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– ¡Fabio Terencio! Nunca lo hubiera imaginado -dijo una voz desde la entrada.

Sólo por la expresión de miedo en el rostro de Fabio, Áquila supuso que sería Cómodo. Era una auténtica mala bestia, con la nariz rota y las mejillas surcadas de cicatrices, y blandía una espada en una mano y una maza en la otra. Los dos hombres que estaban detrás de él, armados también con mazas, parecían igual de siniestros, y la forma de las estrechas frentes que tenían le recordó a aquel tipo llamado Toger, el primer hombre que Áquila había matado.

– Nos preguntábamos quién estaría con él.

– ¿Nos habéis seguido?

– ¿Quién es ese? -dijo el visitante.

– ¿Quién lo pregunta? -dijo Áquila, acercándose poco a poco a su lanza.

– Es el hermano de Cómodo, Escapio -dijo Fabio con prisa-. Este es un amigo del campo. Le pedí que viniera y me ayudara a traer a Donato. No tiene nada que ver con la incursión en el almacén.

El hombre miró a Áquila de arriba abajo, sorprendido por su altura, la espada y el color de su larga melena. Después sus ojos se posaron en el amuleto, abriéndose codiciosos cuando se dio cuenta de que era de oro.

– Ah, ¿sí?

Ahora la lanza estaba en alto, lo que hizo que Escapio diese un paso atrás. Entró Demetrio con la cara roja y sudando, como si no se hubiese apartado una pulgada de delante de su horno. Lo vio todo y su voz sonó culpable en vez de sorprendida.

– ¿Qué pasa aquí?

– Nada, Demetrio -replicó Áquila con una voz carente de emociones-. Estos hombres ya se iban.

Escapio miró la lanza y después los brillantes ojos azules de aquel extraño, y se dio cuenta de que ser hermano de uno de los hombres más aterradores de Roma no significaba nada, pues no había rastro de temor en ellos. Sabía que moriría si empezaba a hacer algo justo en ese momento, así que sonrió, con la seguridad que da saber que el tiempo estaba de su parte. No hubo amenaza cuando se acercó a la mesa más cercana, donde cogió una gruesa hogaza y la olfateó con ostentación; después sonrió a Áquila y a Fabio.

– Os veremos en otro momento -después miró a Donato, que yacía estirado sobre la otra mesa-. Pero no creo que a él volvamos a verlo. -Tanto Fabio como Áquila miraron al mismo tiempo. Fabio, que tenía menos experiencia, no estaba seguro, pero Áquila sí. Donato estaba muerto. Escapio sonrió abiertamente y se dio la vuelta para salir-. Tendríais que haberlo dejado donde estaba.

– ¿Qué habéis hecho? -escupió Demetrio, rompiendo el silencio que siguió a la marcha de aquel trío.

– Yo no he hecho nada -dijo Fabio enfadado, haciendo una interpretación muy libre de la verdad.

– No me fastidies, cabrón inútil. Los que son como Escapio no entran aquí sin una razón -Demetrio dio un codazo al hombre muerto que había sobre su mesa-. ¿Y este quién es?

Áquila se lo explicó intentando quitar importancia al papel de Fabio y dársela a su valor a la hora de ir al rescate de su maltrecho amigo, pero aquello no estaba surtiendo efecto en el padre, cuyo rostro se volvía más gris con cada palabra.

– Quiero que te largues de esta casa -dijo señalando a Fabio en cuanto Áquila terminó de hablar.

– ¡Qué!

– Ya me has oído. ¿Qué crees que van a hacer Cómodo y su banda? ¿Olvidarte? Si te quedas aquí, también se desquitarán conmigo. No me he pasado todos estos años levantando un negocio para ver cómo arde por tu culpa -avanzó golpeando con un dedo el pecho de su hijo-. Tú no vales nada, ¿me oyes?

Fabio apoyó una mano en la dilatada barriga de su padre y lo empujó hacia atrás.

– Si yo no valgo nada, es porque me viene de ti. No entres aquí haciéndote el beato conmigo, no después de lo que has estado haciendo.

