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– ¿Contra quién planean combatir? -preguntó Fabio, que aún estaba confundido por lo que había pasado.

Áquila no estaba escuchándole. Estaba concentrado en el suelo que tenían bajo los pies.

– ¡Silencio! -gritó Tulio enfurecido, y su voz levantó el eco de las paredes desnudas. No estaba contento, pues sospechaba que su carrera como centurión acababa de llegar a su final.

Los hombres que se escondían en las colinas los vieron marchar, y resistieron la tentación de atacarles. Quizá después de que destruyeran a los romanos en el valle, podrían salir a perseguir a aquella fuerza más pequeña, pero incluso aquellos a los que ya habían atrapado podían esperar. Dejarían que les hicieran lo peor a los mordascios, para que las otras tribus vieran cómo recompensaban los invasores a aquellos que se ponían de su parte contra los de su propio pueblo. Cuando el verdadero enemigo hubiese saqueado el valle y reunido todo su botín en un lugar, sería el momento de hacerles saber que estaban aislados.

– Huele a gato encerrado.

– ¿Te refieres a tus pies? -dijo Fabio y Áquila lo miró, esperando que su gesto le haría callar.

– Tengo mis órdenes -dijo Tulio con gesto sombrío-. Si Ampronio quiere meterse él solito en problemas, es asunto suyo.

– Podría encontrarse con algo un poco peor que problemas -Tulio se encogió de hombros, mientras mojaba su mendrugo en la calabaza llena de vino picado-. Venga, Tulio. Una de las tribus contra las que hemos tenido que luchar una y otra vez nos dice que los mordascios tienen planes de volverse contra Roma. ¿Y qué hace nuestro noble centurión? ¿Reírse en su cara? No, escucha los cuentos sobre la riqueza que han acumulado los mordascios, se relame y piensa en la fortuna que puede hacer.

Tulio estaba incómodo, allí tirado en medio de ninguna parte. Podía afirmar su autoridad, pero dudaba de que Áquila la reconociera, así como sabía que si preguntaba a sus hombres, estos se decantarían por su compañero legionario en vez de por él.

– ¿Cómo sabes que no están pensando en rebelarse?

Áquila decidió que una pequeña exageración no le haría daño.

– Hablo un poco su idioma.

Todas las dudas que Tulio y los que eran como él tenían sobre la talla y el color de Áquila se reflejaron en la mirada que le lanzó.

– ¿Qué?

– Los mordascios hablaban de paz, reafirmaban su fidelidad a Roma y ofrecían alimentarnos. No me suena a gente que se esté rebelando. ¿Qué te dijo Ampronio antes de ordenar que nos marcháramos?

Ahora la mayoría de los hombres se había reunido a su alrededor, ansiosos por escuchar lo que tenía que decir. Nunca habrían aceptado un no por respuesta.

– Dijo que iba a matarlos.

Áquila golpeó con el puño la roca en la que estaba sentado.

– Dije que aquello apestaba. ¿No notaste nada cuando salíamos de allí?

– ¿Como qué?

– Como un montón de huellas de cascos en el camino.

– ¿Y qué? -dijo Tulio con una sonrisa triunfante-. Nuestra caballería pasó por allí.

– Antes de que pasáramos nosotros, Tulio. Todo el destacamento marchó por ese camino. Cualquier huella dejada por nuestros hombres habría quedado indistinguible. Esos caballos pertenecían a otros, a alguien que siguió ese camino después de que lo usáramos nosotros -Áquila pudo ver el gesto en el rostro de Tulio. El conflicto que tenía en su mente se reflejaba en sus ojos-. Antes de que me digas que sólo estás siguiendo órdenes, déjame que te diga yo algo. Me importa un bledo Ampronio Valerio, pero hay muchos hombres buenos ahí abajo y creo que se han metido directamente en una trampa.

