– Entonces, que se preparen los dioses -dijo Cholón, que probablemente había bebido más de lo que era bueno para él.
– ¿No estamos demasiado cerca de un templo para semejante impiedad?
Cholón volvió a sonreír.
– ¿Qué tiene que temer un griego de un templo romano? En el fondo no sois más que bárbaros.
– Desde luego, deseo que seas feliz -dijo Tito, aunque su rostro no hacía más que traicionar sus verdaderos sentimientos hacia alguien como Sextio Paulo.
– Y yo también -añadió Cholón.
– ¿Creéis que he hecho una mala elección? -preguntó Claudia. Ambos dieron una respuesta negativa al mismo tiempo, pero de forma algo azorada-. Bien. Entonces me gustaría que me entregaras tú, Tito. No podría soportar que fuera Quinto quien tuviese el honor.
El ambiente de felicitación no duró un segundo después de que salieran de los aposentos de Claudia.
– ¡Ese hombre es un bufón!
Cholón miró a Tito, que estaba más confuso que enojado.
– Me temo que es culpa mía. Fui yo quien se lo sugirió en primer lugar.
– ¡Sextio Paulo!
Aquello enfadó a Cholón, que sabía que el novio era un recipiente vacío, un don nadie atractivo y sin carácter, pero con dinero, además de un pederasta, por si fuera poco.
– ¿Me tomas por un idiota o qué?
– Empiezo a preguntarme si Claudia ha perdido el juicio.
El griego emitió un pequeño pero potente gemido.
– Una sola noche con Sextio la convencería de que es justamente lo que ha hecho.
Tito se encogió de hombros.
– Al fin y al cabo, es su vida.
Cholón miró a los cielos, como si buscara apoyo.
– Esperemos que no nos invite a cenar con él demasiado a menudo.
– Afortunado Quinto -dijo Tito en son de queja-. De repente un año de dura campaña en Hispania suena muy tentador.
Capítulo Seis
El ejército romano era una fuerza de reclutamiento, no de voluntarios, y cada hombre convocado entraba en la clase militar que exigía su posición social, pero como en la mayoría de las cosas de la República, la teoría difería notablemente de la práctica. Roma tenía legiones activas permanentemente en tantos lugares que el reclutamiento había dejado de ser una simple leva anual. Era cierto que los cónsules, al aceptar una misión, formaban sus legiones cada año, pues nada mejoraba tanto la carrera de un hombre como una guerra victoriosa. Donde las cosas diferían de tiempos pasados era en que esos soldados raras veces se licenciaban.
El viejo legionario que estaba reclutando, un tipo llamado Labenio, engalanado de condecoraciones, miró a aquellos dos con recelo. Que un par de jóvenes bien plantados se presentaran voluntarios de aquella forma, normalmente significaba que habían cometido un crimen, y era posible que hubieran asesinado a alguien y estuvieran intentando huir de la justicia. Aquello no era algo que le preocupara; siempre y cuando mataran a enemigos de Roma, se daría por satisfecho, y en un ejército en el que los oficiales de su rango eran seleccionados mediante reñida competición para los puestos de otros soldados con experiencia, el número de reclutas que consiguiera era un tema de gran importancia. Los tribunos estarían más dispuestos a asignarle al mando de un centurión si demostraba que podía mantener la fuerza de su unidad.
El pretor comprobaría la clase a la que pertenecían en el rollo del censo, pero habían traído sus propias armas y petos, así sin duda serían aptos como hastarii. La legión se dividía en cuatro grupos sociales, según la riqueza: los velites, que actuaban en escaramuzas con armamento ligero; los hastarii, que hacían el primer ataque en batalla, y los principes, viejos soldados veteranos, los mejores de la legión, que seguían a los hastarii para sacar adelante el asalto. El grupo final eran los triarii, que constituían la primera línea en una batalla defensiva o formaban una pantalla para que la atravesaran los otros al retirarse de un ataque fallido.
