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Con Ampronio y Tulio a la cabeza, la cohorte de Áquila salió a continuación, con los escudos alzados y las jabalinas preparadas. Al llegar a la parte más alta de la colina, todo el paisaje se abrió ante ellos y desde aquella altura, en la distancia, pudieron ver el final del valle. Pero fue la vista de lo más cercano lo que preocupó a los legionarios. Rocas grises, algunas de la altura de un hombre, bordeaban su ruta: la colina de la derecha se elevaba en un ángulo agudo hasta una línea de espesas aulagas; a la izquierda, un arroyuelo corría por el lado opuesto del desfiladero, lo que parecía actuar a manera de protección, pues quitaba gran parte de la luz de su ruta. Cuando entraron en la parte más estrecha de la garganta, el sonido de sus botas resonó de extraña forma en las paredes, y después, al final, el paisaje se abrió para revelar el humo que subía perezoso de los techos de diminutas cabañas, la gente que trabajaba en los campos y los rebaños de ganado que pastaban en paz. Una perfecta escena pastoril.

– Debían de saber que veníamos -dijo Fabio, que marchaba junto a Áquila y, como él, se sorprendió ante la tranquila escena-. A lo mejor son tan dóciles como espera Ampronio Valerio.

– Me huele mal -replicó Áquila, mientras sus ojos miraban hacia atrás en busca del muro de roca que se cernía sobre su cabeza.

El ánimo de la avanzadilla se había aligerado ante aquella vista, cambiando de la aprensión temerosa a algo cercano al placer. Incluso Fabio se había contagiado.

– Es sólo que no quieres admitir que te habías equivocado.

– Cuando veamos el campamento de Quinto Cornelio haré algo más que admitir que me había equivocado. Incluso me acercaré a Ampronio Valerio y me disculparé.

– Yo no me molestaría, sólo serviría para que te hiciera azotar por insolente.

– ¿Por decirle que me había equivocado?

– No. Por informarle de que tuviste la osadía de pensar, aunque sólo fuera por un segundo, que él no era un genio.

El río, que había sido un arroyo gorgoteante en lo alto de la colina, se convertía en un torrente que crecía según aumentaba la caída y el agua entraba a la fuerza en el estrecho desfiladero. Las gotas salpicaban y cubrían sus rostros, un alivio bienvenido en el calor asfixiante. Llegaron a la salida del desfiladero y se dispersaron por el valle. La caballería había cumplido sus órdenes, cabalgando más hacia delante, y de paso había alertado a la tribu de su presencia, por lo que una partida de hombres se acercaba a pie, llevando comida y vino como regalos. El hombre de en medio, que parecía ser el cabecilla, llevaba ricos adornos, como una gargantilla de plata y oro, además de varios torques de oro en sus brazos. Todos los demás llevaban algún tipo de decoración preciosa, lo que produjo gran alboroto y excitación entre las filas de los legionarios romanos.

Las otras unidades habían cumplido su parte y se desplegaron a la retaguardia de la cohorte de Áquila, y ahora Ampronio se puso al frente, con la espada aún en mano, mientras los hombres de la tribu se aproximaban. El cabecilla se detuvo y se dirigió al romano en su propia lengua. No era exactamente la misma que Gadoric le había enseñado a Áquila, pero este pudo reconocer algunas de las palabras. Otro de los hombres, uno que llevaba ropas sueltas, se había situado entre su cabecilla y Ampronio, y parecía estar interpretando tranquilamente el discurso, que parecía ser uno de bienvenida, en latín.

El cabecilla hablaba en voz alta para que los que estaban con él pudieran compartir sus peticiones y Áquila oyó la palabra «paz». También reconoció la expresión que empleó el cabecilla, que indicaba que él estaba bajo la protección del estado romano. El nombre del anterior gobernador, Servio Cepio, sonó claro, pues fue pronunciado en latín, pero Áquila perdió el resto. Depositaron las cestas de comida a los pies de Ampronio y los hombres que las llevaban se inclinaron ante él. Durante todo el tiempo él permaneció en pie, tieso y envarado, interviniendo con pocas preguntas, pronunciadas suavemente, y después, cuando el cabecilla terminó, dio la vuelta y regresó a donde estaba Tulio, cerca de la fila de legionarios.

