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– La muerte de Lucio Falerio no te ha ayudado -dijo Claudia.

El griego interrumpió, a punto de resoplar de indignación.

– Estoy de acuerdo en que no puedes contar con él, pero tú tampoco te haces muchos favores, Tito. Por ejemplo, podías cultivar la relación con personas importantes en lugar de tratarlos con desdén, que, debo decirlo, es tu manera habitual de tratarlas.

– Te lo prometo, Cholón. Si me dan el mando, puedes venir conmigo.

– Bien -replicó el griego ilusionado-, pero me perdonarás si tomo algunas precauciones, sólo en caso de que no las tomes tú.

– En tal caso, mi dama, ¿estás de acuerdo en casarte con Lucio Sextio Paulo?

La impaciencia de Quinto la crispaba. Él nunca se habría atrevido a tratar así a otro hombre por escasa que fuera su inteligencia, pero su hijastro sufría el mismo prejuicio natural que la mayoría de los hombres: daba por sentado que todas las mujeres eran estúpidas. En el caso de su tonta esposa tenía razón, lo que hacía la condición final que ella pretendía conseguir mucho más placentera, pero primero tenía que parecer reacia, una pobre mujer que necesitaba que la convencieran.

– ¿No es mucho mayor que yo?

Resultaba delicioso ver lo sorprendido que estaba.

– No esperarías un marido más joven que tú, Claudia. Sería de lo más impropio.

Ella bajó su mirada con sumisión.

– Por supuesto, qué tonta.

– Además, es un hombre de buena planta. Con gran dignidad. ¿Cuántos hombres pueden presumir de un perfil tan noble? Todos esos cabellos grises hacen que destaque entre la masa y es rico, mi dama, así que no te faltará nada.

«También es tan inocente como un cachorrillo y tan necio y pomposo como tú», pensó ella, pero sonrió de nuevo cuando se expresó en voz alta.

– ¿Crees que estará de acuerdo?

– Querida Claudia, te subestimas. Aún eres una mujer muy atractiva. Sextio se sentirá halagado.

– No estés tan seguro.

Aquello aguijoneó a Quinto; ella podía ver su mente trabajando a toda prisa para contestar a aquella objeción, pero no podía decirle que Lucio Sextio Paulo haría exactamente lo que Quinto Cornelio, el recién elegido cónsul, le dijera.

– Tengo que hacer una confesión -dijo él suavemente-, puesto que la sola idea que habías tenido me preocupaba. No podía enfrentarme a que te arriesgaras a un rechazo, así que me tomé la libertad de sondear a Sextio Paulo por adelantado.

– ¡Me avergüenzas, Quinto! -gritó ella mientras sus manos tapaban su boca.

– ¿Yo? -Estaba confundido. Al no haber hecho nada semejante, se preguntaba cuál hubiera sido el resultado si lo hubiera hecho-. No era mi intención.

– Bien, pues ahora no tengo elección. Tú me obligas.

– Me disculpo muy sinceramente -replicó Quinto enseguida, intentando mantener su victoria fuera de su tono de voz.

La voz de Claudia cambió completamente y su tono tímido dejó paso a su verdadero timbre, fuerte y directo.

– Y como has hecho esto, Quinto, tengo que exigirte una condición más antes de que sigamos adelante.

– ¿Qué?

Ella le miró directamente a los ojos, sin desviarse lo más mínimo por el obvio enojo de Quinto.

– Quiero que jures, ante testigos, que harás todo lo que puedas para ayudar a que Tito llegue al consulado.

– ¿Tito?

Ella no pudo evitar ser sarcástica.

– Puede que lo recuerdes. Es tu hermano.

– ¡Sé quién es! -gritó Quinto-. ¿Te lo propuso él?

– ¿Me creerías si te digo que no?

– Acepto.

Lo dijo tan rápido que la sorprendió con la guardia baja, pero la mirada de sus ojos fue suficiente para decirle a Claudia que no tenía intención de cumplir. Una vez que hubiera pasado la boda, renegaría, sin importarle a quién había hecho un juramento y no pensaba que ella tenía poder para obligarle. Era el momento de desengañar a su hijastro de esa idea.

