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Marcelo cogió el papiro y le dio la vuelta para señalar el sello de padre al pie del documento.

– Debes hacerlo, Quinto Cornelio. Fue certificado por mi padre. En cualquier caso, es una solicitud póstuma para el Senado.

Quinto quería levantarse y salir. En su mente, aquel muchacho tenía la misma expresión de desprecio arrogante que solía mostrar su padre. Era difícil engañar a alguien con la gravitas de su edad y su largo servicio al Estado, intolerable que lo hiciera alguien tan joven, y habría estado bien decírselo a la cara, decirle que el hombre que acababan de enterrar era un gusano, tan pervertido por el poder que incluso espiaba a aquellos a los que llamaba amigos, decirle que había sorprendido al esclavo nubio Thoas mientras registraba su estudio. Como había ocurrido justo después del atentado contra la vida de Lucio, uno que casi había conseguido deshacerse del viejo chivo, Quinto no se arriesgó. Apuñaló a Thoas, pero lo había hecho con demasiada fuerza, sin dar tiempo a aquel hombre para que le contara todo antes de morir. Pero las últimas palabras del esclavo agonizante nombraban a Lucio como el hombre para el que trabajaba y, con esa información, Marcelo dejaría de ser tan engreído.

Sin embargo, al ser un político, pasó aquello por alto, y mantuvo sus emociones bajo control sin esfuerzo.

– Por favor, no creas que lo ignoro, Marcelo. Pero tu padre era, por encima de todo, un realista. Puede que hiciera promesas relativas a los esclavos sicilianos, pero dudo de que tu padre las considerara vinculantes.

También Marcelo luchaba por controlar su enojo; ese hombre no sería nunca tan poderoso como pronto iba a serlo él sin su padre, que lo había acogido bajo su ala y lo había elevado hasta ocupar el puesto que ahora disfrutaba. Abandonado a sus propios recursos, Quinto habría sido sólo un senador entre muchos y el trato había sido simple: Quinto Cornelio tendría el apoyo de todos los clientes de los Falerios y se haría cargo de los asuntos hasta que Marcelo pudiera encargarse y asumiera el liderazgo de la facción de los optimates. Que aquel hombre no acatara a su mentor ante el primer obstáculo real le enfurecía.

Tuvo menos éxito que su visitante en enmascarar sus sentimientos y su manera de hablar traicionó cómo se sentía.

– ¿Estás diciendo que te falta la voluntad de usar lo único que él te confirió, su poder político?

Quinto se puso blanco, aunque de algún modo mantuvo el aire de calma necesario; algo bastante excepcional, pues su único deseo era darle un puntapié a aquel joven advenedizo.

– Dudo mucho que tu padre quisiera exponer esto ante el Senado. Sus fuerzas debían de estar bastante minadas por la enfermedad para que siquiera se planteara algo así.

– Si las condiciones de los esclavos sicilianos no mejoran, tendremos otra revuelta sangrienta.

El hombre maduro sonrió y decidió que necesitaba ser conciliador. Aún no tenía poder absoluto en el Senado; Lucio le había dejado bastante poder, pero no tan formidable como el que era necesario. Insultar a un patricio, aunque fuese a uno apenas adulto, era un lujo que no se podía permitir.

– Imagino que ya están bastante escarmentados por lo que ocurrió. Desde luego parece que han vuelto a sus tareas sin la más mínima queja. Intuyo que, por ahora, con los capataces haciéndose cargo de nuevo, les habrán sacado a golpes cualquier idea de rebelión.

Marcelo tuvo que controlarse para no decirle lo importantes que era Sicilia y el cereal que crecía allí para la seguridad de Roma, Quinto sabía tan bien como él que mantener la distribución del subsidio en grano, que evitaba que la chusma romana provocara disturbios, dependía de un suministro continuo. Tampoco tenía ningún sentido incidir en que aquella táctica de su padre, la de sobornar a los cabecillas del ejército de esclavos en vez de enfrentarse a todos ellos, se basaba en un solo hecho: nada pondría más en peligro el transporte de cereal que un conflicto prolongado con gran cantidad de esclavos muertos al final.

