Jack Ludlow
Los dioses de la guerra
A Allison Lyddon,
la encantadora pareja de mi hijo,
que algún día será,
si consigue quebrar la resistencia de él,
mi nuera.
Prólogo
Al día siguiente de haber matado a los cuatro griegos, Áquila Terencio dejó el pueblo de montaña de Beneventum bajando de las altas colinas de la Italia central hasta llegar a la llanura costera y a una verdadera carretera romana que lo llevaría hacia el norte. Obligado por la pobreza a caminar y a cazar su comida, tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre los últimos acontecimientos de su vida: la experiencia de Sicilia, a donde llegó como un niño y de donde salió como un hombre; su participación en la reciente revuelta de esclavos: el dilema de un romano en lucha contra los suyos; la forma en que su viejo amigo y mentor había sido sacrificado por los hombres en los que él se había tomado su sangrienta revancha la noche anterior. Estos habían traicionado la revuelta que encabezaban y abandonaron su ejército de esclavos a la venganza romana, y los esclavos maltratados, hombres, mujeres y niños, fueron devueltos en manada al agotador trabajo en las granjas de las que habían salido. Era duro verlos como lo que habían sido hacía poco, un poderoso ejército tan grande como para hacer temblar a Roma.
El cuarteto de griegos traidores, antaño esclavos, había estado solazándose en su lujosa villa de lo alto de la colina, bajo protección de los guardias locales, ahora con esclavos propios que los atendían. La larga escalera que él había construido para entrar y salir de la villa se había hecho pedazos; las tiras de corteza empleadas para atar los travesaños al largo poste central se habían convertido en yesca; los listones de madera que había tallado de ramas de árboles, en leña para mantenerlo caliente el resto de la noche. Nadie le había visto entrar ni salir y había matado, rápido y en absoluto silencio, a tres de los renegados; primero al cabecilla, cortándole la lengua, pues esa había sido el arma que había elegido para inspirar y, después, traicionar. De los otros, dos eran unos don nadies, perritos falderos de su jefe, pero el cuarto, llamado Penteo, merecía un trato especial.
Había estado presente en la muerte de Gadoric, el guerrero celta al que Áquila veía como padre putativo, que había muerto como habría deseado, cargando contra sus enemigos romanos en un combate que no podía ganar: el camino al paraíso para alguien de su religión. Fue una triple venganza; Penteo también había asesinado a Didio Flaco, el ex centurión que había llevado a Áquila por primera vez a Sicilia, y a Foebe, la chica con la que había tenido una relación, que se había consumido entre las llamas del caserío de Flaco.
Penteo murió muy despacio y con la lujosa ropa que llevaba al ser arrastrado fuera de la cama embutida en la boca. Id cuchillo del chico se había cebado sin descanso en su cuerpo, regodeándose en aquellos ojos llenos de dolor. Al final, Áquila le había rebanado manos y pies mientras aún vivía, haciéndole a Penteo lo que él le había hecho a Flaco. Se deshizo del cuerpo roto como había hecho con los otros, llevándolos hasta las altas terrazas y arrojándolos al barranco y a las rápidas aguas del río que corría abajo. Antes de eso, y empleando la sangre brillante y roja de aquellos, había dibujado en cada una de las paredes la imagen que lo distinguía, igual a la del talismán de oro que llevaba al cuello, la silueta de un águila al vuelo.
A veces, al mismo tiempo que caminaba, se preguntaba si tenía algún futuro, pero al tomar aquel objeto en la mano, se sentía invadido por una extraña sensación. Le habían dicho que aquello era su destino, pero, ¿serían ciertas las predicciones? Ahora sólo tenía un lugar al que ir y quizá la respuesta que buscaba se encontrara allí, en el centro de su mundo: la ciudad de Roma.
Le resultó imposible pasar de largo por el único lugar al que una vez había llamado hogar; allí no quedaba nada en pie, pero era el lugar donde antes había estado la cabaña de sus padres adoptivos. La familiaridad quedaba atenuada por la extraña sensación de que todo parecía más pequeño que en sus recuerdos; el arroyo en el que había aprendido a nadar, que desembocaba en el río Liris, los árboles de los bosques cercanos, incluso la distancia entre la choza y la bulliciosa Vía Apia, a media legua. Sólo las montañas del este parecían las mismas; se alzaban a distintas alturas, cubiertas de densos bosques, y la más alta de todas era aquel volcán extinto de extraña silueta con la cima en forma de copa votiva.
