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La mención de Quinto Cornelio hizo que Ampronio no dijera lo que estaba a punto de decir, pero en su tensa mandíbula y en la mirada de sus ojos era evidente su enfado. Con su interrupción, Labenio había adoptado un tono cordial, que resultaba tan insultante como el de Fabio.

– Nada como un buen augurio al principio de una marcha para dar coraje a los hombres -añadió Labenio-. El general puede decírselo por la mañana, que los augurios son brillantes. Podría significar que este ejército nunca va a pasar hambre.

Labenio le había interrumpido y el tribuno estaba furioso, la vara se retorcía en sus manos mientras luchaba por controlar su enojo, pero dio la vuelta y se alejó. Labenio caminó hacia Fabio, que aún se mantenía firme, volvió la cabeza y miró al cielo nocturno.

– Si resulta que es uno de los pollos del gallinero del sacerdote, te meteré una flecha en llamas por el culo.

Fabio bajó la cabeza de golpe.

– ¡No soy tan estúpido!

– Por eso he intervenido, soldado -Labenio se volvió despacio, abarcando a toda la sección con un largo vistazo-. La próxima vez que robes un pájaro, roba también uno para los oficiales y regálaselo.

– No parece del tipo de los que aceptan que les regalen comida -dijo Áquila.

– No, aquí en Italia no. Pero cuando estemos en la Galia, muchacho, o en Hispania, muy lejos de todos esos mercados tan a mano, y el hijo de puta lleve dos semanas a base de polenta, te besará las nalgas por un bocado de buena carne.

– Tú siempre eres bienvenido, Espurio Labenio -dijo Fabio.

El viejo centurión sonrió con gesto lobuno. -Ya lo sé, soldado. La gente como yo siempre es bienvenida.

Estaban entre Vada Sabatia y el pie de los Alpes cuando Marcelo se unió por fin a las legiones y sus fuerzas auxiliares, aproximándose ya a la primera área en la que se podría decir con acierto que el ejército estaba en peligro. Los boyos, una tribu celta, aún ocupaban las colinas y se aventuraban a menudo muy hacia el sur si nada se interponía en su camino. Se trataba de los mismos hombres que habían ayudado a Aníbal a pasar sus elefantes y su ejército por los altos pasos bloqueados por la nieve. Pese a toda su inteligencia, el general cartaginés habría muerto en la nieve si las tribus locales no le hubieran mostrado el camino. También habían reforzado sus tropas, de forma que cuando tomaron contacto con las legiones romanas, las dirigía su liderazgo, aliado a la fuerza bruta celta. En consecuencia, se ganaron un gran respeto.

¡No es que aquello les hubiera impresionado! Poco había cambiado su actitud en las décadas intermedias. Quinto había batallado con ellos como joven tribuno. Ansioso por luchar, confiaba en la idea de que pudieran descender de su refugio montañoso en gran número, para un enfrentamiento de verdad; el general que los derrotara y pusiera al fin a las tribus alpinas en la órbita de Roma habría conseguido un gran triunfo, pues los consideraban una espada dirigida al corazón de Roma. Decidió proceder despacio para presentarse ante ellos con una oportunidad, pues sabía que para los hombres de las colinas y las montañas las legiones eran un blanco tentador. Roma era el enemigo supremo, que buscaba destruir su antigua existencia pastoril y meterlos en el redil del Imperio agrario que despreciaban.

La tienda de mando estaba llena hasta los topes cuando Quinto dio sus órdenes. Como el más joven de los tribunos, Marcelo permaneció bien en la retaguardia, capaz de identificar a la mayoría de los hombres de la tienda porque los había conocido en algún momento en casa de su padre. Era una muestra de la creciente estatura de Quinto que tantos de los viejos clientes de Lucio estuviesen deseosos de salir en campaña con su sucesor nominal, así como su disminuida posición se deducía fácilmente por la manera cortés de ignorarlo que tenían.

– Espero que nos ataquen -dijo Sérvilo Laterno, otro joven tribuno que estaba a su lado, y su rostro estaba tan ansioso como las palabras que había empleado-. Será el bautismo de sangre de los hombres.