Capítulo Diez

Áquila estaba ahora al mando. por consenso general, era el hombre más adecuado para el mando, mientras que Tulio iba a hacer aquello para lo que era bueno, correr sin armas ni armadura, con un odre de agua sobre los hombros, para intentar contactar con Quinto y advertirle de lo que había sucedido. Áquila asumía que quienquiera que fuesen aquellos que pensaban enfrentarse a ellos, seguirían al manípulo para ver a dónde iban, así que marchó tras el centurión, en busca de un lugar adecuado para tender una emboscada. No resultaba difícil en aquella región montañosa, ni siquiera para ochenta hombres: de hecho, cuanto más pensaba en ello, más maldecía a Ampronio. Una mirada adecuada habría dejado claro a cualquiera que tuviera ojos para verlo, ojos que no estuvieran turbios por la avaricia, que una fuerza de su tamaño sólo podría pasar por allí si alguien quería que lo hiciese. También se maldijo a sí mismo; tendría que haberlo visto antes, incluso aunque su tribuno no hubiera sido capaz de hacer él mismo tal observación.

Los hombres habían recibido sus órdenes y cuando silbó, veinte legionarios del frente salieron del camino y se escondieron tras los peñascos. Al detener de golpe su retaguardia, estaba en una buena posición para ver si eran visibles y dio la extraña orden de que bajaran una lanza o dejaran caer un escudo mientras él pasaba, pidiendo a los hombres que se mantuvieran en silencio y quietos antes de que él mismo se escabullera detrás de una peña. Ocupado como estaba vigilando el camino, no llegó a ver a Fabio, que, detrás de él, hizo lo mismo. Las tropas restantes continuaron la marcha bajo las órdenes de seguir mil pasos adelante, parar después y, una vez que oyesen el sonido de la lucha, volver atrás a toda prisa.

El sonido apagado de los cascos fue haciéndose más fuerte y Áquila se concentró profundamente, con la oreja pegada al suelo, intentando usar las habilidades que había aprendido de Gadoric tanto en casa como en Sicilia, destrezas que había dejado aparte desde que se había alistado en las legiones. Cuatro hombres a caballo, sin apresurarse, pero sin cuidado, acompasaban su paso al de los hombres que marchaban delante. Con suerte conseguiría capturar a uno de ellos con vida, y con uno sólo sería suficiente. Entonces sería capaz de averiguar lo que les esperaba delante y con cuántos hombres tendrían que luchar. Se levantó justo cuando el primer jinete lo adelantaba, alanceando al segundo con una jabalina bien apuntada, y su grito alertó a sus compañeros, que se encargarían del otro par fácilmente.

Áquila se volvió mientras doblaba sus rodillas para saltar sobre el primer jinete. El hombre se había girado en su silla, tratando de escapar del peligro, pero la jabalina le alcanzó en el costado, añadiendo ímpetu a su movimiento, descabalgando así al jinete de su montura. Fabio estaba sobre él antes de que Áquila pudiese abrir la boca, y su grito no habría tenido efecto, dado el ruido que había. Su «sobrino» estaba encima del pecho de su víctima y empujaba con ambas manos su espada, que perforaba la coraza y machacaba las costillas del otro al entrar en su cuerpo. Los pies pateaban salvajemente y sus brazos se movían inútiles, pues el hombre era como un insecto clavado a un muro. Con todo su peso aún sobre su espada, Fabio se giró y sonrió a Áquila, expresión que cambió a perplejidad cuando se dio cuenta de que su «tío» estaba enojado.

No había tiempo para discutir; tenían cuatro caballos, animales a los que se les podía dar uso. Podía enviar a sus hombres tras Tulio con más información, pero primero tenía que echar un vistazo él mismo para averiguar qué era aquello a lo que se enfrentaban.

Era fácil confundir a Áquila con un guerrero local, pues se había quitado su uniforme y llevaba puesto un casco enemigo, aunque tenía que encogerse para disimular su estatura. Toda la partida emprendió el camino de vuelta y Áquila tomó la delantera sobre su caballo, así que fue el primero en ver el humo en el cielo azul y el primero en oler el fuego. Su nariz captó también caballos, muchos, el rico olor de los excrementos frescos olía fuerte en la débil brisa. Habían cerrado la entrada al valle en cuanto lo vieron marchar, tomando posiciones en las colinas que daban al camino para así poder sorprender a Ampronio cuando se marchara.