Tras demostrar su identidad con los sacerdotes del templo, y como ya no quedaba nada para él en el lugar en que había crecido, volvió a la Vía Apia y siguió su camino hacia el norte.
En la Colina Palatina, Marcelo Falerio regresaba a una casa que, sin su padre, parecía vacía. Desde que tenía memoria, el espacioso atrio había estado lleno de solicitantes en busca de los favores del político más poderoso de Roma, el líder de los optimates: ahora tenía un aire deprimente. Los esclavos de la familia, que normalmente se ocupaban de atender a los solicitantes, ahora estaban ociosos en sus aposentos por el luto, y no cabía duda de que alguno estaría rezando a sus dioses para que en el testamento de su difunto amo se le concediese la libertad. Resultaba exasperante que hubiera muerto en la cumbre de su carrera, tras haber sofocado una revuelta de esclavos en Sicilia sin combatirla con legiones, como era la norma, sino mediante la pura astucia.
Además de eso, en lugar de llenar las cunetas de las carreteras de rebeldes crucificados, los había devuelto al trabajo en las granjas de las que habían escapado, ahorrando así una fortuna a sus amos, sus compañeros en el Senado, y asegurando también la nueva cosecha a la ciudad. De haber regresado con vida, habría sido vitoreado como un general victorioso por haber derrotado a un enemigo, el hambre, al que Roma temía más que a ningún otro. En vez de esto, había muerto en un charco de sangre que parecía manar de todos los orificios de su cuerpo, mientras su hijo, entre lágrimas, sujetaba una mano que poco a poco rendía sus fuerzas.
El estudio en el que trabajaba tenía el mismo ambiente desnudo, y Marcelo se sentó en la silla curul preguntándose cuál sería su siguiente paso. La presencia de su padre en su vida, así como en las vidas de muchos otros, había sido tan autoritaria, que la ausencia de su aura era casi palpable. Cualquiera que contase para algo en Roma asistiría a las ceremonias que señalaban su fallecimiento, aunque pocos lo harían movidos por amor hacia él. Es más, algunos de los que decían estar afligidos se presentarían sin duda para asegurarse de que su muerte no era una artimaña para pillarlos desprevenidos: Lucio Falerio Nerva había sido el azote de aquellos que, gozando de una buena posición, habían caído por debajo de lo que él consideraba las normas de comportamiento de la clase patricia. Había sido más temido que amado, y el único principio por el que se había guiado habían sido las necesidades de la República a la que tan desinteresadamente servía; de hecho, había dedicado toda su vida a Roma y a la protección de sus lejanas fronteras. El joven podía oír ahora el eco de voz que le reprendía.
– ¡Roma primero y siempre, Marcelo! Júrame que siempre pondrás a Roma por delante de todo.
– Sí, padre -dijo él en voz alta, esperando que el espíritu paterno lo oyese.
Levantó el trozo de papiro en el que había dibujado una imagen de los muros de aquella villa de Beneventum que habían recibido como regalo los cuatro cabecillas de la revuelta de esclavos sicilianos, hombres a los que Lucio había corrompido y sobornado para que traicionaran a su gente ante la perspectiva de una vida de lujo y comodidad. No habían tenido tiempo de disfrutar del engaño: alguien se había vengado y los había matado del modo más sanguinario, y había dejado en las paredes de cada habitación aquel perfil, el dibujo de un águila al vuelo, sólo que el color rojo del original había sido de sangre, no de tinta.
¿Por qué la mera visión de aquella imagen había aterrorizado a su padre? Al verlo, había pedido su litera en un evidente ataque de pánico e hizo un esfuerzo por volver a Roma, quizá en busca de la intercesión de Júpiter Máximo. Había sido en vano: Lucio Falerio, senador superior de Roma, murió como un cualquiera en la Vía Apia, a varias leguas de la ciudad a la que reverenciaba, ignorado, al igual que su hijo bañado en lágrimas, por quienes pasaban por allí, por los ciudadanos para quienes había trabajado tanto y tan duramente.
Dejaba un legado poderoso. No era una gran riqueza; Lucio había dedicado demasiado tiempo al cuidado de Roma y su Imperio como para amasar una fortuna, aunque el muchacho quedaba en una situación cómoda y tenía la perspectiva de un matrimonio que le aportaría una sólida dote. La verdadera herencia era política; como hijo de un hombre tan influyente -con una lista de protegidos demasiado larga como para contarlos-, podía esperar heredar algo de su autoridad. No toda, pues era demasiado joven para eso, pero la suficiente como para dejar su huella en el mundo. Y este era el momento de averiguar cuál era su poder.
Antes de que partieran en aquel fatídico viaje a Sicilia, Lucio había guardado en arcas bajo llave muchos de sus rollos más confidenciales, para que fueran depositados en la bodega. En aquellos recipientes de madera estaba todo lo que necesitaba Marcelo para asumir su posición en el mundo. Bajó con una lámpara por los escalones de piedra desgastada en lugar de subir los cofres al estudio de su padre. Aquello hizo que se detuviera: tuvo que recordarse que ahora el estudio era suyo; él era el cabeza de familia. Había pasado un momento incómodo en el foro, adonde había acudido a anunciar su pérdida, cuando Apio Claudio, el hombre más rico de Roma, le había recordado las obligaciones que tenía con su hija.
Aquello, más que nada, sirvió para que Marcelo se diese cuenta de que ahora era dueño de su propio destino. También subrayaba su potencial; Apio Claudio aún consideraba deseable aquel compromiso. Pero, dado que sus preferencias estaban en otra parte, ¿lo consideraba él de la misma manera? Desde que vistió su toga de adulto se había sentido atraído por Valeria Trebonia, pero toda la familia de los Trebonios estaba fuera de Roma, por lo que aún no había resuelto aquel asunto. Una vez había sugerido a su padre que debería casarse con Valeria, sólo para que su idea fuese puesta en ridículo. Para un Falerio, que podía seguir el rastro del nombre de su familia hasta antes de los reyes Tarquinios, los Trebonios eran unos arribistas que acababan de ascender hacía muy poco y eran indignos de merecer tal unión.
Pero eso era algo para pensar más tarde; ahora era el momento de examinar su herencia. Después de todo un reloj de arena, se sentó entre rollos preguntándose cómo había vivido todos esos años con su padre sin llegar a conocerlo de verdad. Cada rollo le hacía sentir vergüenza; contenían datos personales, ninguno de ellos favorecedor, de toda las personas a las que Lucio había llamado amigos y protegidos. Detalles sobre escándalos financieros y sexuales, qué esposa se había entregado a unas relaciones adúlteras, con los nombres de los hombres implicados, a menudo más de uno, senadores y caballeros que habían robado con descaro al erario público, que habían acaparado productos escasos o que se habían dedicado a una rapacidad denunciable mientras gobernaban las provincias del Imperio.
En uno había un poema y, marcados en una esquina, aparecían los nombres de Sibila y Aulo, que debía de referirse a un oráculo y a Aulo Cornelio, amigo de infancia de su padre, mientras que el resto tenía montones de notas garabateadas. No sacó ningún sentido de su lectura.
Uno someterá a un poderoso enemigo, el otro luchará para salvar el prestigio de Roma.
Ninguno alcanzará su objetivo.
Mirad hacia arriba si os atrevéis, aunque lo que teméis no puede volar.