Marcelo lo miró detenidamente. Bajo, rechoncho, de rostro sincero y honesto, sintió la tentación de preguntarle a Sérvilo si alguna vez había visto un derramamiento de sangre en batalla como el que había visto él en las aguas de Agrigento, en Sicilia, pues sabía que era fácil ser valiente de antemano. La primera vez que había arrojado una lanza contra un blanco humano consiguiendo una muerte, había sido tal su excitación que fracasó en ver el peligro en que estaba; si Tito Cornelio no lo hubiese derribado, también él habría muerto. Pero decidió no revelarlo: el otro joven estaría obligado a preguntarle dónde había entrado en acción y contárselo habría sido imposible, pues incluso la interpretación más mundana de aquella lucha marítima habría sonado como algo demasiado pretencioso.

Quinto acalló el murmullo que habían producido sus órdenes.

– Cualquier sección de la carretera que haya sido dañada la repararemos sobre la marcha. Quiero que los carros del bagaje vayan entre las legiones a partir de ahora, con la caballería formando una línea defensiva en el flanco orientado tierra adentro.

Su rostro asumió un gesto triste, que subrayó la manera en que bajó la voz.

– En realidad es poco probable que encontremos fuerzas de importancia. Somos demasiado poderosos y debo advertiros de que no buscamos una auténtica batalla. Esto sólo es una demostración de fuerza. Nuestro destino sigue siendo Massilia, desde donde nos embarcaremos hacia Hispania, pero esta demostración será en vano si se nos ve vulnerables. De lo que tenemos que protegernos es de grupos de asalto en busca de trofeos.

Marcelo quiso preguntar qué sucedería si atacaban desde el flanco que daba al mar. Le resultaba evidente que un pequeño grupo de asalto podría hacerlo cruzando delante de la legión antes de que esta llegase, pero era demasiado joven y demasiado inexperto como para andar cuestionando las órdenes de un cónsul.

– En ningún momento nos enzarzaremos en una persecución, señores. Nuestro trabajo está en Hispania, no aquí al pie de los Alpes. -Aquello levantó otro ruidoso alboroto, pues unos lo aprobaban, aunque la mayoría no estaba conforme. La voz que levantó el joven cónsul los silenció a todos-. Es la táctica favorita de los celtas. Envían una pequeña partida a la que perseguimos con nuestra caballería, y entonces una fuerza mayor la aísla demasiado lejos como para que la infantería interfiera. No necesito recordaros lo desaventajados que estaríamos en el futuro sin la caballería.

A continuación hubo más instrucciones, pero había un patrón rígido para la formación de una legión en marcha, por lo que el orden en el que avanzarían los aliados y ellos ya estaba establecido. El cuerno, que había sonado para despertarlos una hora antes, sonó de nuevo, y mientras los oficiales salían de la tienda, Marcelo miraba a Quinto. El mando era idóneo para él, pues aquella expresión ligeramente maliciosa había desaparecido; con su peto decorado y en su mano el bastón que indicaba su imperium consular, su aspecto completo era el del general competente.

– Vamos, Marcelo -dijo Sérvilo cogiéndolo por el brazo. Todo había empezado a desaparecer: mesas, sillas y los símbolos del regimiento que había al fondo, mientras los sirvientes del cónsul se preparaban para partir-. No te quedes por aquí o esos hombres desmontarán la tienda contigo dentro.

Durante los siguientes dos días, Marcelo se puso al día con los requisitos de sus obligaciones, que no tenían nada que ver con luchar y sí con organizar y disciplinar a aquellos que estaban bajo su mando. Dirigió a sus hombres en la marcha, revisó el trabajo que habían hecho en las defensas del campamento, supervisó la distribución de raciones y asignó los turnos de guardia.

– Nos han asignado al nuevo -dijo Fabio al tiempo que desplegaba la tienda-. Puede que nos divirtamos con él.

– Yo me andaría con cuidado, Fabio -replicó uno de los otros-. Puede que se le haya metido en la cabeza divertirse un poquito con la piel de tu espalda.