Si los romanos no podían derrotar a los jefes de las tribus por causa de su movilidad, la necesidad de evitar enfrentamientos ya previstos también limitaba a los defensores; era una mala táctica quedarse quieto, a menos que la unidad tuviese la fuerza suficiente para detener un ataque, y la sensación de peligro era palpable. Algo se estaba cociendo y los hombres podían olerlo; se sentían como si los estuviesen observando, sensación reforzada por la llegada de tres hombres a caballo, un caudillo supremo celta llamado Costeti y dos de sus guerreros veteranos. Procedentes de la tribu de los avericios, hablaban de paz, pero pocos se lo tomaban al pie de la letra; más de una tribu apoyaba la amistad justo antes de tender una emboscada. Ampronio disfrutaba su reciente adquisición de poder, el hecho de que ahora podía tomar él las decisiones, y conversó en privado con los tres hombres de la tribu de los avericios durante más de dos horas, mientras el resto de sus hombres permanecía fuera de la reunión, murmurando para sí mismos y preguntándose qué tenían que decir aquellos tres jinetes a su ambicioso tribuno. Fuera lo que fuese, era obvio que a él le complacía y estaba muy animado cuando ordenó a sus hombres que levantaran el campamento, y en apariencia fue muy capaz de ignorar las miradas de preocupación que ellos le lanzaron cuando mantuvo la dirección de la marcha hacia el oeste, alejándose de la base principal del ejército. Enseguida estuvieron bien lejos del punto que Quinto había establecido como límite, más allá del cual sus columnas móviles no podrían operar con ningún grado de seguridad y, en cuanto se dieron cuenta, las quejas pasaron a hacerse en voz alta cuando Áquila y Fabio se enzarzaron en una discusión en plan de burla sobre su localización exacta, hasta el punto de que se les ordenó a permanecer callados a la fuerza.
– ¿Tengo permiso para hablar, Tulio? -dijo Áquila.
El centurión, que llevaba ya un rato en lo alto de la colina mientras miraba fijamente el fértil valle, se volvió para mirar al joven. Ampronio Valerio, que estaba a su lado, frunció el ceño con desdén; no era adecuado que el veterano centurión hablase en su presencia con un simple legionario, en especial con ese recluta Terencio, que pensaba que la posesión de una lanza de plata le daba derecho a alguna forma de consideración especial. Ya había hablado antes, él y aquel otro depravado llamado Fabio. Tulio tendría que haberlo callado entonces, recordándole que hiciera lo que se le mandara, en vez de dejárselo a él. Ampronio pensaba que el centurión sénior era poco mejor, y se preguntaba si compartía las opiniones de los reclutas. Tulio había obedecido sus órdenes durante aquel día de marcha, pero con tal gesto de amargura que el tribuno supo que dudaba de su juicio.
– ¡Permiso denegado! -espetó Ampronio.
El centurión, que había hecho un gesto afirmativo, tuvo que mover la cabeza de un lado a otro y deprisa, mientras Áquila maldecía en voz baja, pues se había enterado de que las órdenes del tribuno eran que marcharan internándose por el valle. Había echado un vistazo cuando los oficiales estaban dándole la espalda y se había hecho una idea clara de lo que implicaban las órdenes, sólo había una ruta para entrar y salir, a través de un estrecho desfiladero, y puede que los hombres de las tribus locales les estuvieran esperando por allí, escondidos en las rocas que cubrían el suelo del paso, así como en las empinadas paredes de la garganta. Pese a que no tenía mucho de soldado, Tulio compartía sus reservas. Lo que el tribuno podía ver era visible para él, pero representaba una escena diferente y dentro de los límites de la buena disciplina, él había intentado persuadir a Ampronio de que haberse internado a aquella distancia en las montañas ya era bastante peligroso. Estaban rodeados de tribus, amistosas y hostiles, sin una forma real de distinguir cuál era cuál, y corrían cierto peligro de quedar aislados si confiaban en la tribu equivocada.
