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– Nunca.

Ella le dedicó una deslumbrante sonrisa.

– Entonces no somos parientes en realidad, ¿no?

– ¿Y eso te complace?

– Claro que sí. Los familiares que me han dado nuestros dioses romanos no me inspiran el amor a la familia.

– Me preocupa Fabio. Algún día se meterá en problemas de verdad.

Ella rio.

– Fabio dará un pasito hacia un lado y entonces algún tipo inocente que esté de paso se encontrará con que lo acusan de algo de lo que él no tiene ni idea.

Se sentaron en silencio y ella tomó el águila dorada entre sus dedos.

– Siento que hay algo oscuro en ti, Áquila, secretos que no le contarías a nadie.

Aquello hizo que fuera más reservado.

– No se me ocurre qué puede ser.

– Tienes un aura alrededor.

– Sólo cuando el sol está a mi espalda -rio Áquila. Su frivolidad no gustó a Calpurnia.

– Quizá no puedes confiar en mí porque no somos familia.

– Confío en ti más que en cualquiera de esta casa, Calpurnia, y tú lo sabes.

Ella dejó caer la cabeza y musitó.

– Eso no me deja en muy buena posición.

Áquila se acercó y levantó la barbilla de ella.

– No era esa mi intención.

El rostro de ella, vuelto ya hacia arriba, se iluminó de nuevo con aquella brillante sonrisa y le puso la cadena del amuleto al cuello.

– Soy demasiado cotilla para mi propio bien.

– Tonterías. Dices que el amuleto significa algo. ¿Por qué debería «significar» algo? Estaba enrollado alrededor de mi pie cuando Clodio, tu abuelo, me encontró. Lo único que significa es que uno de mis verdaderos padres quiso que yo viviera, aunque no me quería lo bastante, según parece, como para querer encontrarme.

Calpurnia percibió la amargura de aquel último arrebato y volvió a tocar el amuleto.

– Es muy valioso.

Por primera vez, Áquila puso en palabras algo que hasta entonces sólo había sido un pensamiento.

– Quizá habría sido mejor que Fúlmina no lo hubiera guardado para mí. No me lo dio así como lo ves. Hizo una cubierta de cuero para ocultarlo y me hizo prometer que no lo descubriría hasta que sintiera que ningún hombre podía hacerme daño.

– ¿Y cómo supiste que era el momento?

Áquila estaba pensando en el día que había descosido el amuleto de Fúlmina; el mismo día que había arrojado una lanza a un matón cejijunto llamado Toger, uno de los miembros de la banda de rufianes que había reclutado Didio Flaco para que le ayudaran a hacer dinero en las granjas que iba a dirigir para Casio Barbino. No se había enfrentado a Toger por lo que había intentado hacerle de noche en su catre, sino porque el ex gladiador había matado a aquello que Áquila más amaba: Minca, el perro que había heredado de Gadoric. Toger, luchador entrenado, se había burlado ante la sola idea de que lo amenazara un simple chaval. Murió con la lanza de Áquila en su garganta, chorreando sangre sobre la dura tierra apisonada que había a sus pies.

– Lo supe -replicó, pero no reveló lo que estaba pensando-. Podría haberlo dejado allí y así puede que la gente hubiera dejado de preguntarme.

– Es mejor llevarlo puesto.

Calpurnia dijo esto totalmente convencida, y después se ruborizó por su impetuosidad.

– ¿De verdad? Tu abuela tenía sueños de los que me habló justo antes de morir.

– ¿Qué tipo de sueños?

Él se sentía reacio incluso a responder una pregunta como aquella, pero como había dicho que confiaba en ella ahora no podía detenerse, si bien al relatar el asunto intentó hacer que sonara como una especie de broma.

– Me vio montado a caballo y aclamado por una multitud, como si estuviera celebrando un triunfo. Es probable que fuera el festival de las Saturnalia y que yo fuera el tonto de la ciudad. Había una vieja adivina a la que ella también solía consultar, una bruja apestosa llamada Drisia. Siempre andaba gritándome que viniera a Roma. Pero yo no creía a ninguna de ellas.