– ¡Cállate! -soltó Demetrio al mismo tiempo que lanzaba una mirada preocupada a Áquila.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -preguntó Fabio con sarcasmo-. No te creerás que es un secreto, ¿verdad? Venga, Áquila, pregúntale qué ha estado haciendo. -Fabio parecía un hombre que acabara de conseguir una ventaja, mientras que Demetrio levantaba sus gordas manos implorando a su hijo que se callara. Confundido, Áquila miraba del uno al otro-. Pregúntale por qué una hija de la edad y el aspecto de Calpurnia no está casada.

Demetrio volvió sus aterrorizados ojos hacia Áquila.

– La necesito para que ayude a mi mujer en la panadería.

– ¿Y por la noche, papá? ¿Para qué la necesitas por la noche?

Áquila bajó la lanza, de forma que su punta quedó cerca de la enorme panza de Demetrio. El hombre empezó a temblar y Fabio dio en el blanco con su última pulla.

– Has arruinado su vida, gordo seboso. No le darán una dote y sin eso ella no puede encontrar un marido decente. Aunque no es que fueran a quererla muchos después de lo que le has hecho.

– ¡Lárgate! -gritó Demetrio, pero aquellas palabras ya no tenían fuerza.

Ella sollozaba en sus brazos mientras él la sostenía con suavidad, dejando que su dolor se derramara. El sol ya había salido y podían oír el ruido de los primeros clientes que subía desde la panadería. La presión de los brazos de ella, que rodeaban a Áquila, parecía incrementarse con cada nueva revelación. Había estado ocurriendo desde que era una niña y al principio era como un juego, solo la tocaba, pero había ido aumentando según la salud de su madre se deterioraba, y como cualquier niño del mundo, ella era propiedad de su padre.

– ¿Quieres que te saque de aquí? -preguntó Áquila.

Entonces ella levantó la mirada hacia él, a través de unos ojos empapados en lágrimas, pero logró sonreír y su mano subió hasta el águila que él llevaba al cuello.

– Tú tienes un destino, Áquila, recuérdalo.

– Todo lo que tengo son sueños y profecías. He visto a gente cegada por eso mismo y morir por su causa. Para mí no tiene ninguna importancia.

– Pero sí que la tiene. Fúlmina lo sabía, y creo que yo también, puede que haya heredado su don. Tú no estás hecho para una vida en los callejones de Roma.

– Por lo que he oído de ese Cómodo, no estoy destinado a vivir.

Ella apretó sus brazos y lo sacudió.

– Entonces sal de Roma.

Áquila sonrió, pensando que si Calpurnia tenía ese don de la segunda visión, aquello iba totalmente en contra del consejo que le había dado Drisia.

– ¿Y adónde voy a ir? Además, apenas llevo aquí dos meses.

Calpurnia lo miró de cerca, entrecerrando ligeramente sus ojos húmedos.

– Ya te habías hecho a la idea de marcharte, ¿verdad?

Él le dio un golpecito en la nariz que hizo que sonriera de aquella forma que a él tanto le gustaba.

– Eres demasiado lista.

De pronto ella le besó, pillándolo desprevenido, y después, tras colgar los brazos de su cuello y con ojos suplicantes, habló.

– Una vez, Áquila. Sólo una vez.

Él sabía a qué se refería y negó con la cabeza.

– Me haría feliz. No pediré nada más, lo prometo.

Áquila se movió, incómodo, para intentar ocultarse el hecho de que aunque su mente lo consideraba una mala idea, no sucedía lo mismo con su cuerpo.

– No puedo conseguir nada más, lo sé. Te he contado cómo he sufrido. Puede que ahora, que ya es público, mi padre me dé una dote y yo encuentre un marido, pero una vez, Áquila, sólo una vez, sería tan bonito tener dentro de mí a alguien a quien amo.

Sus besos borraron la poca resistencia que ponía él, sin que ella tuviera necesidad de hacer mucho esfuerzo cuando hizo que su conquista se tumbara en la cama.

– Ve a ver a Cómodo.