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– ¿Y qué le digo? -preguntó Demetrio. Estaba claro que tenía miedo de Áquila, pues su carnosa papada temblaba incluso cuando sólo estaba escuchando.

– Le dirás que Fabio y yo hemos dejado tu casa.

Sus ojillos brillaban cuando Fabio interrumpió.

– ¿Adónde vamos a ir?

– Cuando me inscribiste con tu tribu para que pudiera votar, ¿qué clase me asignaste?

– La cuarta clase, como Fabio, aunque no es que él la merezca. Por sí mismo nunca hubiera sido apto para votar.

– ¡Bien! -dijo Áquila, a quien no le interesaba nada más que la primera parte de lo que había dicho Demetrio. Se volvió hacia Fabio-. Tú y yo marchamos a alistarnos en las legiones, «sobrino».

Fabio dio un respingo.

– Eso nunca.

– Gracias a la previsión de tu padre, nos obligarán a alistarnos como hastarii, y nosotros tendremos que aportar nuestro propio equipamiento.

– Vete tú -replicó Fabio con un gesto desdeñoso-. Yo me quedaré aquí.

– Estarás muerto en una semana. Cómodo se encargará de eso.

Fabio empalideció, pero entonces habló Demetrio.

– Aún no me has dicho lo que se supone que tengo que decirle a ese ladrón asaltador.

– Le vas a decir que os deje en paz a tu familia y a ti.

– No me va a hacer caso.

– Lo hará, porque se lo dirás la próxima semana; yo mismo le enviaré un mensaje, uno que le quitará cualquier deseo de venganza que le quede contra ti, contra Fabio o contra mí. Si en siete días no está satisfecho y dispuesto a declararlo así en público, entonces podrá hacer lo que desee. Es decir, si está preparado para asumir las consecuencias.

Demetrio frunció el ceño.

– Pareces muy seguro de ti mismo.

– Tienes dos opciones, Demetrio. O esperas aquí a que Cómodo y su hermano te hagan una visita, o vas a verlo y le das mi mensaje. -El viejo asintió, consciente de que no tenía elección-. La otra cosa que tienes que hacer es cavar debajo de las tablas de tu suelo y sacar algo de ese dinero que tienes ahí escondido.

El obeso panadero estaba demasiado asustado para preguntar a Áquila cómo era que sabía aquello.

– ¿Por qué?

– Para pagar nuestro equipo, Demetrio. No querrás que nadie de tu familia se presente a servir en las legiones sin vestir apropiadamente.

Demetrio resopló enfadado como si estuviera a punto de explotar a modo de protesta, pero vio el gesto de los ojos de Áquila y las palabras se le atragantaron. El joven caminó hacia él, cerniéndose sobre aquel hombre gordo.

– Ponle otra mano encima a Calpurnia y yo mismo te castraré en persona. Haré que te comas tus pelotas, ¿entiendes?

Aquel rostro fofo se contrajo en una mueca de absoluto terror y sus manos fueron a cubrir, involuntariamente, la parte superior de sus gruesos muslos.

– Quiero que tengas esa oportunidad, Calpurnia.

Ella acercó su cuerpo desnudo al de él, empujando con su pelvis. El águila se deslizó desde su cuello hasta rozarle el pecho.

– Otra vez, Áquila, por favor.

Él rio.

– Dijiste que sólo una, y eso fue hace dos días.

La vibración de las palabras de ella cosquilleó en su cuello.

– Eso fue antes de saber que podía ser tan agradable. Y no quiero tu dinero.

Él se incorporó apoyándose en los codos.

– Si Demetrio te da una dote, puede que lo haga a condición de que te cases con alguien que él elija. Si te la doy yo, entonces serás tú quien decida.

Ella quedó en silencio, con la cabeza en la articulación del brazo de Áquila, y él se dio cuenta de que estaba llorando.

– Ojalá los dioses me sean propicios.

– Mereces que lo sean. Usa el dinero para encontrar un sitio donde vivir. Sal de aquí. Cuando yo no esté, ¿cómo podré estar seguro de que Demetrio mantendrá las manos en su sitio?