Áquila rio sin ganas, aunque Calpurnia no parecía estar de humor para tanta jovialidad. Le explicó los sueños de Fúlmina al completo, mientras observaba a la chica, que daba vueltas al amuleto entre sus dedos. Todo el rato que estuvo él hablando, la expresión de ella fue volviéndose profundamente triste.

– Entonces, te irás de aquí -dijo ella cuando él terminó.

– ¿Qué?

– ¿Puedo pedirte un favor? ¿Me permites ponérmelo una vez más?

Áquila fue a coger la cadena, pero Calpurnia detuvo su mano.

– No, ahora no.

– ¿Por qué estás triste, Calpurnia?

Hubo una débil insinuación de sollozo en su voz, aunque ella intentaba ser graciosa. Pero Áquila no pudo ver sus ojos, porque ella estaba inclinada hacia delante.

– Nunca dejes que Fabio le ponga las manos encima.

– Sólo estaba haciéndole un favor a un amigo -dijo Fabio.

Áquila se sentó en su catre, lo bastante despierto como para ver, al mortecino brillo de la linterna, que el sayo de su «sobrino» estaba cubierto de sangre. La historia salió a trompicones; ya le había hablado a Áquila de algunas de las bandas criminales más duras de Roma, y la más dura de todas la dirigía un hombre llamado Cómodo.

– Primero el material era de Donato, pero esos cabrones se lo quitaron. Él sabía que estaba en el almacén de Cómodo que está junto a los muelles y se propuso recuperarlo. Le dije que yo vigilaría por él.

– Seguro que supondrían quién lo hizo, ¿no?

– Nunca pensaron que Donato tuviese agallas y él ya tenía comprador, así que el material ya habría volado para el amanecer. -No había salido según lo previsto, pues el almacén estaba mejor vigilado de lo que Donato había pensado-. Tuve que dejarlo en un portal a unos cien pasos del almacén. Le habían clavado un cuchillo en las tripas. Lo alejé de los muelles, pero ya no podía cargar más con él.

Áquila miró la sangre en el sayo de Fabio; no le hizo falta preguntar si Donato estaba malherido.

– Puede que ya esté muerto.

– ¿Y si no lo está? -protestó Fabio al tiempo que sacudía a su «tío»-. No puedo abandonarlo así como así.

Áquila movió la cabeza despacio, pero ya estaba de pie y vistiéndose mientras lo hacía.

– Debería dejar que afrontaras tu destino.

– Si lo encuentran y hacen que cante, les hablará de mí. Entonces mi vida no valdrá mucho.

Aquello fue el ruego final, un tirón a los sentimientos de Áquila; Fabio regresaría a por él de todas formas.

– Coge alguna cosa para vendarlo.

– ¿Por qué llevas la espada? -preguntó Fabio mientras Áquila se colocaba el cinto.

– Quizá si tu amigo o tú hubieseis aprendido a utilizarla, ahora no tendrías tantos problemas.

Para cuando salieron a la calle por la panadería, había cogido además un cuchillo y su lanza. Los hornos ya estaban encendidos, llenos de hogazas de pan, y la gran mesa estaba cubierta de masa y harina.

– ¿Dónde está Demetrio? -preguntó Áquila y se detuvo.

Siempre estaba despierto cuando el pan de la mañana estaba hecho. Fabio le dedicó una mirada rara y le indicó que tenían que darse prisa. Encontraron a Donato aún con vida, pero con dolores insoportables, en el portal en el que Fabio lo había dejado. Áquila lo examinó rápidamente, pero la oscuridad hacía imposible cualquier estimación acertada.

– Aquí no podemos hacer nada. Tenemos que llevarlo a algún lugar iluminado.

– Será mejor que no lo llevemos a su casa. Su mujer es peor que Cómodo.

– A la panadería -dijo Áquila al colocarse la lanza a la espalda.

Donato se quejó del dolor cuando lo levantaron, pero no gritó. Fabio escogió el recorrido, ciñéndose a las callejuelas, y avanzaron trastabillando, pues Donato no era ligero y sus pies no podían mantenerlo erguido. Demetrio aún estaba ausente de la panadería, aunque por el aspecto de las hogazas que se refrescaban en los estantes, había estado allí y se había marchado. Áquila dejó sus armas a un lado, tumbaron a Donato en una de las mesas y empezaron a quitarle la túnica.