– Me complace, Quinto, y sé que mantendrás tu palabra. Al fin y al cabo eres una de las pocas personas con vida que se da cuenta del daño que yo, de recibir una provocación más allá de toda resistencia, puedo infligir al nombre de los Cornelios -él se puso pálido y ella pudo ver que estaba a punto de estallar-. Creo que sería una buena idea ir a por Lucio Sextio Paulo, ¿no te parece?

– No hay nada que puedas hacer -dijo Cholón encogiéndose de hombros-, si Quinto no lleva ese documento ante el Senado.

– Cholón está en lo cierto, Marcelo.

– Deberías atender a tus invitados y apartar el asunto de tu mente.

Marcelo suspiró. Si ellos dos decían que aquello era un caso perdido, debía de serlo.

– Como tu hermano está ausente, Tito, ¿me harías el honor de sentarte a mi mano derecha?

– El honor es mío -replicó Tito con una leve inclinación de cabeza.

Al igual que su joven anfitrión, sabía el gran insulto que había sufrido el muchacho. Quinto, que se habría arrastrado para acudir junto a Lucio cuando aún estaba vivo, ahora, alegando exceso de trabajo, rechazaba una invitación a la primera cena que Marcelo celebraba como anfitrión.

Justo ahora él se distrajo de la conversación cuando Marcelo llamó la atención del padre de Valeria, que antes casi había salido de la casa hecho una furia, y sólo sus amigos habían podido contenerlo al recordarle el daño que provocaría a su familia insultando a su anfitrión. Marcelo había sido un tanto ingenuo cuando el hombre le había mencionado el matrimonio con su hija, pues le había quitado la idea de la cabeza con un tono de voz que sonó lleno de orgullo, aunque en realidad era dolor. «Sinceramente, había razonado el joven, me he dado cuenta de que tu herencia no es el lecho de rosas que parecía al principio». ¡Y aun así tenía que encararse con Valeria!

– Es extraño, pero Marcelo me recuerda un poco a tu padre -dijo Cholón mientras caminaban de vuelta a sus respectivos hogares-. Tú también, claro.

– Me lo preguntó todo sobre él cuando nos conocimos. Me dijo que mi padre fue el romano más noble que había conocido nunca.

– ¡El muchacho tenía razón en eso! -dijo el griego enorgulleciéndose.

Tito le puso una mano en el hombro.

– Me pregunto si la nobleza es una ventaja en estos tiempos.

Cholón se detuvo cuando estaban cruzando el foro romano, justo delante de la curia hostilia, hogar del Senado, y miró directamente a Tito.

– Creo que el difunto Lucio Falerio tenía razón. ¡Sois muy afortunados vosotros los romanos! ¿Cuántas veces te has detenido al borde del desastre para darte cuenta de que el único hombre capaz de salvarte está a tu lado, esperando sólo que lo llames? Ningún otro estado ha tenido tan buena fortuna.

– Ten cuidado, Cholón, o dirás que los romanos estamos haciendo bien alguna cosa.

– Por mucho que me duela admitirlo, Tito, creo que es así. -Señaló el edificio que tenía detrás-. Hay más corrupción y sobornos en ese edificio que en cualquier otro lugar del mundo, aunque el mismo sistema que los produce, produce a la gente que se parece a Marcelo y a ti.

– Estoy de acuerdo respecto a Marcelo -dijo Tito enseguida.

Cholón sonrió y sus dientes relumbraron blancos como la nieve a la luz de las antorchas que había en los muros del foro.

– Tu padre tampoco soportaba los elogios, pero ahí estaba, como Marcelo y tú, para asumir el mando si la República flaqueaba. Esa es vuestra fuerza romana. Habéis creado un sistema que fomenta la corrupción, que enriquece a los hombres más allá de todo sueño de avaricia, si bien cuando hay demasiada podredumbre para mantenerla, cuando el tejido se rasga, recae en manos de hombres de honor, hombres que no se ensuciarían las manos con un soborno.

Tito le dio un golpecito en el pecho.

– Como todos los griegos, eres un idealista incurable. Algún día los dioses decidirán que ya han tenido bastante de nosotros, los romanos. Algún día esos hombres honorables se echarán a perder.