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– Así que no hay corona cívica para ti, «tío» -dijo Fabio en son de burla-. Eres incapaz de cerrar la boca, ese es tu problema. Pues que eso te sirva de lección. Si vas a salvar la vida a un romano, que sea a la luz del día.

De haber visto que Labenio se acercaba habría cerrado la boca, pero no lo había visto, aunque Áquila sí, así que frunció el ceño de tal forma que convenció a Fabio de que sus pullas le habían herido, lo que animó a su «sobrino» para seguir.

– No te preocupes, Áquila. Puedes llevarme contigo la próxima vez. Lo que necesitas en esas ocasiones es un testigo honrado. Ellos son todos iguales.

– ¿Quiénes? -preguntó Áquila con malicia.

Fabio puso sus brazos en jarras y se inclinó hacia delante para enfatizar sus palabras.

– Los centuriones. Salvas la vida del viejo Labenio y, ¿qué es lo que consigues por tu esfuerzo? Una bronca del general, y después poco más de un simple sestercio del viejo adefesio, y él todo adornado de oro.

La bota herrada de Labenio golpeó a Fabio por detrás y Áquila se echó a un lado, por lo que su «sobrino» cayó de bruces al suelo.

– Solo me estaba diciendo que tuviera cuidado con mi boca -dijo, sonriendo al caído Fabio, cuya boca había quedado abierta en una queja silenciosa.

También Labenio miró a su víctima sin simpatía, pero sus palabras claramente iban dirigidas a Áquila.

– El general quiere verte.

Aquello borró la sonrisa del rostro del joven.

– ¿Por qué?

– No te preocupes, no es para azotarte, que es lo que habría sucedido en años mozos. Estos de ahora no les llegan a la altura de los zapatos a sus padres. No conocen el significado de la palabra disciplina.

Fabio se puso en pie lentamente, frotándose su dolorida espalda.

– Solo estaba bromeando, Espurio Labenio.

– ¿Sí? -espetó el centurión, dejando así claro que no le había hecho ninguna gracia-. ¿Sabes qué pasa, capullo? Que me he pasado media mañana intentando que nuestro noble general cumpla con su obligación -se volvió hacia Áquila-. Y no me he hecho ningún favor en el proceso, porque lo que menos le gusta a Quinto Cornelio es que le cuenten lo que habría hecho su papá.

Si Quinto aún estaba enfadado, lo ocultó bastante bien. Marcelo estaba presente al ser el tribuno que estaba al mando de su sección del ejército, pero se quedó apartado a un lado y no tomó parte en el acto.

– Áquila Terencio, he escuchado a Espurio Labenio y no cabe duda de que, con tus actos, salvaste la vida a un ciudadano romano. -Hizo énfasis en las dos últimas palabras, como para remarcar que no había olvidado la manera en que Áquila las había usado-. Mi decisión es concederte una hasta purae en el desfile de la mañana. Por favor, preséntate con tu tribuno delante de mi tienda a la hora convenida. Puedes retirarte.

Al salir de la tienda, Labenio lo maldijo.

– ¿Una lanza de punta de plata? Tendrías una corona cívica si hubieras cerrado la boca.

Áquila estaba complacido, pese a su falta de respeto por los oficiales, pero habló en voz baja, pues no quería que quienes estaban en la tienda lo oyesen.

– No te preocupes, Labenio. No será tan difícil que concedan las coronas cívicas. Al fin y al cabo, tú tienes seis.

– Te partiría la cara si no me hubieras salvado la vida. -No había acritud en aquellas palabras, más bien una cordialidad que Áquila no había oído desde que Clodio se fue de casa. El viejo centurión levantó su antebrazo-. Dame tu brazo.

Así lo hizo Áquila, y puso su mano justo bajo el codo de Labenio. El centurión lo agarró a él de la misma manera.

– Seis hombres me hicieron esto a mí. Me siento orgulloso de saludarte de la misma manera, incluso aunque tu general no lo haya hecho. Áquila Terencio, te debo la vida. Tienes derecho a pedirme cualquier cosa que quieras.

