto, esbelto y de cabello plateado, era bien conocido y al mismo tiempo totalmente desconocido, último legado, tal vez, de su pasado político.

"Hizo un buen papel en las montañas", dijo Jim Hardesty, indicándole al joven infante de marina que tomara asiento. "Gracias, señor. Usted también".

"Capitán, siempre que uno regresa a casa cuando todo ha terminado, puede considerar que ha hecho un buen papel. Aprendí eso del oficial que me entrenó. Hace como dieciséis años", agregó.

El capitán Caruso hizo algunos cálculos mentales y llegó a la conclusión de que Hardesty tenía un poco más de edad que la que aparentaba. Capitán de las fuerzas especiales de los Estados Unidos, después CIA, más dieciséis años sumaba una cifra más cercana a los cincuenta que a los cuarenta años. Debía de haberse ejercitado muy duro para mantenerse en esas condiciones.

"Bien", dijo el oficial, "¿qué puedo hacer por usted?"

"¿Qué le dijo Terry?", preguntó el agente de inteligencia.

"Que hablaría con alguien llamado Pete Alexander".

"Pete debió abandonar la ciudad de improviso".

El oficial aceptó literalmente la explicación. "Bueno, como sea, el general me dijo que ustedes, la gente de la Agencia, están en busca de personal con talento, pero no se preocupan por generarlo", respondió Caruso con sinceridad.

"Terry es un buen hombre y un infante de Marina de los mejores, pero a veces es un poco limitado".

"Puede que sea así, señor Hardesty, pero pronto, cuando se haga cargo de la Segunda División de infantería de marina, será mi jefe, y quiero mantener una buena relación con él. Y aún no me ha dicho por qué estoy aquí'.

"¿Le gusta estar en la infantería de marina?", preguntó el espía. El joven infante asintió.

"Sí, señor. La paga no es gran cosa, pero me basta y la gente con la que trabajo es la mejor".

"Bueno, aquellos con los que fuimos a las montañas eran muy buenos – ¿Cuánto tiempo trabajó con ellos?"

"¿En total? Unos catorce meses, señor".

"Los entrenó muy bien".

"Para eso me pagan, señor, y además la materia prima era buena".

"Se comportó bien en esa pequeña acción de combate", observó Hardesty, tomando nota de lo poco entusiastas que eran las respuestas de su interlocutor.

El capitán Caruso no era tan modesto como para considerar que hubiese sido "pequeña". Las balas habían sido bien reales, lo cual bastaba para que la acción fuese suficientemente grande. Pero se había dado cuenta de que su entrenamiento había funcionado, tal como se lo dijeron sus oficiales en las clases y ejercicios prácticos. Había sido un descubrimiento importante y más bien gratificante. El Cuerpo de Infantería de Marina tenía lógica. ¡Vaya si la tenía!

Pero todo lo que dijo fue: "Sí, señor". Agregó, "y gracias por su ayuda, señor".

"Estoy un poco viejo para esas cosas, pero es agradable saber que aún puedo hacerlas". Pero Hardesty no agregó que ya había tenido bastante. El combate era un juego para jóvenes y él ya no era joven. "¿Alguna reflexión al respecto, capitán?", preguntó.

"En realidad no, señor. Presenté mi informe de combate".

Hardesty lo había leído. "¿Pesadillas, algo de eso?"

La pregunta sorprendió a Caruso. ¿Pesadillas? ¿Por qué había de tenerlas? "No, señor", respondió, con visible desconcierto.

"¿Remordimientos?", prosiguió Hardesty.

"Señor, esa gente estaba combatiendo contra mi país. Nosotros respondimos. Si uno no puede hacerse cargo de las consecuencias, no debe jugar a ese juego. Lo lamento si tenían mujer e hijos, pero cuando se jode a alguien, debe entenderse que éste va a hacer algo al respecto".

"¿Es un mundo duro, no?"

"Señor, es mejor no patear a un tigre en el culo si no se tiene un plan para lidiar con sus dientes".

Ni pesadillas ni remordimientos, pensó Hardesty. Así debía ser, pero los suaves, gentiles Estados Unidos no siempre producían personas así. Caruso era un guerrero. Hardesty se reclinó en su silla y miró atentamente a su entrevistado antes de hablar.

"Capitán, el motivo por el cual usted está aquí… ya ha visto en los diarios acerca de los problemas que tenemos para enfrentar esta nueva oleada de terrorismo internacional. Ha habido muchas luchas por territorio entre la Agencia y el Buró. A nivel operativo, no hay muchos problemas y los problemas no son tantos a nivel de mandos -Murray, el director del FBI es de fiar y cuando trabajó como agregado legal en la embajada en Londres se llevó bien con nuestra gente".

"Pero el problema son los infelices de los niveles medios, ¿no?", preguntó Caruso. Había visto el problema en la infantería de marina. oficiales administrativos que se lo pasaban refunfuñando contra otros oficiales administrativos, diciendo que su papá era más fuerte que el papá de los otros. Era probable que se tratara de un fenómeno tan antiguo como los griegos y los romanos. y por entonces, era igualmente estúpido e improductivo.