– Cuando tus asuntos en Roma estén solucionados, tendrás que asumir tus obligaciones. Yo tengo honor suficiente como para acordarme de las mías, como para recordar los votos que hice en esta misma habitación. Necesitas un puesto militar por el que puedas avanzar en tu carrera. Pronto obtendrás tu equipo, que te identificará como uno de mis tribunos. Marcharemos a Hispania en cuestión de días. Cuando hayas celebrado el banquete funeral, recibas el contenido del testamento de tu padre y pongas en orden los asuntos de la casa de los Falerios, únete a nosotros.
– ¿Y qué hay del acuerdo con los esclavos sicilianos?
– Venzamos primero en el campo de batalla, Marcelo -apuntó hacia el rollo, aún abierto en la mano del joven, con el sello de Lucio al final, el acuerdo que había hecho para mejorar la parte de los esclavos a cambio de su rendición pasiva-. Entonces podremos volver, tan poderosos que nadie se atreverá a bloquear ninguna moción que hagamos en el Senado, ni siquiera una tan descabellada como esa.
Aquella última y descuidada apreciación lo traicionó: Quinto no haría nada. El cónsul aspirante marchó y Marcelo se quedó con sus últimas palabras, pronunciadas en aquel tono burlón, acompañadas por el tipo de puñetazo de broma que un adulto utiliza para impresionar a un niño.
– Iremos a la guerra y les demostraremos de qué estamos hechos, ¿eh?
Mientras caminaba por la calle, Quinto pensaba que un joven impetuoso como Marcelo podía ponerlo en algunas situaciones peligrosas, pero sin duda el muchacho ansiaba el éxito. Como su general al mando y patrocinador, sentía que debía hacer todo lo que pudiera para ayudarle. Si Marcelo triunfaba, estaría agradecido, y si sufría una muerte gloriosa, él, Quinto Cornelio, se ahorraría una futura molestia.
Marcelo lo vio marcharse, y, por primera vez, fue consciente de lo desnudo que le había dejado la muerte de su padre. La discusión que acababa de tener con Valeria era una bendición, y fue en ese momento cuando decidió seguir adelante con su matrimonio con la chica de la familia de los Claudios. Necesitaría su dote en el futuro si es que tenía alguna esperanza de levantarse contra hombres como Quinto. Ella tendría que esperar un poco, hasta que él volviera de su primera campaña, pero tranquilizaría a su padre este mismo día. La segunda decisión que tomó fue igual de importante: abandonó todo pensamiento de quemar los documentos que estaban en la bodega.
– ¿Estás seguro de que esta es la lista Correcta, Quinto? -preguntó Claudia levantando hacia él el rollo que acababa de leer.
– ¿A qué te refieres?
– Si estuviéramos en un establo, diría que has reunido, para mi instrucción, todos los jamelgos decrépitos y sementales desquiciados de Italia.
En realidad, para sus propósitos, la lista era perfecta. Lo último que quería era un marido fiel y lleno de ardor: quería a alguien sumiso, manejable y preferiblemente estúpido. No sería difícil, en su opinión, encontrar a una criatura semejante en el Senado. Como su lista, aquello estaba lleno de ellas.
– He cumplido tus deseos, mi dama.
Ella estuvo a punto de reír. Quinto estaba tan serio y estirado, siempre afectando su postura con su nueva toga consular, mientras jugueteaba con la franja de color púrpura oscuro que recorría el borde; pero ella evitó caer en la tentación.
– Entonces tenemos que invitarlos a cenar, para que pueda examinarlos.
– No hay tiempo para eso, Claudia. Marcho hacia el norte esta semana y de veras pienso que te resultará difícil invitar a nadie a casa si no hay hombres por aquí. Causaría un escándalo.
«¡Zorro astuto! -pensó ella-, ya ha elegido a alguien». Pero no hubo señal de ese pensamiento en su respuesta, sino más bien una fingida ansiedad.
– ¿Hacia el norte? Pensé que zarpabas hacia Hispania, y al menos no antes de un mes.
Quinto echó un poco hacia atrás su cabeza, como si fuese a ser esculpido en un busto de mármol.
