Áquila le evitó tener que tomar una decisión al darse cuenta de que, mientras hablaba, estaba volcando su ira sobre la persona equivocada. Se disculpó de manera reglamentaria, lo que sonó forzado e insincero, pero fue suficiente para Tulio.
– ¡Ándate con ojo! -replicó el aliviado centurión.
Capítulo Siete
Claudia se inclinó por encima de su nuevo marido, con sus manos puestas sobre los hombros de él y sus ojos revisando los papeles que tenía delante. Podía oler su cuerpo, o más sinceramente el tenue aroma de los aceites perfumados con los que solía cubrirlo. Su cabello plateado, cepillado cuidadosamente, brillaba junto a los ojos de ella.
– ¿Te molesta mi presencia? -preguntó.
– Nunca, nunca, nunca -dijo él rápida y sinceramente, mientras levantaba la cabeza y se giraba dando golpecitos con su mano en la de ella. De perfil, su nariz era imponente, aguileña y patricia. Claudia pensó que pese a todos los subterfugios y mentiras descaradas de Quinto, se las había arreglado para encontrarle el perfecto marido. Sextio no sabía nada de las maquinaciones de Quinto, pero compartía de corazón los sentimientos de Claudia. Atractivo y vanidoso, y muy posiblemente el hombre más rico del Senado, siempre había temido que si se casaba, sería por haber sido elegido a causa de su considerable riqueza.
La idea nunca le había atraído; Sextio quería que lo quisieran por sí mismo, la única persona de la que se ocupaba en el mundo. Claudia había sido un regalo de los dioses, rica por derecho propio y de una familia noble y famosa. Podía perdonar el toque sabino de su linaje, pues también era una hermosa mujer, que afortunadamente no le hacía demasiadas exigencias. La consumación de su matrimonio no había sido un éxito resonante, si bien Claudia no se lo había echado en cara; en vez de eso, mientras se echaba toda la culpa a sí misma, le había asegurado que apreciaba su compañía. Así que Sextio se ahorraba la prueba del lecho matrimonial y sacaba la mayor parte de su placer en otro sitio; con discreción, por supuesto.
– Para ser absoluta y completamente sincero contigo, Claudia -dijo, usando, como siempre, diez palabras donde dos habrían bastado-, estoy francamente sorprendido de que muestres el más mínimo grado de interés.
– Debe de ser la sabina que hay en mí, maridito, la que causa este interés por la agricultura.
Sextio frunció el ceño; aquella referencia a su linaje le inquietaba, pues era algo que podía perdonar sólo mientras no se mencionase.
– Debo discrepar contigo. Describiría lo que justo acabas de decir como muy romano en realidad.
– Nunca hubiera imaginado que un hombre pudiera ser dueño de tanta tierra, y toda ella tan cerca de Roma. -Su dedo se movió por el mapa-. Al norte, al sur, al este y al oeste, es maravilloso.
– Mi querida Claudia, uno no desea alejarse demasiado de la ciudad. La vida fuera de Roma puede ser en exceso monótona, a menos que te alejes hacia el sur. Aun así, ya sabes…
Era extraño en él no terminar una frase, pero no pudo pronunciar las palabras que la concluirían. A Sextio le gustaba el sur; las ciudades griegas eran mucho más acogedoras y placenteras para él que Roma, aunque las cosas en el norte habían mejorado desde su juventud. Pero era parte de su ficción, como severo romano, visitar lugares como Neápolis sólo muy ocasionalmente: demasiadas visitas podrían alentar las malas lenguas.
– ¿Puedo acompañarte cuando visites las granjas?
Las cejas plateadas de él se levantaron.
– ¿Cómo se te ocurre algo semejante, Claudia?
La voz de ella sonó débil y apremiante.
– Sé que no es algo corriente, maridito, y que entonces la gente podría hacer bromas, diciendo que somos inseparables.
Sextio apenas se detuvo para tomar aire; pese a toda falta de peso intelectual, tenía el grado justo de astucia y estaba claro que la idea le resultó atractiva, como Claudia pretendía que ocurriera. Él, por supuesto, se consideraba muy inteligente, un experto en desvelar los motivos más profundos detrás de las simples palabras de los demás. También se tenía como muy capaz de enunciar oscuros subterfugios, opinión que era del todo contraria a la verdad.
– Eso harían, Claudia. Y, digo yo, dejemos que lo hagan. Por cierto, ¿alguna vez has visitado las ciudades griegas del sur?
Áquila, que una vez más montaba guardia delante de la tienda de Marcelo, se llevó la lanza al pecho en señal de saludo cuando el joven tribuno se acercó. El oficial podía examinarlo de arriba abajo sin problema, mientras que Áquila tenía que intentar examinar a Marcelo al tiempo que mantenía su estirada posición de centinela. Ambos eran más altos que la mayoría de la gente de su edad, pero ahí acababa el parecido, pues la piel oscura y el cabello negro del oficial contrastaba de forma notable con su propio color. Marcelo lo saludó con un movimiento de cabeza cuando se puso firme, añadiendo una sonrisa. Natural y sin afectación, no consiguió su propósito, pues el centinela la interpretó como un intento deliberado de subrayar el abismo que había entre los dos. Entonces el tribuno se detuvo y lo miró de arriba abajo y sus ojos se detuvieron en la cadena dorada que colgaba del cuello de Áquila y fue entonces cuando el inspeccionado lo reconoció.
De pronto estaba de vuelta delante de la villa de Barbino, cerca de los bosques, al otro lado de los cuales vivía con Fúlmina, el día que llegaron los leopardos. Mientras se ocupaba de vigilar el rebaño del senador, había visto llegar la jaula y había hablado con el hombre que había llevado aquellas bestias a la villa, unos animales elegantes y con manchas que se movían con una gracia que le admiraba y cuyos ojos nunca estaban quietos. Este cabrón estuvo presente e incluso entonces había cabreado a Áquila con su perfumada perfección: sus cabellos bien cuidados, su cuerpo limpio y perfumado con aceites, y sus ropas limpias. ¿Había sido este mierda o el propio Barbino quien lanzó a los leopardos contra las ovejas? Daba lo mismo, había acabado de forma sangrienta. Además, era un época que había quedado grabada en su memoria por otra razón: al día siguiente, cuando había ido a buscar a Sosia, el capataz de Barbino había experimentado un salvaje placer al decirle que ella se había marchado.
El amuleto quedaba escondido bajo su uniforme y era evidente que Marcelo Falerio se preguntaba qué colgaba de la cadena. La sangre de Áquila volvió a hervir por aquel examen cercano y, para él, insensible. Aún se resentía de los pensamientos que había tenido la noche anterior y el destello de enojo que sentía ahora era por tener que esperar delante de este oficial. Este hombre, cuyo padre había dado las órdenes que habían matado a Gadoric, podía hacer que lo azotaran a su antojo o darle órdenes que lo llevaran a una muerte segura, y no había nada que él pudiera hacer. Fabio, que marchaba a su lado al día siguiente y escuchó sus quejas, no veía a dónde quería llegar.
– Así está hecho el mundo, Áquila. Están ellos, que han nacido ricos, y después nosotros. Nada va a cambiar eso.
– Y yo seré legionario toda mi vida, mientras que algún día él comandará el ejército.
Fabio le dio un higo.
– Para eso lo criaron.
– Ni siquiera sabemos si sabe luchar -soltó su «tío», con los ojos fijos en la decorada coraza de la espalda de Marcelo.
– Yo creo que sí, Áquila.
Áquila pensaba que montar a caballo debía de ser más fácil que marchar a pie.