– Os tendréis que sentar en el tribunal y juzgar el comportamiento de los senadores.
– ¿Sin una clara mayoría?
– A modo de cuña, Fronto -replicó Cholón.
– Sí, ya sé. Ya has empleado antes esa expresión, pero ¿para quién es la cuña? -Se giró hacia Tito, y su expresión se hacía evidente en su gesto-. Algunos de nosotros sentimos que nos están utilizando.
– ¿Y tú eres uno de ellos? -preguntó Tito con dureza.
Fronto no se alarmó ni por su altura ni por sus ademanes amenazantes.
– Te aseguro que soy uno de ellos.
– Pues es mejor así -dijo Tito-. Si piensas que hago esto por amor a la clase de los caballeros, estás equivocado.
El gesto dolorido de Cholón hablaba por sí sólo, ya que les había pintado cuidadosamente la imagen de un noble senador al que sólo movían a actuar razones de puro altruismo.
– Lo que Tito Cornelio quiere decir es que…
Fronto interrumpió con la mano levantada.
– Sé lo que quiere decir…
– Entonces, ¿qué quieres conseguir? -preguntó Marco Filator, con su fofo rostro bamboleándose mientras hablaba.
– Justicia.
Incluso Cholón, que había oído las palabras anteriores de su amigo, levantó las cejas ante aquella respuesta. Tito acababa de usar la palabra de la que más se abusaba en Roma: todo charlatán del Senado se levantaba sobre sus patas traseras y exigía «justicia» cuando lo que en realidad quería decir era que deseaba que lo dejaran en paz para continuar con sus robos.
– Quiero que se lleve a juicio a Vegecio Flámino por lo que le ocurrió a mi padre. Abandonó a propósito a mi padre y a sus hombres en Thralaxas.
– Justicia personal, ¿o se trata de venganza? -preguntó Laterno.
– Llámalo venganza si lo deseas -replicó Tito ignorando los movimientos de cabeza de Cholón-. También me gustaría que el Senado fuese más responsable con el pueblo, pero no tengo motivos para ver por qué deberíais creerlo. Y tengo un sentido claro de cuál es mi lugar en el mundo. Los Cornelios somos patricios. No tengo ningún deseo, por ejemplo, de que se me cuente entre los populares.
– ¿Y la reforma agraria? -preguntó Filator.
– No es posible y, a mi entender, su beneficio sería cuestionable.
– ¿Así que no apoyarás una ley que dé tierra a los pobres?
– Lo haría si alguien pudiera garantizarme que no se la comprarían quienes tienen dinero.
Tito sonrió para quitar hierro a sus palabras, pero el mensaje fue tajante para todos. Les estaba diciendo a la cara, si es que no se había permitido ser un hipócrita, que tampoco ellos podían hacerlo. Muchos de los equites, incluidos ellos tres, poseían recursos financieros como para presentarse al Senado. Haría falta algo para persuadir al censor para que los admitiera en el rollo e insistiría en que se olvidasen de algunas de sus operaciones más lucrativas, pero si lo deseaban tanto podía hacerse. Si decidían no hacerlo, sólo podía ser por una razón: preferían ser peces gordos en el estanque de los caballeros que alevines en otro sitio. La lucha por el poder no era cuestión de dinero; era cuestión de qué personalidades llevaban las riendas del gobierno.
Los tres caballeros intercambiaron miradas preocupadas. Dejaron que fuera Fronto quien hablase.
– Mi punto de vista es que deberíamos aceptar lo que ofreces.
– ¡Bien! -dijo Tito.
– No he terminado. Has supuesto de forma bastante apropiada que el momento es el adecuado, pues tu hermano está fuera y Lucio Falerio acaba de morir. También tienes razón cuando dices que podemos poner en escena senadores dispuestos a presentar y secundar esos cambios -Fronto se detuvo un momento, dejando que aquellas palabras hicieran su efecto-. Pero lo que no has llegado a apreciar es la igualada que estaría la votación.
– Tú mismo me diste a entender que habíamos amañado una mayoría -dijo Cholón, el miembro más reciente de la clase de los caballeros.