– Hay problemas en todas las fronteras. Marchamos a Massilia para hacer una demostración de fuerza a las tribus de la Galia Cisalpina, a modo de recordatorio de que deben permanecer en su lado de la frontera.
– Entonces, ¿tendré que esperar hasta que regreses, Quinto? -preguntó Claudia con voz sumisa.
– ¡No! -contestó él de golpe, en una reacción demasiado rápida que intentó disimular con una sonrisa encantadora; todo lo que consiguió con aquello fue parecer un ladrón-. Depende de ti, por supuesto, pero me dio la impresión de que era un asunto de cierta urgencia.
Claudia puso tanta sensualidad y anhelo en su réplica como le fue posible, haciendo que su hijastro se ruborizara.
– Oh, lo es, Quinto. No tienes ni idea de cuánto añoro que un hombre se ocupe de mí.
– Sí, bueno, lo que tú digas -tartamudeó él mientras buscaba la tranquilidad del borde de su toga.
– Entonces quizá deberíamos revisar la lista y ver quién consideras tú que sería apropiado.
Aquello devolvió la confianza a Quinto; de hecho, apenas pudo contener su impaciencia.
– Hay uno o dos de los que pienso que serían muy apropiados.
Los pensamientos silenciados de Claudia estaban de nuevo en conflicto con la sonrisa de su rostro. «Quieres decir que podrías hacer de ellos lo que quisieras. Y eso me conviene, cerdo, porque si ellos se arrodillan ante ti, es muy probable que también lo hagan ante mí».
– Necesito algo de acción.
Tito sonrió a su madrastra, muy divertido por las palabras de Cholón así como por su lánguido movimiento de brazo.
– Una campaña en Sicilia, sin derramamiento de sangre, y te has convertido en un guerrero.
– No me veo armado -replicó Cholón sin captar gran parte de la ironía-, pero estar en un peligro así, rodeado por la amenaza de una guerra inminente, me entusiasma.
– Debería escribir una comedia sobre eso, Cholón -dijo Claudia-. Al fin y al cabo, no lo ha hecho nadie.
El griego se levantó de golpe.
– ¡Has tenido una idea brillante!
– Interesante, Cholón, no brillante -dijo Tito.
Claudia lo miró con una seriedad medio burlona.
– ¿No eres capaz de ver a tu madrastra como brillante?
– Radiante, en todo caso, Claudia -replicó Tito con galantería.
– No una obra -dijo Cholón, aún perdido en su ensueño-. Algo más sustancial. -Sus dos comensales parecían divertidos-. Las obras son efímeras, no están hechas para durar.
– Dudo de que Eurípides estuviera de acuerdo -le reprendió Claudia con una sonrisa.
– Él se ceñía a las verdades eternas y mis antepasados griegos acabaron, entre ellos, con todas ellas. Quedan pocas cosas serias sobre las que escribir, especialmente para el teatro, pero, ¿qué tal una historia?
Tito miró a Claudia con perplejidad antes de replicar.
– ¿Una historia?
Cholón estaba tan entusiasmado que pasó por alto la respuesta sarcástica habitual, que normalmente habría continuado con Tito repitiendo lo que acababa de decir.
– Desde luego, el relato verdadero de una campaña real, como Heródoto y Ptolomeo. Quiénes lucharon y por qué, y el número de tropas involucradas, sin ninguna de esas exageraciones que plagan las obras de gente como Homero.
– ¿Hay algún escritor griego al que admires? -preguntó Claudia, que era distinta de muchas maneras, y no menos en esto, pues para una mujer de su clase, había leído bastante.
– Por supuesto que los hay -replicó Cholón con un gesto insolente, pero no los nombró-. Y tú te vas a una campaña, Tito, ¿no es así?
– Para hacer lo que sugieres sería mejor hacerlo al lado de un general.
– Lo que tú serás en tres años.
Tito se encogió de hombros.
– Eso depende de los dioses, y, por supuesto, de mi hermano. A Quinto no pareció alegrarle mucho que yo fuera magistrado. No sé si me respaldaría para el consulado.