Ambos os enfrentaréis a ello antes de morir.
Había un sorprendente número de rollos relacionados con la familia de los Cornelios que Marcelo desplegó a su pesar. No podía creer que, guardados bajo llave, contuvieran elogios del amigo de toda la vida de su padre. Para él, Aulo Cornelio había sido la misma encarnación de la virtud romana, un general victorioso no una sino dos veces; un soldado entre soldados reverenciado por los hombres a los que comandaba; alto, apuesto, de noble frente, fue la personificación del imperium romano. Unido a su padre por un juramento de sangre hecho en su juventud, Aulo y Lucio habían sido como hermanos, hasta que sucedió algo que arruinó su mutua amistad. Marcelo entendió ahora cómo y cuándo se había fracturado aquel profundo compañerismo.
No podía ser sólo el hecho de que Aulo no hubiese asistido al nacimiento de Marcelo -que, por cierto, era un grave incumplimiento de sus obligaciones, pero, ¿tan grave como para amenazar la amistad de toda una vida?-. Al leer, la razón de aquella ausencia le sobresaltó. Durante una campaña militar en Hispania para luchar contra un caudillo rebelde llamado Breno, la segunda esposa de Aulo, veinte años mas joven que él, había sido capturada por los celtíberos. Tras dos estaciones de dura lucha, la habían recuperado y cuando la descubrieron, se encontraron con que estaba encinta. Aulo no había asistido a su nacimiento porque estaba pendiente del nacimiento del bastardo de su mujer, hecho que había desenterrado un espía nubio, un esclavo que Lucio había colocado en casa de su viejo amigo.
Había bastantes indicios para pensar que el niño había sido abandonado, cosa perfectamente natural, si bien otros maridos patricios habrían matado a sus propias esposas antes que arriesgarse a caer en la deshonra. Más interesante era la información que había facilitado el esclavo, que indicaba que la dama Claudia se atormentaba por la localización de aquel niño abandonado y que, de hecho, lo andaba buscando como si tuviese la esperanza de encontrarlo con vida, un extraño comportamiento cuando cualquier persona sensata habría hecho lo que hubiera podido para dejar atrás un acontecimiento tan deshonroso.
Marcelo apenas conocía a Claudia Cornelia y al principio se preguntó cómo era que su infamia, aquellas pruebas de su falta, encajaba en aquellas arcas. Entonces cayó en la cuenta; habría sido un arma para utilizar contra Aulo, e incluso aunque Claudia sólo fuera la madrastra de Quinto Cornelio, aquello serviría como instrumento para avergonzar al hijo mayor de la familia de los Cornelios, un hombre al que Lucio estaba preparando para que alcanzase una posición de poder, y al que había designado para que mantuviera las cosas en orden hasta que Marcelo pudiese hacerse cargo. Cualquier alejamiento de su obligación haría que el rollo saliese a la luz, lo que arruinaría el nombre de la familia en un mundo en el que se consideraba que nada era más importante.
Su padre le había dicho que lo que encontraría no sería de su agrado y, como siempre, Lucio había acertado, pero, ¿qué tenía que hacer? Podía llamar a aquellas personas para que fueran a verlo, de una en una, y entregarles los rollos que les pertenecían, pero entonces sabrían que los había leído. Sería sólo cuestión de tiempo que la ciudad se llenara de cotilleos, lo que dañaría la reputación de su padre y, por asociación, la suya. Lo mejor sería quemar todo el lote, idea que le parecía larga y penosa, pues sabía que hacerlo con prisas sería un error. Era evidente que algunos de los crímenes allí consignados merecían castigo. Y si no podía quemarlos todos, ¿cuáles debería conservar?
Marcelo volvió a colocar cuidadosamente los rollos en su sitio. El último fajo que tuvo en la mano se refería al gobernador de Illyricum, Vegecio Flámino, que acababa de regresar, con una lista de pruebas que Aulo Cornelio, a la cabeza de una comisión senatorial, había reunido contra él durante la reciente rebelión. Había incluso una narración real de la campaña: el número de muertos, no todos ellos combatientes enemigos, que impugnaban el triunfo de Flámino; su rapacidad venal como gobernador y, al final, un informe de un centurión retirado, llamado Didio Flaco, que relataba cómo había abandonado Vegecio, aun sabiendo que estaban aislados, a Aulo y a los hombres que este comandaba para dejarlos morir en el paso de Thralaxas. Había material suficiente no sólo para imputar a aquel hombre, sino para verlo linchado y arrojado desde la Roca Tarpeya.