Allí parado, Áquila casi podía oír la voz de Fúlmina reprendiendo con frecuencia a su marido Clodio. Fue ella quien hizo las profecías de grandeza, con una fe que él nunca había podido compartir; ¿cómo iba a poder cumplir él, hijo de unos simples campesinos, lo que ella había predicho? No había sabido la verdad hasta el día que ella murió; le habían llevado allí siendo un recién nacido que había sido abandonado, el día del festival de la diosa Lupercalia, en los bosques cercanos para que muriera.
Clodio, que de vez en cuando se emborrachaba y siempre estaba en la afilada punta de la lengua de su mujer, estaba durmiendo la borrachera. Lo despertó el llanto del bebé hambriento y él se lo llevó a casa, a su mujer, pues sabía que así atenuaría su enfado. En su tobillo estaba el amuleto que ahora llevaba colgado al cuello, un recordatorio de que al menos uno de sus verdaderos padres quería que viviese. De haberlo vendido, podrían haber vivido con cierto desahogo y Clodio habría evitado tener que servir, y al final morir, en las legiones; pero también le recordaba que ellos nunca hablaron del poder que sintió Fúlmina ni de los sueños que habían surgido con solo tocar el amuleto.
Al deambular por la región surgieron otros recuerdos, como el del día que conoció a Gadoric, un esclavo que se hacía pasar por pastor corto de entendederas; o el perro Minca, muerto ya hacía tiempo, grande y fiero para el extraño, pero manso como un cordero para su amigo. La choza del pastor aún estaba en pie, ocupada ahora por otro, justo al borde del campo donde el celta le había enseñado a luchar con una espada de madera, a disparar flechas sin punta y, mas que nada, a usar la lanza que todavía llevaba, que Gadoric había robado a los guardias de su amo, Casio Barbino, aquel senador obeso.
La tierra por la que caminaba pertenecía a Casio Barbino; Sosia, la muchacha esclava con la que había disfrutado un tierno romance de infancia, había pertenecido a Barbino. Didio Flaco, el ex centurión que se lo había llevado a Sicilia, trabajaba para Barbino. Áquila había vivido con Flaco y su guardia de rufianes en las granjas que el gordo senador tenía en Sicilia y por eso había presenciado, sin quererlo, el cruel trato que recibían los esclavos en nombre del beneficio. Aquel hombre había cobrado gran importancia en su vida y allí estaba él ahora, en los bosques donde se encontraba la cisterna que alimentaba fuentes y baños de la villa de Barbino, al borde de las lágrimas al contemplar la vida sin todas las personas que poblaban sus recuerdos.
Sintió la tentación de visitar la granja de Dabo, donde fue a vivir tras la muerte de Fúlmina, pero no era un lugar de grato recuerdo. Había odiado a Dabo por la manera en que había engañado al alegre y corto Clodio para que lo sustituyera cuando lo convocaron para un segundo periodo en las legiones y que así él pudiera quedarse en casa y enriquecerse. ¿Viviría aún aquel viejo cabrón de Dabo o estaría su granja en manos de sus hijos, Anio y Rufurio, aquellos chicos con los que solía pelearse todo el rato?
Al reconocerlo, los viejos vecinos le contaron, sin un asomo de pena, que Piscio había muerto: Anio Dabo, su hijo mayor y matón de nacimiento, era dueño de la granja, ahora una finca de ganado, mientras que Rufurio, que al menos había intentado ser simpático con el huérfano Áquila, no tenía nada y ya no andaba por los alrededores. Le contaron también que había una herencia esperándole en Aprilium, donación de un general llamado Aulo Cornelio Macedónico, que había muerto comandando una cohorte de la Décima Legión en el paso de Thralaxas, en Illyricum, una ayuda económica para los familiares de sus legionarios caídos, uno de los cuales era Clodio.