Capítulo Ocho

Cholón se enjugó la frente con las manos, mientras fuera, aunque no llovía, el retumbar de los truenos sacudía el cielo. La atmósfera ya era lo bastante opresiva sin la perspectiva de la inminente reunión. Tito y él esperaban a una delegación de los equites, un grupo que estaba en constante liza con el Senado por la división de poderes. En realidad, el problema era la falta de división: el Senado los acaparaba todos, denegando a las otras clases el derecho a sentarse durante los juicios en los tribunales, y se oponían de la misma manera a compartir la concesión de la ciudadanía romana con sus aliados. Los pueblos de Italia podían proporcionar tropas para que murieran por el Imperio, podían ayudar a alimentar a la creciente bestia que era Roma, pero tenían pocos derechos, si es que tenían alguno, y el hombre que había luchado para mantener así las cosas era el difunto Lucio Falerio Nerva. Ahora que había desaparecido, había una oportunidad, mientras sus sucesores fuesen débiles, de buscar reparación.

– Me temo que estoy desarrollando cierto talento para las intrigas -dijo.

Tito era consciente, igual que Cholón, de que el griego sólo era el mensajero, aunque se necesitaba a un hombre ducho en el arte de la mensajería para jugar aquel juego, para engatusar a gente recelosa y que así tratara con aquellos a los que creía sus enemigos, y además cedía su apartamento para aquel propósito. La presencia de unos caballeros allí no provocaría rumores; la única persona que tenía que andar con cuidado para no ser visto era el propio Tito, aunque aquellos con los que habían decidido encontrarse llegaran en apariencia dispuestos a levantar sospechas. En vez de hacer un acercamiento ruidoso, al estilo de unos hombres que visitan a un viejo amigo, se aproximaron al apartamento de Cholón en silencio, animándose unos a otros con susurros. Incluso la forma en que llamaron a la puerta olía a conspiración: un suave golpeteo en vez de un martilleo confiado. Cholón abrió la puerta rápidamente y los reunió a todos en el interior.

Eran tres hombres muy diferentes, como si se hubieran propuesto encontrar un perfil de los de su clase. Uno, Casio Laterno, era alto y delgado; el segundo, Marco Filator, tenía la cara y el cuerpo redondos, como si fuera una bola humana. El tercero era el más importante, aunque su aspecto era el menos imponente. Fronto era pequeño y enjuto, más parecido a un chico que a un hombre adulto, pero bastaba con mirar sus ojos para ver la fuerza de su carácter. Se colocaron las sillas, se sirvió el vino y se intercambiaron las preguntas generales que preceden cualquier encuentro, sobre amigos de la familia, esposas, hijos y el estado de las finanzas de la República. Se conocían todos muy bien; puede que Roma fuese una bulliciosa metrópolis asentada en el centro de un enorme Imperio, pero las personas que la dirigían eran escasas en número, tendían a vivir cerca unas de otras y, por causa de sus ingresos, compartían gustos similares en cuanto a entretenimiento. No había ningún hombre en la habitación con el que Tito no hubiera apostado en una u otra ocasión, él a favor de un equipo de carros mientras que los otros apostaban por otro. Pero el juego era una cosa y la política otra.

– Entiendo que habéis discutido mis propuestas, ¿verdad? -preguntó Tito, centrando la reunión de manera formal en su verdadero propósito.

Los otros dos miraron a Fronto para que hablara. Él, que parecía un enano al lado de Tito, negó lentamente con la cabeza.

– Aún no hay nada decidido.

Cholón interrumpió, pues él había mantenido las primeras reuniones con aquellos hombres, intentando animarlos para que entraran en razón.

– Pero veis a dónde quiere llegar Tito Cornelio.

– Para hombres que no tienen nada es difícil aceptar que sólo pueden exigir un poquito.

Aquella era una declaración un tanto deshonesta; los tres hombres eran muy poderosos, especialmente en la asamblea constituyente. Los tres habían conspirado para aumentar ese poder para chocar de frente con los privilegios del Senado -unos hombres que eran mucho más ricos y que tenían la determinación de mantener las cosas como estaban.