– Esto va a ser incluso más fácil de lo que pensaba. Dicen ser aún amigos de Roma. No saben que estamos al corriente de sus planes.

– ¿Y lo estamos, señor? -preguntó Tulio-. sólo tenemos la palabra de los avericios y yo no confiaría en ellos mientras no podamos vencerlos. ¿No deberíamos dejarlos estar hasta que no estemos seguros?

– ¿Y dejar que se rebelen? ¿No has visto lo que llevan puesto? Ese jefecillo lleva encima oro suficiente como para comprar un equipo de carros. -El entusiasmo iba creciendo en su voz-. Y es metal local, incluso se han ofrecido a mostrarme cómo lo extraen del río.

– Pero, si son una tribu protegida…

Tulio no pudo acabar.

– ¿Por qué siempre cuestionas mis órdenes? Si quieres mantener tu rango actual, harás lo que yo te diga. Son celtíberos. Si son clientes de Roma, eso significa que han traicionado a los suyos. ¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que nos hagan lo mismo a nosotros? Si no es este año, será el que viene. -Ahora Tulio estaba firme, mirando por encima de la cabeza del tribuno-. Cuando dé la orden ¡acabad con ellos!

– ¿Con todos ellos?

– Menos con ese tipo que lleva las ropas sueltas, que ese habla latín. Puede ayudarnos a convencer al resto de la tribu de que se rinda.

Ampronio pudo ver que Tulio estaba preocupado. No le molestaba la matanza, llevaba demasiado tiempo en las legiones para eso; era la naturaleza de las futuras víctimas lo que causaba problemas al centurión. Si aquellos hombres eran aún clientes de Roma, tenían que estar a salvo de ataques.

Ampronio lo miraba fijamente y tomó una decisión repentina.

– Tú sugieres que enviemos un mensaje a Quinto Cornelio, centurión. He reconsiderado tu petición. Ahora considero que sería bueno hacerlo y, puesto que tú eres un famoso corredor, lo único apropiado es que lo lleves tú. Infórmale de que estoy a punto de aplastar una rebelión de los mordascios, y que regresaré al campamento principal con buen ganado y cierta cantidad de prisioneros. Puedes llevarte un manípulo.

El tribuno arrojó su arma apuntando justo hacia Áquila.

– Llévate a ese.

– ¿Qué pasa? -preguntó Fabio, alarmado por el gesto de la mirada del tribuno.

– Sea lo que sea, «sobrino», nosotros estamos fuera. Ese cabrón nos envía a otro sitio.

– Estaría mejor si fuera sólo -dijo Tulio, consciente de que ochenta hombres en marcha presentaban mejor blanco al enemigo que un sólo corredor.

Ampronio aún estaba mirando a Áquila y su voz sonó llena de sarcasmo.

– ¿Cómo puedes decir eso cuando tienes a un héroe reconocido en tus filas para protegerte?

No había nada que el centurión pudiera hacer. Cuando Tulio se dio la vuelta para ordenar que el manípulo de Áquila saliera de las filas, oyó que Ampronio llamaba al siguiente centurión sénior. Aquel hombre quería que él, con sus dudas, se quitara de en medio, así como Terencio, junto con los hombres que estaban con él, de los que Ampronio sospechaba que habían sido contagiados del pesimismo de Áquila. Dio sus propias órdenes, que hicieron que Áquila y sus hombres dieran un paso adelante, giraran a la derecha y marcharan dándoles la espalda a la manera oficial, por los espacios que quedaban entre las demás formaciones. Mientras volvían al estrecho desfiladero, pudieron oír a Ampronio dando órdenes a las tropas para que se acercaran en la misma posición que asumían antes de entrar en batalla.