– Lo que dice la gente no siempre está en consonancia con lo que hace. Ningún voto es seguro hasta que se ha depositado.
Tito miró a los ojos de Fronto fijamente. El hombrecito le sonrió, aunque sirvió de poco para quitarle acritud a sus palabras.
– Pero si justo antes de que se cierre el debate el muy noble Tito Cornelio fuese a hablar a favor de la moción, en la cámara algunos tendrían la impresión de que cuenta con el apoyo secreto de tu hermano.
– Me estás pidiendo mi suicidio político -dijo Tito enfadado-. Quinto nunca me lo perdonará.
Los ojos del hombrecito se mantuvieron fijos en los de Tito, al tiempo que esbozaba una sonrisa malvada.
– Incluso podrías añadir una última enmienda, otorgando la elección de todos los miembros del jurado a los caballeros o, al menos, dándonos la mayoría. Tienes que decidir, Tito Cornelio, con cuánta fuerza deseas vengar a tu padre.
Para Quinto y sus legiones, el resto de la marcha hasta Massilia transcurrió con tranquilidad. Embarcaron en sus transportes, proporcionados por el gobierno de la ciudad griega situada en la desembocadura del Ródano, y zarparon rumbo a la costa de Hispania. Marcelo era dichosamente feliz, pues amaba el mar: el olor a limpio, el viento fresco y el sonido de los remos de la galera que se sumergían en las profundas aguas azules. Cuando no estaba obligado a cumplir su turno como remero, Fabio pasaba el tiempo pescando y después le ofrecía los pescados, sin espinas y crudos, a su mareado «tío», lo que hacía que su rostro se pusiera de un verde aún más oscuro.
Áquila había estado enfermo desde el mismo momento en que había subido a bordo. Las alusiones románticas a un mar oscuro como el vino no produjeron más que débiles maldiciones, y eso sólo cuando el tiempo era clemente. Maldijo a Neptuno y todas sus obras, luego se retractó por la insistencia de sus compañeros de padecimientos, que temían que el dios de las aguas desencadenara una tormenta a modo de revancha. La flota siguió adelante, sin perder nunca de vista la tierra, hasta que llegaron a Emphorae, justo al sur de los Pirineos, que se asentaba en el extremo de la primera de las provincias romanas en la Península, Hispania Citerior, una franja de valiosa tierra que recorría toda la costa del este.
Quinto, que no podía asumir su mando sin sus tropas, tenía mucha prisa por que desembarcaran. Se enviaron mensajeros a Servio Cepio para comunicarle que ya había sido reemplazado y debía prepararse para ceder el control de todos sus soldados al comandante recién llegado. Tampoco podía permitirse estar demasiado lejos de Roma: una razón más para darse prisa; si pretendía hacer alguna fortuna en Hispania, y alcanzar, si era posible, algo de gloria, tenía poco tiempo para conseguirlo, así que eludió la ceremonia formal del traspaso de poderes y dio la orden de que estuvieran listos para marchar desde la costa hacia el interior.
A Servio se le permitió una breve entrevista para poner al día a Quinto sobre la situación, antes de embarcarlo sin ceremonias en un barco para que volviera a casa. Después Quinto salió a galope para alcanzar a sus tropas. La legión que había entrado en combate marchaba en otra dirección por una ruta diferente y Quinto no tenía intención de que sus fuerzas se mezclaran. Las tropas que ya llevaban un tiempo en Hispania solían tener la moral baja; el país era difícil, los nativos, astutos y fieros, al tiempo que la guerra parecía interminable. Eligió a varios tribunos, incluido Marcelo, y les encargó la nada envidiable tarea de intentar recomponer con aquellas legiones rotas una fuerza de combate razonable. Y puesto que albergaba el deseo de desinflar la vanidad de Marcelo, Quinto obtuvo un gran placer al decirle que sería enviado a un puesto que estaría muy lejos de cualquier oportunidad de gloria. Sin duda su voz sonaba melosa por su insincera preocupación.
– ¿En quién más puedo confiar? Sé que eres tan decidido como tu padre. Y no temas, tendrás tu oportunidad de entrar en batalla, Marcelo Falerio, en cuanto vuelvas a poner a esos hombres en forma.