Fabio rio.
– Me han dicho que este es tan noble como los demás, y que tiene una mansión en el Palatino.
Áquila soltó una risotada.
– Entonces puede que haya tenido el honor de que le robara Fabio Terencio. Mira a ver si sólo calza un zapato rojo.
Fabio le guiñó un ojo.
– Quizá sea así, pero no vayas soltando eso por ahí, por si acaso.
– ¿Cómo has dicho que se llama? -preguntó otro hombre que estaba ordenando los postes y las cuerdas.
– Marcelo Falerio.
El ritmo de trabajo de todos ellos se disparó al oír que la voz de Tulio Rogo cortaba el aire. Si la tienda del tribuno no se levantaba al doble de la velocidad normal, su centurión sería el responsable y no era de aquellos que sufrían en silencio. Áquila quedó paralizado ante la mención de aquel nombre, que estaba grabado a fuego en su memoria, y meneó la cabeza con violencia. Un Falerio había sido el responsable último de la muerte de Gadoric, pero también era un hombre mayor, por lo que seguramente no era la misma persona.
– Muévete, Terencio -soltó Tulio.
Áquila oyó el silbido de la vara de sarmiento surcando el aire. El centurión estaba aún a varios pasos de allí, pero se aproximaba deprisa, y ese sonido significaba que usaría la vara. Áquila se enderezó en toda su altura, se giró rápidamente y miró a Tulio con sus ojos azules relampagueando de ira. El águila de oro relumbró en su cuello, lo que en cierto modo añadía una dimensión aterradora a su aspecto, y la vara se detuvo de repente, así como hizo el centurión. La mirada de los ojos de Áquila no era de insolencia, era algo más, algo mucho más peligroso, y dada la estatura del muchacho, su fuerte constitución y sus poderosos hombros, Tulio razonó que ahora podía no ser buen momento para enfrentarse a él. No podía tratar a la ligera a la persona que tenía delante, pero llegaría el día en que Áquila Terencio hiciera algo grave, un delito que se castigara con la muerte. En su posición de autoridad, Tulio podía permitirse ser paciente, pero algo tenía que decir, pues debía mantener su dignidad.
– Ponte en marcha, gusano. O sentirás esto en tu espalda.
Áquila volvió al trabajo, pero el centurión sabía que su amenaza poco tenía que ver en ello, y estaba en lo cierto; el soldado, que había agarrado el amuleto que llevaba al cuello, no lo había oído.
Áquila se encargó de la primera guardia, por lo que estaba fuera de la tienda mientras Marcelo tomaba su comida de la noche. Al ser una noche templada, el faldón de la tienda estaba levantado para exponer el brillante interior iluminado. La tienda estaba suntuosamente amueblada, con todo el lujo que un joven noble romano sintiera que necesitaba en una campaña, y gran parte de su contenido eran oro, plata y madera bien pulida, mientras que un humo perfumado se elevaba desde un brasero para mantener los insectos a raya. Marcelo tenía varios invitados y dominaba la conversación, por supuesto, aquello que los rodeaba: las legiones y la perspectiva de la batalla. Áquila podía oler la comida, que intentaba identificar con cada uno de los numerosos platos que iban apareciendo, pero los aromas se le escapaban. Aquellos jóvenes comían cosas que él nunca había visto ni olido en su vida. Como estaba tan cerca, también podía oír todo lo que decían por el faldón levantado. Aunque ya había montado más de una guardia, esta fue la primera vez que se molestó realmente por escuchar las conversaciones que tenían lugar a su alrededor.
Lo hizo ahora, prestando especial atención a la voz de su tribuno, Marcelo, y no pudo evitar darse cuenta de que había un alto grado de arrogancia en aquellos jóvenes. Hablaban libremente y con desprecio, etiquetando con frecuencia a sus soldados de campesinos ignorantes. Era como si él y el hombre que estaba al otro lado de la entrada no estuvieran allí, como si se hubieran vuelto invisibles sólo por su rango. Los tribunos de la tienda asumían que tenían derecho al mando por su nacimiento. Cuando no conversaban sobre la perspectiva de la gloria militar, especulaban sobre su futuro político, haciendo apuestas sobre quién sería el primero en conseguir un cargo de magistrado.
