– Tomamos los pasos de montaña, pero no creo que ganáramos, no contra esos hombres del norte. Creo que cuando tuvieron bastante simplemente se volvieron a casa.
– ¿Y yo te recuerdo a ellos?
– Supongo que no soy el primero que te lo hace saber -replicó Labenio, mirándolo otra vez-. Y eso que llevas al cuello no es romano. -Su voz asumió un tono diferente, más serio-. Pero no es sólo eso. Tan joven como eres, ya eres un luchador. Tienes cicatrices que sólo luce un hombre que ha sido soldado, aunque tienes la edad justa para estar en las legiones. ¿Dónde luchó alguien como tú, Áquila? Dices que eres de cerca de Aprilium. No, con un pelo como ese no. ¿Fue ahí arriba, hacia el norte, entre huesos de romanos muertos?
– No.
Su voz se volvió furiosa, pero también tenía un tono ofendido.
– Mis dos hijos están enterrados allí, Áquila Terencio, asesinados por hombres con el mismo aspecto que tú.
– Yo sólo me preguntaba por qué, con todas tus condecoraciones, no estás al mando de un ejército.
– Porque nací pobre, muchacho, por eso. Puede que mis hijos, si vivieran, hubieran tenido la suerte de ascender a una clase más alta.
– Me han contado que si ganas la corona cívica, los senadores patricios se ponen de pie en tu presencia.
– No les cuesta nada hacerlo, chico.
– Así que ser valiente te ha valido de poco. ¿Todavía tienes que ser elegido por votación?
– ¿Por qué preguntas tanto? -gruñó Labenio.
Áquila había estado pensando en aquello durante días, desde la llegada de Marcelo Falerio. Recordaba haber visto al primus pilatus saludando al nuevo tribuno con rígida formalidad. La imagen, sumada a la pregunta del viejo centurión, a la que había tenido que contestar, cristalizó por fin sus pensamientos e hizo que se diera cuenta de la verdadera fuente de su mal humor.
– No quiero acabar como un don nadie.
Aquellas palabras indignaron a Labenio.
– ¡Un don nadie!
– Miro a un tribuno como Marcelo Falerio, con la riqueza de su padre y su nombre famoso. ¿Por qué está él donde está y yo sólo soy un legionario? ¿Por qué él comandará ejércitos mientras que yo necesitaré su voto para dirigir cohortes?
– ¿Tan seguro estás de que alguna vez dirigirás a algún hombre?
La pregunta lo llevó de vuelta a Sicilia, al ejército que había ayudado a formar a Gadoric, a los esclavos fugados que había dirigido y las escaramuzas en las que había combatido contra su propia gente.
– Ya lo he hecho, Labenio. No te diré dónde, pero no fue en estas montañas, y volveré a hacerlo. Tú has ascendido por tu coraje, y aun así no es suficiente. Estaba esperando que me dijeras qué más se necesita.
– Eres un crío insolente, muchacho, y no mereces una respuesta.
Áquila señaló las montañas.
– ¿Qué les habrías dicho a tus hijos, Espurio Labenio, si te hubieran hecho la misma pregunta?
La cabeza del hombre bajó y en su voz había lágrimas otra vez.
– Les habría dicho que no basta con ser valiente, también has de tener suerte.
– ¿De qué manera? -preguntó Áquila, ignorando el dolor que había engendrado en los recuerdos de aquel hombre.
– El dinero ayuda, eso y alguien poderoso que te tenga en tan alta estima como para adoptarte.
Puso su mano en el hombro de Labenio, que temblaba ligeramente.
– Ya he sido adoptado una vez. Eso ya es bastante para cualquiera.
