– Te cae bien, ¿verdad?
Fabio levantó su escudo sobre su cabeza para que el sol no le diera en el cuello.
– Claro que sí. Es educado, siempre saluda a los hombres con una sonrisa y no anda metiendo las narices en sitios que no le conciernen.
– Eso es porque no sabe que existen y esa sonrisa puede querer decir que es un imbécil. Se lo deja todo a Tulio.
Marcelo llevó su caballo a un lado de la carretera, desmontó y se quedó allí acariciando el cuello del animal mientras los hombres marchaban adelante. No pudo dejar de fijarse en el rostro que le miraba fijamente y no se sintió a gusto con el gesto, una mezcla de antipatía y desprecio casi pensado para obligarle a reaccionar. Le evitó la necesidad de hacerlo el soldado que marchaba junto al otro, que dio tal empujón al legionario de ojos azules que este tuvo que responder bruscamente para evitar una colisión.
– Mira al frente -dijo Fabio en un susurro. Habían adelantado al tribuno antes de que volviera a hablar-. ¿Qué pretendes hacer, ganarte una paliza?
– Intento ver de qué pasta está hecho.
– Está hecho de carne y sangre, Áquila, igual que tú y yo, y ya veremos su calidad la primera vez que nos metamos en una batalla de verdad.
Marcelo volvió a la fila al lado de Tulio, llevando a su caballo de las riendas.
– Dime, centurión, ¿qué opinas de esos hombres?
El centurión esperó un poco antes de responder, pues llevaba siendo soldado el tiempo suficiente como para sospechar que se trataba de una pregunta con trampa. Su lema era contar a sus superiores lo que querían oír, sin exagerar demasiado ni crearles sospechas, pero algo en los ojos de este joven tribuno le decía que no debía hacerlo. Aun así, un poco de fanfarronería no le haría ningún daño, un recordatorio de que, en este grupo de soldados, él era uno de los pocos que había estado en una batalla.
– Cuesta decirlo, honorable, pero no muchos de ellos han visto un combate antes. Y puesto que son novatos en esto de las campañas, me atrevería a decir que están aún un poco verdes.
Marcelo sonrió.
– No pareces un tipo que sea blando con ellos.
– Y no lo soy, señor, pero nunca se puede saber cómo es una legión estando dentro de Italia. La vida allí es demasiado fácil.
– Ya no estamos en Italia, estamos en la Galia.
Tulio miró primero el mar, azul y chispeante, y después las colinas, plagadas de campos y terrazas.
– Pero aún es un país manso, señor, es fácil saquear. Yo esperaría a que tengan que matar sólo para comer antes de confiar en su templanza.
Aquello hizo que Marcelo frunciera el ceño al recordar que el mayor atributo de su padre como soldado era su capacidad como intendente.
– Si les abastecemos de forma apropiada, no tendrán que hacerlo.
Tulio asintió, pero no dijo nada. No sería él quien le dijera que también él era un poco blando ni que lo consideraba un cabroncete engreído, que poco o nada sabía sobre la vida en el ejército.
El primus pilatus, Espurio Labenio, estaba sobre el terraplén, mirando hacia el norte, cuando Áquila subió para ponerse detrás de él. El hombre no se dio la vuelta, así que Áquila se acercó a él con la mirada fija en las lejanas montañas que iluminaba la luna. Quería hablar para preguntarle a aquel soldado condecorado acerca de su pasado y no era sólo la diferencia de rango entre ellos lo que lo detuvo. Fue que Labenio casi parecía perdido en una especie de oración silenciosa, pues se mantenía rígido y contenía su aliento a la fuerza. Por fin sus hombros se distendieron y una ráfaga de aire que salió de su nariz indicó que se había relajado. Habló entonces, con voz grave y triste.
– En esas montañas reposan los huesos de muchos legionarios -se volvió y miró a Áquila, fijando sus ojos en el cabello del joven, que había vuelto a crecer después del rapado que había soportado al alistarte-. No sólo allí, desde luego. Llevo en las legiones unos veinte años y a veces pienso que he enterrado más hombres que los que he dirigido en batalla.