Esta era la unidad, basada en principio en la posición social de los reclutas, que había conquistado el mundo mediante tácticas contundentes y entrenamiento severo, junto con un sistema de generosas recompensas y feroces castigos, ambos ideados para alentar el valor y poner freno a la dejadez. Áquila tenía que olvidar mucho de lo que había aprendido, porque la manera de luchar de un legionario no solía dejar mucho a la habilidad individual. Eran la fuerza conjunta y la férrea disciplina de las legiones lo que las hacía temidas por los ejércitos formales, así como por las tribus bárbaras.
– Instrucción, instrucción, instrucción -decía Fabio entre jadeos, con la cara roja por el calor y el esfuerzo, mientras el sudor corría a chorros desde debajo de su casco-. Casi no puedo recordar cómo era la vida sin instrucción. Mi lanza ya forma parte de mí, tanto que el otro día intenté mear a través de ella. -Áquila dedicó a su «sobrino» una mirada burlona y descreída-. Es fácil cometer un error, «tío». Soy un niño grande, ¿no lo sabías?
Áquila, que respiraba con esfuerzo, pero a ritmo normal, no tuvo dificultad en encontrar aliento para responder.
– Pues mírate la barriga, eso debería recordártelo.
Fabio reunió energía y oxígeno suficientes para protestar.
– ¿Qué barriga?
– La que solías llevar a cuestas en Roma, «sobrino». Eras una desgracia para el nombre de Terencio, y tu picha tendría que haber sido de la longitud de tu lanza para que te la vieras.
Fabio soltó una tensa risotada.
– ¡Cómo se puede ser tan cabrón! De todas formas, mientras puedas sentirla.
– Vosotros dos, en marcha -gritó su instructor-, u os doy un saco de piedras para que lo carguéis.
Fabio se puso en pie y, tras tomar su espada y su escudo, reanudó su ataque al poste acolchado, dando tajos y cuchilladas, pero, como ya era típico, reuniendo aún aliento para hablar.
– ¿De dónde saca este hombre las piedras? Pesan el doble que cualquier otra piedra que haya visto antes.
Aquello era un castigo blando: un saco lleno de piedras atado a tu espalda para recordarte que no se permitía haraganear, un peso que hacía que cada tarea, desde una marcha hasta arrojar lanzas, fuese mucho más dura. Protestar era peor que inútil; una vez te habías unido a las legiones, los oficiales eran dueños de tu vida. Podían golpearte, flagelarte, azotarte, romperte las articulaciones en la rueda o incluso matarte si robabas a tus compañeros o te dormías durante una guardia. Fabio era aficionado a decirle a su «tío», con el poco aliento que podía reunir, que alistarse en las legiones era la peor idea que había tenido nunca. Aunque Fabio se estaba poniendo en forma, pues el comentario de Áquila sobre su barriga era cierto: ahora estaba plano y su rostro había perdido su aspecto fofo. Ahora estaba flaco y bronceado, y podía correr y saltar con el mejor de ellos, arrojar su lanza, esgrimir su espada y embestir con su escudo contra su jefe con suficiente fuerza como para mutilar a un hombre.
Al ser un granuja ingenioso, Fabio era popular, y aunque en realidad nunca robó nada, infracción que se castigaba con la muerte, a la hora de interpretar las normas tenía la habilidad de tomarlas demasiado al pie de la letra, en especial en lo referente a adquirir cosas extra, como comida. Además de aquello, sentía un completo desdén por la propiedad permanente y le alegraba compartir con sus compañeros, en particular con aquel que estuviera un poco abatido. Mantenía también, sin que hubiera cambiado desde sus días en las tabernas y bodegas de Roma, su capacidad de beber en exceso, lo que no era una gran proeza en un campamento legionario en el que se controlaban con severidad cosas como esa.
Quinto Cornelio, cuyas legiones consulares eran aquellas, venía con frecuencia a examinar a sus tropas. Los tribunos reunieron a sus hombres delante de la plataforma de los oradores para que asistieran al nombramiento de los centuriones, hombres que sólo mantenían su cargo temporalmente y se enfrentaban a la reelección por votación anual. En la práctica, a menos que los tribunos pensaran que habían fracasado o que los considerasen demasiado viejos, quienes habían tenido un alto cargo solían ser reelegidos. Era asunto de cierta importancia para los hombres; lo último que querían era que los dirigiera algún idiota cuyo único talento fuese agradar a los tribunos.