Áquila no vio la cuerda, pero la oyó pasar silbando junto a su oreja y vio el efecto cuando esta pasó por encima de la cabeza de Labenio. El viejo centurión cayó hacia delante mientras la soga se tensaba, apretando su coraza contra las afiladas estacas de la parte baja del terraplén y Áquila desenvainó su espada en un segundo. Podía ver las figuras imprecisas, cada una de ellas con una cuerda enganchada en las estacas, trepando para atacar, pero las ignoró. El poderoso grito que usó para dar la alarma pareció reforzar el brazo que esgrimía la espada cuando el arma cayó, cortando la cuerda que sujetaba el cuello del centurión. El grito alertó a los guardias, pero sirvió de muy poca ayuda para los dos. Usando pieles de animal para evitar las afiladas estacas, sus enemigos estaban subiendo a los terraplenes. Áquila levantó a Labenio y le dio la vuelta; después giró él justo a tiempo para esquivar la estocada que le lanzó uno de los celtas. El primus pilatus y él permanecieron espalda contra espalda, defendiendo ellos solos el terraplén durante lo que les parecieron años.
– Fue sólo cuestión de suerte que estuviéramos allí -dijo Labenio.
Llevaba el brazo en cabestrillo desde que, mareado y aturdido, había recibido un lanzazo en el hombro izquierdo antes de que pudiera desenvainar su espada. Quinto, que tendría que haber sentido curiosidad sobre la razón por la que el centurión estaba sólo en los terraplenes con un joven recluta, era demasiado listo como para hacer ese tipo de preguntas. Se volvió hacia Áquila, que permanecía apartado y firme. Como el primus pilatus, no llevaba su coraza, y el águila dorada brillaba sobre la pechera de su túnica.
– ¡Deberías haberlos visto! -le espetó.
Áquila no estaba asustado ni sobrecogido, aunque antes nunca había estado en la tienda de mando ni había intercambiado otra cosa que fuera un saludo con su general. Lo normal era que en aquel ambiente los soldados, al ser convocados para informar, se quedaran mudos, pero su voz sonó firme cuando respondió.
– Los hubiéramos visto si se hubieran acercado mientras estábamos allí de pie. La luna estaba bien arriba.
– ¿Qué estás diciendo?
– Digo que aprovecharon que antes, de noche, estaba nublado para avanzar su posición. Se cubrieron con pellejos de animales y se escondieron en el foso hasta que llegó el momento de atacar.
– ¿Y cómo supieron que había llegado el momento?
– Hay formas de saberlo, mi general.
A Quinto no le gustó aquel tono insolente, eso estaba claro. Miró a Áquila de arriba abajo, mientras el águila relumbrante atraía inexorablemente sus ojos, con un gesto que parecía exigir una explicación sobre por qué aquel tipo, un simple recluta, llevaba al cuello algo tan valioso. Aunque gracias a su acción aquel joven le había evitado un buen número de bajas, pues aquellos celtas habrían causado estragos entre sus hombres, profundamente dormidos en sus tiendas. Aun así, había perdido a varios de los soldados poco armados a los que se había asignado la tarea de montar guardia en las murallas.
– Le debo la vida a Áquila, mi general -dijo Labenio, que había visto el gesto de Quinto en sus ojos. Conocía al general desde que este había sido un joven tribuno, por lo que se sentía libre para hablar sin que fuese su turno-. Y no soy el único.
El cónsul se volvió hacia el viejo centurión, excluyendo de golpe a Áquila de la conversación.
– ¿Cuántos de ellos había?
– Pregúntale al muchacho -replicó Labenio tranquilamente-. Él vio más que yo.
Áquila no intervino, sino que esperó a que Quinto se diera la vuelta para mirarlo a la cara.
– ¿Y bien?
– Más de diez, pero menos de veinte.
– No es muy preciso que digamos.
– Tenemos diez cuerpos, mi general. En mi opinión, más de veinte hombres no podrían haberse escondido con el tiempo de que disponían.
Quinto explotó.
– ¡En tu opinión! ¿Qué te hace pensar que me interesa?
La respuesta que le dio Áquila se extendió por los alrededores, haciendo que muchos movieran sus cabezas y se hicieran más de una pregunta sobre cómo habría evitado que lo torturaran en la rueda por semejante insolencia.
– Soy igual que tú, Quinto Cornelio. Te doy una opinión como simple ciudadano de la República.
De haberse dado la vuelta, habría visto la mirada de su tribuno, mezcla de sobresalto e ira.