Áquila se acordó de Didio Flaco; el hombre que lo llevó a Sicilia también había sido centurión, uno duro y lleno de cicatrices de batalla, aunque se había visto forzado a mendigar un trabajo a Casio Barbino cuando terminó su servicio. Tras veinte años de servicio a Roma, Didio Flaco sólo había ganado lo suficiente como para llevar una vida apretada, sin lujos ni una joven esposa que le calentara la cama, sólo más trabajo duro. Aunque había sido el destino lo que le había llevado a pasar por casa de Dabo en su viaje al sur, tras haber sido comandante de Clodio, fue él quien le habló a Áquila de la muerte de su padre adoptivo en Thralaxas.
A pesar de su ruda naturaleza, Flaco había sido bueno con Áquila, aunque ahora resultaba doloroso recordar la manera en que ignoró la verdad, cerrando sus ojos ante la crueldad infligida a los esclavos, a los que el viejo hacía trabajar hasta la muerte. Semejante ceguera había convertido aquello en una época feliz; matar a Toger de un lanzazo hizo que los otros, a los que Flaco había reclutado en las cloacas de Roma, le respetaran. Había pasado de ser un chico a ser un hombre, e incluso aquella chica, Foebe, había sido su concubina griega. ¿Qué habría sido de él si el día que Flaco y él cabalgaron hasta Messina para encontrarse con Casio Barbino no hubiera visto a Gadoric medio muerto en la cruz? Lo que vio fue la forma en que había muerto Flaco, víctima de los mismos esclavos a los que antes había tiranizado.
– ¿Y sólo eres centurión aún? -dijo Áquila, sin estar seguro de a quién se dirigía, al ex soldado que le había visto hacerse un hombre o este que estaba cerca de él, aún en servicio-. No es mucho para toda una vida de dedicación.
Cuando respondió, Labenio parecía sentir más resignación que enfado, aunque tenía derecho a esto último teniendo en cuenta que lo que el joven había dicho quebrantaba seriamente los límites de la disciplina.
– Hubo un tiempo en que habría azotado a cualquier hombre que se dirigiera a mí de esa manera.
Áquila se volvió y miró a aquel hombre maduro; la luz de la luna resaltaba las condecoraciones que cubrían la parte delantera de su coraza, así como el brazalete que llevaba. Labenio había ganado seis coronas cívicas, el segundo honor más alto de las legiones, que sólo se concedía a un soldado que hubiera salvado la vida de un ciudadano romano en batalla y hubiera mantenido su posición todo el día. A la luz también se apreciaba el brillo de lágrimas en sus viejos ojos.
– ¿Por qué ahora no?
– Quién sabe, puede que sea por la presencia de aquellas montañas y de las almas de los que han partido.
– ¿También hará que respondas a mi pregunta sobre tu rango?
Labenio lo miró de arriba abajo, y sus ojos se detuvieron en el amuleto de su cuello, que centelleaba a la luz de la luna sobre el fondo de su túnica de color rojo oscuro. Se preguntó si el muchacho sabía que su baratija había sido motivo de discusión entre los oficiales jóvenes.
– He estado observándote, Áquila Terencio.
– Me sorprende que conozcas mi nombre.
– ¡Que no te sorprenda! -replicó Labenio con un dejo de aspereza-. Me fijé en ti el día que te alistaste.
– ¿Por qué?
Labenio miró otra vez al norte.
– Luchábamos continuamente contra los celtas cuando yo tenía tu edad, les arrebatamos toda la llanura del norte y sometimos sus tribus a Roma.
– ¿Pero las montañas no?
– Hay tribus al norte que ven esas montañas como su defensa. Esos son diferentes, más altos y más fuertes, hombres que creen que el camino a la felicidad es morir en batalla, así que vienen al sur, a través de los pasos, con ayuda de los montañeses, para incendiar y destruir. Luché contra ellos con el padre del general, Aulo Cornelio, antes de que fuera cónsul.
– ¿Vencisteis?