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– Soy consciente de que, en realidad, no necesito tu permiso.

– Oh, yo creo que sí, Claudia. Yo soy el cabeza de familia de los Cornelios.

– De la que tu padre tuvo a bien darme independencia.

Quinto se irritó.

– Mientras estés viviendo bajo este techo…

Claudia lo cortó en tono desabrido.

– Puedo irme hoy mismo si lo deseas, hijastro, y comprarme mi propia casa.

– ¡No te dejaré hacerlo, Claudia!

– Sí que lo harás -dijo ella en voz baja.

Aquellas cejas volvieron a dispararse; no estaba acostumbrado a semejante tono de voz por parte de su madrastra.

– No lo creo.

– ¿Ni siquiera si pudieras influir en la elección de mi marido?

No tenía ningún otro sitio al que dirigir su rostro, pues ya estaba sobresaltado y sorprendido, y parecía no haber oído las palabras de Claudia. Pero ella conocía demasiado bien a su hijastro; no era estúpido, a pesar de sus defectos manifiestos. Habría sopesado todas las posibilidades relativas a su beneficio personal en un instante. Después de todo, tras la muerte de Lucio Falerio Nerva él era el líder titular de los optimates, la facción que había encabezado Lucio, aunque carecía de la autoridad de su predecesor. Su control del poder era vacilante y en su mente veía su posición peligrosamente vulnerable.

– Soy tan consciente como tú de mis responsabilidades con la familia.

Quinto respondió a aquella afirmación con una sonrisa sarcástica.

– Entonces esta es una conversación precipitada y fuera de lugar, mi dama.

Claudia pasó por alto el insulto; su objetivo era demasiado importante para eso.

– Puedes preparar una lista de candidatos, Quinto, con hombres que sean adecuados para una alianza con los Cornelios. No dejaré que tú escojas, pero sí elegiré marido de entre los nombres que tú me des.

– Me resulta difícil de creer.

– ¿Por qué? Quiero casarme otra vez, y si es posible, sin chismorreos.

– Que yo podría causar, por cierto -dijo Quinto con frialdad.

– Entonces que sea una persona que te ofrezca algo a cambio, como un mayor apoyo vocal en el Senado.

Se miraron fijamente a los ojos durante lo que pareció una era, mientras Quinto repasaba en su mente ventajas e inconvenientes. Al fin aceptó de golpe.

– Bien, de acuerdo, pero con una condición.

El corazón de Claudia palpitaba desbocado; temía que él hubiese adivinado sus motivos y que la obligara a hacer un juramento que los imposibilitaría.

– ¿Cuál es?

– Que hagas un testamento que, a tu muerte, devuelva todo el dinero que te dejó mí padre a las arcas de la familia de los Cornelios.

Claudia sintió, y oyó, cómo escapaba de su cuerpo el aliento que había estado reteniendo.

– ¡De acuerdo!

Capítulo Cuatro

Marcelo tenía dos problemas a los que prestar atención, que nada tenían que ver con los cofres llenos de documentos que había en la bodega; primero, tenía que decidir qué hacer con sus venideros esponsales, y en segundo lugar, había recibido su convocatoria para incorporarse a las legiones nada más llegar a casa, aunque la muerte de su padre le excusaba de un inmediato cumplimiento en ambos casos. Como único heredero de Lucio, tenía que supervisarlo todo; Tito Cornelio, mentor suyo en Sicilia, ahora cuestor, y más experimentado en estos asuntos, le ayudó a hacer los preparativos. La muerte de alguien tan poderoso como Lucio Falerio era el momento para uno de los mayores espectáculos de Roma, un funeral patricio, y Marcelo tenía que solicitar la asistencia de hombres famosos, gente con una posición lo bastante importante como para honrar una ocasión semejante y para que hicieran luto por la familia.

Accedieron enseguida, aunque Tito declinó ir en primera fila. Aconsejó a Marcelo que sería más sabio por su parte pedirle a su hermano mayor Quinto, a punto de ser elegido como el siguiente cónsul júnior, que aceptara un papel tan prestigioso.