Los avericios habían informado a Ampronio de que la tribu que ocupaba este valle, los mordascios, que proclamaban su estatus de clientela con Roma, habían caído bajo el hechizo de Breno y estaban planeando volverse contra los conquistadores como parte de una gran alianza con otras tribus del interior. También le contaron que sería un rico botín, listo para que se hicieran con él, y que otros más leales esperaban tomar posesión de la tierra después de que los romanos dejaran el lugar desnudo. Así que, con esta información y lo que a ojos de Tulio parecía ignorancia del sentido común, el tribuno había internado a sus hombres en lo que consideraban un territorio salvaje.
– ¿Quizá primero una fuerza pequeña, señor, para probar al enemigo?
Ampronio rio y habló en voz alta; sabía que sus hombres no habían descansado y necesitaban estar seguros.
– ¿Qué enemigo? Ni siquiera montan a caballo. No son más que una panda de granjeros.
Fabio habló en voz baja.
– ¿Y de qué piensa ese pedorro que está formado el ejército romano?
Áquila movió su cabeza con enojo, diciéndole a Fabio que cerrara la boca y acallando los murmullos de los otros, que no sólo habían oído las órdenes sino que también compartían sus temores. La mayoría de los hombres que comandaba Ampronio obedecerían ciegamente, pues eran demasiado estúpidos o vagos como para cuestionar lo que estaban haciendo; aquellos un poco más despiertos, pocos como para matar al tribuno, lo que los convertiría en proscritos, no tenían más elección que seguirle. Ampronio, que sin duda creía poder animar a sus hombres, señaló con un brazo hacia el suelo del valle, fuera de la vista de la mayoría de ellos, que esperaban en fila al otro lado de la colina.
– ¡En un minuto! Lo veréis con vuestros propios ojos en un minuto. Esas gentes son rebeldes que proclaman ser amigos nuestros pero no desean nada más que apuñalarnos por la espalda.
– Y nosotros no querríamos arruinarles la diversión, ¿verdad? -dijo Fabio en voz alta, dándole la espalda a Ampronio de forma que este no tenía forma de ver quién estaba hablando.
El tribuno se enfureció y lanzó a Tulio una mirada de enojo, pero no pudo hacer nada que no le hiciera parecer más ridículo, así que siguió hablando.
– Mi información es correcta, podéis contar con eso, y estamos delante de un buen premio. Esos buscan metales preciosos en el río. Hay oro allí abajo, y plata, y hay ganado y mujeres que esperan a que los asen. Lo único que tenemos que hacer es ir a cogerlo.
El centurión sénior hizo un último intento.
– ¿Podría sugerir que enviáramos un mensajero al general para informarle de lo que intentamos?
– ¡No, no puedes! -replicó Ampronio fríamente.
Era muy consciente de que Quinto le prohibiría seguir adelante. Además, si el cónsul tenía la misma información y pensaba que en aquel lugar había algo que mereciera la pena, intentaría conseguirlo para sí. Ampronio tendría que compartirlo con él, por supuesto, pero al hacerlo así, dando él las órdenes, podría conseguir una buena cantidad de dinero y eso haría maravillas con su prestigio personal y el de su familia.
Dio las órdenes necesarias y la caballería, agrupados en número de cincuenta, avanzó en pares en primer lugar. Una vez que hubieran atravesado el paso, saldrían a toda prisa, cabalgando a galope, para sellar las otras salidas del valle. Ampronio no era del todo estúpido, así que después envió a los exploradores. Hizo que aquellos hombres de armas ligeras recorrieran las rocas que había a ambos lados del paso, y unos treparon por la cara más escarpada del desfiladero para comprobar que no les habían tendido una emboscada. El otro lado era menos empinado, y para Áquila representaba el mayor peligro; si unos hombres cargaran descendiendo desde aquella cuesta, podrían aplastar cualquier línea defensiva sólo con su impulso.