Para los soldados rasos, aquellos nobles electores eran un grupo de hombres mucho más fáciles de engañar que los oficiales a los que iban a elegir. Los tribunos eran hijos de senadores y de los más ricos de los caballeros; sus edades variaban desde los jóvenes en su primer puesto militar hasta hombres que ya habían empezado el cursus honorum y tenían cargos de ediles. En teoría, ningún hombre podía presentarse al cargo hasta que hubieran pasado dos años desde su último nombramiento, y la mejor manera de mejorar una reputación y satisfacer los costes de ser magistrado estaba en el ejército, en una campaña victoriosa.
Áquila no podía apartar sus ojos de la caballería, los más ricos de entre los admitidos. Tenían que ser capaces de aportar sus propios caballos, así como sus armas. Los hijos de caballeros parecían demasiado elegantes y peripuestos, y, para él, unos jinetes mediocres. Tenían poco que ver con los otros legionarios, y se mantenían apartados de los soldados de infantería, pese a que aquellos hombres eran los encargados de cuidar de sus animales. La diferencia social se mantenía en el campamento de forma más rígida que en la ciudad, pero, en compañía de la caballería auxiliar -mercenarios traídos de lugares como Numidia y Tracia-, ejecutarían su tarea cuando llegara el momento, explorando y protegiendo a la legión antes de una batalla.
Los hombres vitoreaban y refunfuñaban mientras se pronunciaban los nombramientos, dependiendo de su manípulo, pero todos coincidieron en que los tribunos habían hecho un buen trabajo al volver a asignar al viejo Labenio el trabajo de centurión veterano, el primus pilatus. Tenía más condecoraciones que nadie del ejército, era tan fanático en su coraje como imparcial, y no era contrario a reprender a un oficial novato si este intentaba ser condescendiente con él.
El nuevo cónsul ordenó a los centuriones que pusieran a sus tropas en marcha, demostrando así que tenía buen ojo por la manera en que dispensaba elogios y vilipendios. Enseguida comenzarían su larga marcha por tierra hacia el norte, recogiendo a la caballería mercenaria y a las legiones auxiliares que proporcionaban los aliados de Roma. El conjunto formaría una columna de cinco leguas de longitud, con catapultas y equipo de asedio, mientras que los carros del bagaje y quienes seguían a la expedición, mercaderes y prostitutas, además de todas las mulas necesarias para transporte añadirían una cola de unas treinta leguas de longitud en la estela del ejército.
Un ejército romano se instruía sobre la marcha; primero, por la manera en que se formaba y marchaba, después, por la manera en que levantaba el campamento. Los responsables de la supervisión, tribunos y centuriones, cabalgaban a la cabeza, elegían un lugar para el campamento y delimitaban el perímetro; entonces izaban una bandera roja en el sitio más cercano al agua y disponían las posiciones de las carreteras y los terraplenes. Según marchaban por el emplazamiento, cada unidad asumía la tarea encomendada, y la tienda del cónsul se levantaba en el punto más elevado. Después se cavaba una profunda trinchera y se empleaba la tierra para formar un terraplén, doblando así la altura del perímetro defensivo.
Las legiones de Quinto no estaban en peligro mientras marchaban hacia el norte dentro de Italia, pero este deseaba que fuesen del todo eficientes mucho antes de que encontraran cualquier oposición. Los campamentos que construían solían parecerse a los que levantarían cerca de una posición enemiga, con fosos más profundos, terraplenes más elevados y estacas colocadas en lo alto del terraplén para añadir a la muralla defensiva. Mientras construían la primera muralla, la mitad de la infantería y toda la caballería se desplegarían en orden de batalla para proteger a sus compañeros que trabajaban. Una vez completada, los otros se retirarían por secciones para completar la tarea, sólo cuando el campamento estuviera terminado, el juramento pronunciado y los guardias dispuestos para la noche, podrían relajarse quienes no estuvieran de servicio. Es decir, a menos que sus oficiales quisieran emprender la instrucción con las armas.
A los legionarios veteranos que se encargaban de la instrucción no les costó mucho ver que Áquila ya era diestro en el uso de las armas. Cuando arrojaba su lanza, esta avanzaba mucho más derecha que la de los otros. Cuando pasaron de golpear postes a luchar entre ellos, su destreza con la espada era muy superior a la media aceptada. Todos los hombres de su manípulo estaban visiblemente impresionados, excepto, desde luego, su «sobrino».
– ¡Peligro! -exclamó Fabio mientras removía con brío la olla-. ¿Cómo podría estar en peligro? Lo único que tengo que hacer es esconderme detrás de Áquila. Sugiero que todos hagamos lo mismo, porque a él le gusta muchísimo luchar.
Los otros hombres de su sección sonrieron, y no sólo por aquella broma tantas veces repetida. El olor de la olla era mucho más interesante en la sección de Fabio que en las demás; les desconcertaba de dónde había sacado tiempo para birlar un pollo. En cuanto el terraplén estuvo levantado, también había arrancado algunas verduras y una selección de hierbas fuera de los terraplenes.
– ¿Eso quiere decir que mis espaldas están cubiertas? -preguntó Áquila.
– Mi escudo estará bien apretado contra ti, «tío», con su umbo clavado en tu culo. No te preocupes, tendrás placer por delante y por detrás.
Oyeron el crujido de unos pasos sobre la tierra y levantaron la mirada. Labenio, acompañando a un tribuno llamado Ampronio en su ronda, intentaba llevar al oficial más allá sin detenerse junto a ellos, pero el olor de la olla era demasiado atrayente y el tribuno se detuvo, olfateando. Era joven, de cara delgada, con ojos grandes y una elegante nariz huesuda que le daba un aspecto altivo.
– ¿Qué hay ahí? -exigió.
Fabio se puso en pie de un golpe, preparado para dar una respuesta honrada, aunque vaga.
– Nuestra comida, señor.
Los otros estaban poniéndose en pie cuando el tribuno respondió con los labios fruncidos y voz susurrante.
– No seas insolente, soldado.
Fabio tenía un gesto de pureza en su rostro, una expresión anodina carente de significado, que es la expresión más insolente que un hombre puede adoptar delante de la estupidez de un superior. El tribuno avanzó y metió su vara en la olla. Un enorme muslo de pollo, inconfundible en su forma, salió a la superficie.
– ¿Pollo?
– ¡No, señor! -espetó Fabio. Pudo ver el gesto de disgusto en el rostro del tribuno y cómo se ponía a pensar en alguna forma de castigo para aquella flagrante negación de una verdad evidente. Fabio podía pasar aquello, pero el cabrón podía confiscar su cena.
– No es un pollo, es un pichón. Nunca había visto uno como este pajarraco. Se cayó de un árbol, honorable, justo sobre la punta de mi lanza. Se suicidó, hablando en plata. Probablemente no podía volar de lo gordo que estaba.
El tribuno quedó boquiabierto, engañado en apariencia durante un segundo por la completa sinceridad de la respuesta de Fabio. Los que estaban a su alrededor tuvieron que apartar sus miradas mientras se esforzaban por no reír, y Labenio interrumpió enseguida, con su rostro curtido mostrando su esfuerzo por contener la risa.
– Bueno, pues es un buen augurio, soldado. Tendremos que hablarle de esto al general, señor.