Se arregló el catafalco, que llevaban levantado los esclavos más imponentes de las granjas de los Falerios. A continuación, venía Marcelo a pie, y detrás de él iba Quinto con su toga bordeada de púrpura, conduciendo su propio carro y llevando la máscara mortuoria del más famoso antepasado de Lucio, Máximo Falerio, administrador y soldado romano que había ayudado a conquistar a los celtas del valle del Po.

Le seguían ex cónsules, generales, pretores, gobernadores y hombres de prestigio, todos portando diferentes máscaras mortuorias de la familia, todos guiando carros adornados con sus propios galardones por servicios al Estado. Aun así, esta era una celebración triste, es más, una celebración profundamente religiosa en la que el culto a la familia se celebraba en su máxima expresión. Los estantes de la capilla estaban desnudos, pues todo invitado importante, al aceptar asistir, había asumido el papel de un Falerio. Aquel día, el genio familiar de su casa imperaba en Roma.

Salieron de la casa, bajaron la colina Palatina y atravesaron el atestado aunque silencioso mercado. Cuando llegaron al estrado de delante del foro, los representantes de todos los ancestros de Lucio cambiaron sus carros por sillas. El gentío que había seguido a la procesión se reunió ahora ante el estrado para oír el discurso funeral pronunciado por el heredero de los Falerios. Marcelo habló de cosas que se perdían en las brumas del tiempo, de hazañas llevadas a cabo por gigantes de leyenda que tenían relación con su casa. Todo antepasado de importancia fue venerado, y sus hazañas y cargos catalogados. La multitud permanecía en silencio; ni siquiera los enemigos de Lucio se habrían atrevido a murmurar una palabra en el funeral de aquel gran hombre. Transportaron el cuerpo, seguidos ahora por la procesión a pie, al Campo de Marte, en medio del cual se había levantado la pira, con madera seca por el viento y el sol para que así ardiera con altas llamas, llevando el espíritu de Lucio hacia los cielos, donde aquellos dioses que él proclamaba de su árbol familiar seguramente se encargarían de él. Marcelo mantenía la antorcha en la mano y, de cara a la multitud, pronunció el discurso de despedida.

– Hay quienes veían a mi padre como un hombre severo, inflexible y estricto. Era tan duro conmigo como lo era consigo mismo. Yo no me salvé, y Roma puede dar gracias al mismo Jove porque tampoco se salvó mi padre. Nunca se puso por encima de las necesidades de la República a la que servía, al ver que, en nuestro sistema de gobierno, Roma había alcanzado el dominio en un mundo peligroso. Él tuvo una inquietud permanente, que esta ciudad y sus ciudadanos nunca cayeran bajo el yugo de algún poder extranjero y que no sucumbieran a las ambiciones de ningún hombre que buscara el poder supremo. Trabajó para asegurarse de que el Senado permaneciera como lugar de debate y como gran iniciador de la legislación, y para que allí ningún hombre fuese otra cosa que uno más entre iguales.

»A ojos de mi padre, ningún romano de buena cuna tenía ningún derecho para evitar el servicio al Estado, que era una obligación y debería ser considerado un placer. Yo, Marcelo Falerio, reafirmo un juramento que le hice a mi padre, que, en todo, mi interés principal será la seguridad de Roma y de las leyes que tan buen servicio prestan a sus ciudadanos. Ningún hombre, mientras yo viva, aspirará o alcanzará un estatus mayor que el de ciudadano de la República romana. Mientras tenga fuerzas para alzar el brazo con el que manejo mi espada, ningún otro poder se impondrá sobre nuestro mundo».

Para más de un oyente, la perorata de Marcelo en el Campo de Marte había sido de una grave imperfección y ni de cerca todo lo florido que era de esperar -defectuoso en su retórica.

Habían sentido lo mismo cuando habló desde el estrado, pero tendría que ser un despiadado miserable quien, mirando a un joven tan agraciado y noble en el momento en que bajaba la antorcha a la pira funeral de su padre, no soltara una lágrima. Hombres que habían maldecido a Lucio Falerio Nerva toda su vida, lloraron sin parar, conmovidos bien por la ceremonia, bien por ser conscientes de repente de su propia mortalidad.