– Han vuelto a las granjas en paz por las promesas que hizo mi padre sobre sus futuros derechos, y yo apuntaría a que fueron las palizas que sufrieron lo que en primer lugar hizo que se rebelaran. Recuerda, por favor, Quinto Cornelio, que yo estuve allí y que vi lo que vi. Si dudas de mí, pregunta a tu hermano. Como recordarás, Tito también estuvo allí.

– Tengo mis propias fuentes a quienes he consultado, y me han dicho que las cosas están arregladas. Los esclavos están acobardados.

– Supongo que el tipo de información que tienes te llega de gente como Casio Barbino, cuyo único principio rector es el beneficio. Me sorprende que le des crédito, pues conozco a ese hombre igual que tú.

Quinto reventó por fin, desgarrando su superficial capa de diplomacia. Pronto iba a ser elegido cónsul, no era un don nadie como para que aquel crío le diese lecciones.

– No vuelvas a insultar a Casio Barbino delante de mí, Marcelo Falerio, y muestra el respeto apropiado a mi dignidad. Lucio ha muerto y su espíritu no tiene influencia en el Senado. Pero yo, y quienes comparten mis puntos de vista, sí la tenemos.

Se levantó con la intención de intimidar al muchacho mirándolo desde arriba, pero Marcelo se anticipó al senador levantándose también, y, al ser mucho más alto, dio un vuelco a la situación, de forma que el tono de amonestación de Quinto perdió parte de su efecto al ser pronunciado mirando hacia arriba.

– Debes abrir tu camino en el mundo, Marcelo. Yo tengo la obligación de ayudarte por las promesas que le hice a tu padre, pero el juramento más importante que hice en su presencia fue mantener el poder y la majestad de Roma. No me presentes rollos para mejorar la vida de los esclavos ni me exijas leyes que podrían fracturar la frágil estructura que mantiene unido todo el Estado.

– Me preocupo por el honor de mi padre.

– ¿Y el de Roma?

– Aquí también está en juego el honor de Roma.

Quinto rio al oír aquello.

– ¿Honor? Roma tiene poder, Marcelo. Estamos absueltos de la necesidad de honor. Seguramente tu padre te lo enseñó.

Marcelo se enderezó totalmente, como si se pusiera firme. Bastante malo era que su padre hubiera muerto antes de poder completar el trabajo de su vida, pero que se prescindiera de aquello, su último acto de comisionado senatorial, como si fuera obra de un liberto cualquiera, era intolerable.

– Me avergüenza haber oído a uno de los magistrados más destacados de Roma pronunciar semejantes palabras.

Quinto, pensando que, a pesar de su altura, era sólo un beatito de mierda, ignoró la alabanza.

– Eres joven. Es justo que tengas ideales elevados. Yo también mantenía los mismos principios a tu edad, pero ahora soy más viejo y más sabio, igual que lo era tu padre. Él no dejó que el honor lo detuviera cuando necesitó proteger la República.

Marcelo iba a hablar, pero Quinto le interrumpió, señalando hacia el montón de rollos que sujetaba uno de los lictores.

– Mira eso, Marcelo. Cada uno de esos rollos es una petición del gobernador de Hispania Citerior, Servio Cepio, que solicita legiones para sofocar una nueva revuelta. Yo ayudé a que lo nombraran. Servio es inteligente. Arregló algo que pocos de sus predecesores consiguieron, al llevar algo de orden a la frontera de Hispania. Parece que sólo hace días que buscaba establecer una paz más permanente, pero ahora todo ha cambiado. Aquello está otra vez en llamas, si cabe, es peor que antes, y este es sólo un problema entre los muchos a los que me tengo que enfrentar en mi año como cónsul.

Quinto se detuvo; parecía preocupado, como si el peso de todas aquellas responsabilidades fuese una carga demasiado pesada de sobrellevar, pero se recuperó y clavó en Marcelo una mirada dura implacable.