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No fue el joven el único que pensó que aquello era mentira, al sospechar que Quinto se haría con todos los hombres a los que él entrenara en calidad de refuerzos. Había prometido que Marcelo se uniría a él en su primer mandato consular y había cumplido aquella promesa, pero Quinto no tenía intenciones de proporcionar a Marcelo una oportunidad para destacar.

Quinto Cornelio era un buen general, pero como la mayoría de los hombres de su edad era un avaricioso, y siempre estaba la cuestión del tiempo, o la falta de este, para hacer que pareciese que sus disposiciones militares tenían algún sentido. Servio Cepio le había comunicado hasta la última información que tenía sobre Breno, dejando al nuevo gobernador sin ninguna duda sobre la influencia de aquel hombre en las tribus de la frontera. Era como un cáncer en el corazón de la resistencia celtíbera y continuaría así hasta que fuera extirpado, pero además estaba muy lejos y en una posición inexpugnable. Se podía dedicar tiempo a los otros fuertes más cercanos a las colinas, pero Quinto no quería un largo asedio: quería oro, plata, esclavos y suficientes muertos en el campo de batalla, y todo en el periodo de su año consular; después podría regresar a Roma para emprender la auténtica lucha: estampar su hegemonía sobre el suelo del Senado.

Hizo un ajuste inmediato a las tácticas estándar; normalmente los romanos operaban en grandes unidades, pues era esta la forma en que su fuerza se estructuraba. La caballería, que se empleaba como pantalla protectora, acomodaba su paso al de la infantería. Aquello entorpecía necesariamente la movilidad general, y puesto que las tribus ponían mucha precaución en que no las sorprendieran en grandes grupos, las batallas de cualquier tamaño eran escasas. Las legiones marchaban en una y en otra dirección, y su presencia amenazante aseguraba que no tendrían lugar incursiones mayores, garantizando con su paso de tortuga un nivel continuo de bajas en las tribus, pero sin poder someter a sus oponentes de ninguna manera significativa.

Las prisas, unidas a su ambición, forzaron a Quinto a emplear un método radicalmente diferente. Marchó con sus hombres alejándose de las bases establecidas y eligió un lugar que estaba en el extremo de tres valles que conducían todos al interior. Tras construir un fuerte campamento base, dividió las legiones en cuatro grupos, manteniendo las legiones auxiliares, cuatro mil hombres, más la mayoría de la caballería bajo su mando personal. Los demás formaron tres triples cohortes. Cada comandante dirigía una fuerza de ataque de mil hombres, con las órdenes de imitar a sus oponentes tanto como fuera posible: luchar, incendiar, robar y retirarse. Las tribus aliadas, aquellas de la frontera que mantenían tratados con Roma, fueron obligadas por la fuerza a revelar lo que supieran sobre sus compatriotas celtas, dotando así al nuevo gobernador de un contundente servicio de inteligencia.

Expertos en emboscadas, los nativos siempre contraatacaban tendiendo trampas para atraer a las tropas romanas y atacando después en bloque para intentar aniquilarlos. A la cabeza de su reserva móvil y con un buen sistema de comunicaciones para apoyarlos, Quinto Cornelio caía entonces sobre su retaguardia, matando a cientos de hombres y capturando a miles. Después podía peinarse el campo en busca de mujeres y niños, que serían embarcados, como sus hombres, hacia los mercados de esclavos del Imperio.

Pero al final, el éxito significaba que los objetivos disponibles enseguida disminuían. Quinto tenía que enviar sus cohortes cada vez más lejos. Áquila y Fabio marchaban y se replegaban, luchaban cuando se les ordenaba y se quejaban sin cesar como los verdaderos legionarios en que se habían convertido. Y Tulio podía al menos enorgullecerse por tener razón: casi sin esfuerzo, Áquila había asumido una posición de autoridad entre sus hombres y hablaba en nombre de ellos, lo que a menudo le evitaba a él tener que tomar decisiones, dándoles sabios consejos sobre la mejor manera de luchar sin bajas.

Y todo el tiempo Quinto recibía buena información sobre su principal oponente, el hombre cuyos esfuerzos y subversión mantenían la guerra en marcha.