Se dio cuenta de que empezaba a sentirse molesto; por primera vez desde que se había alistado, echaba de menos estar él al mando, como lo había estado por un tiempo en el ejército de esclavos sicilianos. Nada de lo que había visto indicaba a Áquila que aquellos hombres fuesen de por sí mejores soldados, aunque ellos hacían constantes alusiones a su superior destreza. De haber estado de humor para ser justo, Áquila habría reconocido que Marcelo Falerio no participaba de tal fanfarronería, pero no lo estaba, y su enojo era bastante profundo para cuando fue relevado. Los hombres de la tienda habían tomado mucho vino, lo que hacía que sus carcajadas y sus intentos de ser ingeniosos fuesen aún más ruidosos y mortificantes para el hombre que estaba fuera.
Marcelo notó distraído que había comenzado el proceso por el que se cambiaba la guardia, pero estaba demasiado ocupado escuchando a Ampronio como para prestar ninguna atención. Así fue hasta que el soldado que estaba siendo relevado gritó sus respuestas al comandante de guardia, y lo hizo en voz tan alta que toda conversación dentro de la tienda se volvió imposible, así que se levantó de su diván y salió a investigar. El legionario, alto, con las puntas de su cabello dorado rojizo asomando por debajo del casco, se puso rígidamente en postura de firmes, como hicieron el soldado que tenía enfrente y el centurión a cargo del relevo.
– Tulio Rogo, estoy a favor de la disciplina estricta, pero también de entretenerme. Por favor, ordena a tus hombres que bajen la voz.
Estaba justo delante de Áquila, el culpable, y puesto que eran de la misma altura, sus cabezas estaban muy próximas. Pero Áquila no estaba allí, pues no era parte de la tarea de un joven tribuno fijarse siquiera en un recluta, es decir, a menos que quisiera que lo azotaran. Áquila tuvo la vaga sensación, a la luz de las trémulas antorchas, de haberlo visto antes en algún lugar -mientras tanto, Tulio reconocía la orden y, puesto que el relevo ya había terminado, marchaba con los hombres que habían sido relevados. No se dirigió a Áquila hasta que estuvieron bien alejados de la hilera de tiendas.
– ¿A qué venía eso? -le dijo enfadado-. ¿Por qué tanto grito? Ya tengo bastantes dificultades sin los que son como tú como para que te inventes otras nuevas.
Áquila hervía por dentro. Sabía que corría el peligro de explotar con Tulio delante de él, pero se las arregló para controlar el deseo de golpear al centurión. No era nada personal, sólo que aquel hombre representaba a la autoridad.
– No temas, Tulio -replicó a través de sus dientes apretados-. Siempre te elegirán. Esos nobles cabrones siempre van a necesitar a alguien que les haga los recados.
Tulio enrojeció de ira. Una vez había corrido con éxito en una Olimpiada en Grecia, lo que le había hecho bastante famoso en determinado sector de la sociedad romana. No era ningún secreto que muchos de ellos eran tribunos y que aquella distinción como corredor le había ayudado a alcanzar su rango. Pero semejante ascenso no había llegado acompañado de confianza; ser comandante era algo muy distinto de ser soldado. El propio centurión se preocupaba por ello, temeroso de que su falta de habilidad en esa área condujera al desastre. En realidad no era mal soldado, pero pensaba que podía serlo y eso invocaba un temor que a veces le costaba controlar.
– Si estás buscando unos latigazos, Áquila Terencio, puedo hacerte el favor fácilmente.
El gruñido de la voz de Tulio difería marcadamente de sus pensamientos. Sabía que el hombre al que se estaba dirigiendo era diez veces mejor soldado que él; era evidente por la manera en que se desenvolvía y manejaba sus armas. Áquila era además un líder nato, popular entre los otros legionarios, justo el tipo de hombre que Tulio necesitaba para hacerle sentir más seguro en batalla. Cierto, podía castigarle y probablemente, en su momento, lograr que lo ejecutaran, pero si veían que lo hacía por despecho, tendría necesidad de ser muy cauteloso a la hora de entrar en batalla con las tropas restantes. Podría encontrarse muy fácilmente con que, cualquier día brillante, lo empujaban contra las lanzas del enemigo con un sólido muro de escudos cerrándose detrás de él. Ser un centurión te daba poder, pero no era uno ilimitado, y los reclutas tenían su propia forma de asegurarse de que su inmediato superior no llegara demasiado lejos.