La rueda del carro de Cómodo se salió de su eje el primer día, dejándolo tirado en la calle. A la mañana siguiente aún le dolían las magulladuras cuando, al despertar, se encontró con el frío cadáver de Donato en su cama. Aquel día, mientras caminaba por las calles para ir a decirle a Demetrio que era hombre muerto, todo un andamiaje de madera se derrumbó. Cómodo sabía mejor que nadie que aquel grito, que había salido de ninguna parte, le había salvado la vida al darle el tiempo justo para meterse en una entrada. Gritó y maldijo a sus hombres, en especial a su hermano, por su incapacidad para protegerlo, pero se mantuvo alejado de la panadería. Lo que al final acabó por convencerle fueron las tres flechas que llegaron al día siguiente. Entraron por la ventana abierta de su almacén; una se clavó cerca de su brazo derecho y otra, cerca del izquierdo, mientras que la tercera se hincó con un ruido sordo en su escritorio, justo delante de él. Fue en persona a ver a Demetrio, juró por todos los dioses que no se vengaría e incluso le pagó el pan.

– Me está divirtiendo esto -dijo Fabio mientras veía a Cómodo volver a su casa, rodeado de guardaespaldas y lanzando miradas a todos los edificios de alrededor.

– Pues creo que ya se ha terminado -replicó Áquila.

La mirada de venganza había abandonado el rostro de Cómodo para ser reemplazada por una de miedo, mientras el cabecilla de la banda movía la cabeza de un lado a otro, en busca de sus invisibles atacantes. Demetrio, que con desgana les había dado el dinero que necesitaban para comprar sus equipos, confirmó que Calpurnia se iba a alojar con la viuda de Donato y aquello fue su última parada antes de alistarse. Ella era valiente; sin llorar ni rasgarse las vestiduras, incluso dio un beso en su fofa mejilla a Fabio.

– Estoy deseando que llegue el día en que celebres tu triunfo, Áquila.

Él quiso llevarle la contraria, decirle que era un simple mortal y aclararle que los legionarios no eran premiados con triunfos, pero la mirada de ella hizo que lo descartara, así que se agachó y la besó con cariño.

– Cuídate, Calpurnia. -Entonces miró a Fabio y le dio una palmada a su aflojado vientre-. Vámonos, «sobrino». Es hora de que te quitemos algo de ese peso de más.

Su «sobrino» insistió en hacer una última incursión por las casas de los ricos en la colina Palatina, convencido de que los dioses no dejarían que se fuera a la guerra con las manos vacías, y tenía razón. Dieron con un vinatero que estaba entregando unas vasijas de vino en la villa de los Cornelios, un hombre tan incauto como para dejar su carro sin vigilancia mientras él llevaba las vasijas de arcilla a la parte de atrás de la casa. No apartó los ojos de sus posesiones por más de un par de segundos, pero fue tiempo suficiente para Fabio. Lo sorprendió, por supuesto, lo que provocó cierto revuelo y también un griterío.

– ¿Casarte de nuevo? -preguntó Quinto Cornelio, ignorando el ruido de los gritos que de pronto habían estallado justo fuera de las cocinas.

Claudia pensó que él arqueaba las cejas de forma bastante exagerada. Así era Quinto, siempre se comportaba como si parte de su personalidad estuviera observando sus acciones desde fuera de su cuerpo. Habían estado en desacuerdo incluso desde el día en que ella se había casado con su padre, no sólo porque él estimaba a su madre, que había fallecido, sino también porque ella era más joven que su futuro hijastro en el momento de la boda. Quinto nunca pudo aceptar que Claudia había amado a su padre, así como admiraba al general más famoso del mundo romano, tras su conquista de Macedonia, y uno de los hombres más ricos de Roma. Los veinte años de diferencia tampoco influyeron en su relación, que había cambiado después de que ella fuera hecha prisionera por los celtíberos.

Fue Quinto quien la encontró, y era una de las pocas personas que conocían su secreto. Pero no iba a decir nada; el buen nombre de los Cornelios y sus ambiciones políticas significaban demasiado para él. Ella no dudaba de que su decisión de volver a casarse le había sorprendido. Por encima de todo, él tenía el aspecto de alguien que anticipa el placer que podría obtener en el caso de que le diera una respuesta negativa. ¡Era el momento para quitarle esa idea de la cabeza!