Guardó el último rollo y volvió a cerrar el col re de madera antes de regresar al estudio, para encontrar allí al administrador de su padre, que esperaba con los últimos informes llegados de las fronteras y le preguntó qué debería hacer con ellos ahora que Lucio había muerto. Esa correspondencia no era para sus jóvenes ojos; en realidad, se trataba de comunicados consulares que llegaban a su padre porque era tan poderoso como para ascender o derribar a aquellos que los habían escrito. A pesar de todo, Marcelo les echó un vistazo; la mitad de ellos daban noticias de que había más problemas en la frontera que Roma compartía con el Imperio de Partía.
Había un poco de cada provincia y potencial punto de conflicto, y Marcelo sabía que en los estantes que llenaban las paredes del estudio se acumulaban años de correspondencia relacionada con todo asunto de importancia para el Imperio. Las luchas fratricidas en África, los sobornos necesarios para mantener a raya a varias tribus al norte de la Galia Cisalpina y un informe positivo de Illyricum, hace muy poco sede de una revuelta. Se detuvo al llegar a un despacho del cónsul sénior en Hispania, Servio Cepio. Después de leerlo, Marcelo decidió que le disgustaba su contenido. Como el cofre de la bodega, contenía pruebas de que su padre no sólo había aprobado, sino también animado el asesinato. Daba igual que fuera un bárbaro llamado Breno el que había sido señalado para morir. Para él, Roma debía combatir a semejantes personas, no intentar engatusar a celtas renegados para que las asesinaran.
Había otro rollo acerca del tal Breno en los cofres de abajo, viejos informes de Aulo Cornelio, el hombre que lo había combatido en primer lugar, así como del hijo pequeño de Aulo, Tito, escritos muchos años después. Describían a un hombre de gran estatura y cabello dorado, un chamán druídico de las nebulosas tierras del norte, sencillo en su vestimenta, pero de personalidad dominante. Había una sola cosa que realmente lo distinguía, un adorno que llevaba en el cuello, de oro, con forma de águila al vuelo. Por un momento la mente de Marcelo voló a aquella imagen que tanto había aterrorizado a su padre, que había servido para él como una especie de heraldo de la muerte. La idea de que estuviesen conectadas era demasiado extravagante: el dueño de aquella baratija estaba en Hispania, mientras que su padre estaba entonces cerca de Neápolis. De Breno decían que era un poderoso chamán, no que tuviese poder a tanta distancia.
Le dijo a un esclavo que enviara esos rollos al foro y, ya solo, pensó en visitar el altar de la familia para decir unas oraciones por el alma de su padre, lo que le recordó que tenía que encargar una máscara mortuoria para colocarla con todas las de sus otros antepasados. Pero se sentía solo; quería estar a gusto, así que antes de ir a rezar, Marcelo fue a visitar el cuarto del mejor regalo que le había hecho nunca su padre, la esclava Sosia, que se parecía tanto a Valeria Trebonia que podrían ser gemelas.
Y a diferencia de Valeria, Sosia era de su propiedad, por lo que podía hacer con ella lo que quisiera.
Capítulo Uno
El regreso de Cholón Pyliades fue para Claudia Cornelia un recordatorio inmediato de las limitaciones que le imponía su situación de viuda de un noble patricio. Como liberto griego, antiguo esclavo personal de su difunto marido, Aulo Cornelio Macedónico, podía viajar tan libremente como quisiera; ella no podía hacerlo. Claudia había echado de menos su compañía mientras él estaba en Neápolis y Sicilia, así que hizo todo lo que pudo para darle una cálida bienvenida, ocultando cualquier sentimiento de rencor. Pero aun así, no evitó ocasionales comentarios mordaces, especialmente cuando supo de sus intenciones de asistir a los ritos funerales por Lucio Falerio Nerva.