Breno casi no podía contener su decepción: había llegado otro gobernador romano y rehusaba la oportunidad de atacar Numancia. Ahora se daba cuenta de que había hecho su fuerte de las colinas demasiado sólido; tenía una reputación tan temible que ningún romano quería arriesgarse a fracasar intentando tomarlo. Peor que eso, sus tácticas actuales estaban produciendo resultados y algunas de las tribus en las que había confiado, a fuerza de puro agotamiento, se pasaban al bando de los romanos para convertirse en aliadas, que podían vivir en paz, engordar con sus cosechas y ver a sus hijos llegar a la edad adulta.

No entendía a los romanos, y no había nadie con suficiente conocimiento, sumado a una fuerte personalidad, para decirle dónde se estaba equivocando. Para un hombre con poder absoluto, que tomaba decisiones por sí mismo sin consultar a nadie, la manera fragmentaria en que sus enemigos se ocupaban de los asuntos de estado resultaba desconcertante. No podía comprender que estaba lidiando con un monstruo con cabezas de hidra, con tentáculos que prosperaban mediante una guerra inacabada, y no veía beneficios en una victoria indiscutible. Para él la solución era evidente: se emplearía todo el poder de Roma para someterlo. No podía entender que la destreza para concentrar aquel poder no existía, que siempre había voces en el suelo del Senado que aconsejaban actuar con precaución. Muy raras veces era la seguridad del Imperio su motivación principaclass="underline" los celos, la oportunidad de sacar provecho personal o incluso la perspectiva de una gloria futura animaban más corazones que el sentido común.

Terco por naturaleza, Breno se ceñía a su objetivo con poca alteración de su idea fundamental. Hostigaría a los romanos hasta que vieran, sin lugar a dudas, que tendrían que destruir Numancia y a él también; los atraería a una batalla en la que, con todas las tribus reunidas para combatirlos y alejados de sus bases, perderían; después usaría esa victoria para favorecer sus propios fines.

Una de las cosas que más corrompen del poder es que pocos se atreven a decir la verdad a quien posee tal supremacía. En vez de hacerlo, le halagan, así que cuando Breno exponía sus planes, una y otra vez, nadie estaba dispuesto a decirle que se estaba haciendo demasiado viejo, que la experiencia debería indicarle que se equivocaba y que su oponente, Quinto Cornelio, avanzaba lentamente, pero con seguridad, con su novedosa táctica de aislar una tribu tras otra y pacificar la zona fronteriza.

No trató el asunto pertinente convocando primero una asamblea tribal, sino que mandó llamar a Costeti, el líder de la belicosa aunque voluble tribu de los avericios. Aunque establecidos cerca de la tierra que controlaban los romanos, gracias a la naturaleza escabrosa del terreno y a sus robustos ponis, tenían la posibilidad de hacer incursiones sin demasiadas amenazas de castigo. Pero Costeti tenía otro problema: satisfacer a sus guerreros más jóvenes, que tenían ansias de entrar en combate, incitados por las alusiones de Breno tanto como a su espíritu marcial.

Breno sabía que tenía que detener la hemorragia de tribus que firmaban la paz y la mejor forma de conseguirlo era mostrarles algo: que para ellos era igual el peligro proveniente de una Roma que les solicitaba su amistad como el de la enemistad declarada de ese estado. El plan que había desarrollado contaba con la ventaja añadida de que, al mismo tiempo, infligiría una sonada derrota a una de las columnas de Quinto, que estaría desplegada a su puerta, demostrando así, una vez más, dónde estaba la resolución del conflicto.

Capítulo Nueve

El tribuno Ampronio Valerio había asumido el mando de un tercio de la columna móvil cuando el legatus titular cayó enfermo. Sus órdenes habían sido claras: actuar como una pantalla y hacer que las tribus creyeran que toda la columna estaba aún en el campo, mientras él volvía con la mayoría de la fuerza al campamento base, donde podría pedirle a Quinto que lo reemplazara. Pero Ampronio había desobedecido esa orden y forzó a sus tropas hasta el mismo límite de sus suministros. Una vez allí, levantaron un campamento temporal, aunque al ser sólo parte de una legión, no era una defensa que se pudiera manejar de forma apropiada. Tanta falta de juicio era ya bastante mala de por sí, pero había permanecido allí más tiempo del que dictaba la prudencia militar.