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Sus caballos estaban ahora atados en fila junto al río, bajo una pequeña guardia. Los romanos tendrían que pasar por allí, pues todas las otras salidas del valle les alejaban de la seguridad de su campamento base y lo harían entusiasmados por los esclavos y el botín, si es que el olor a quemado significaba algo.

Mientras Áquila sopesaba sus alternativas, tres cosas le parecieron evidentes: la primera, que incluso muy superados en número, los romanos luchaban mejor en campo abierto de lo que podrían hacerlo en el estrecho desfiladero. En segundo lugar, que atravesarían el desfiladero a menos que estuvieran advertidos del peligro. Pero fue el tercer factor lo que determinó el desarrollo de la acción. Ampronio tenía una fuerza compuesta principalmente de infantería; los avericios solían luchar a caballo, así que se puso a cubierto y corrió de vuelta para reunirse con los otros.

– ¿Quién sabe montar?

Varios hombres levantaron sus manos, aunque la posibilidad de que fueran jinetes diestros era remota. Los granjeros romanos nunca criaban caballos para otra cosa que no fuera el trabajo pesado, así que raras veces eran competentes en la monta, pero si podían mantenerse sobre la silla, se moverían más rápido que un hombre a pie, y por la misma razón, dos tendrían una oportunidad mejor que uno sólo. Envió a la primera pareja con un mensaje hablado que describía a grandes rasgos la situación y lo que Áquila intentaba hacer; entonces hizo que diez hombres dejaran sus armas y parte de su armadura, y que llevaran lo justo para ser identificados como romanos. Después les ordenó que se revolcaran en el polvo, Fabio incluido, pues se lo suplicó y Áquila accedió porque su sobrino era bueno en cualquier cosa que oliese a subterfugio. Los soldados fueron atados juntos por el cuello, lo que en apariencia les impedía el movimiento, cubiertos con aún más polvo y se les dio la orden de que actuaran como prisioneros que habían sido apaleados con dureza.

Los guerreros que guardaban los caballos ya estaban puestos en pie cuando la partida estuvo a la vista porque Áquila, que iba gritando maldiciones celtas con la esperanza de que apenas pudieran oírlas, los había alertado. A sabiendas de que estarían preguntándose de dónde provenían los prisioneros, golpeó la tambaleante fila con un pedazo de madera, haciendo que trastabillaran y cayeran, lo que sirvió para aumentar su aspecto abatido y, esperaba, para distraer a los guerreros. Fabio, en un acto de sobreactuación que enfureció a Áquila, cayó de rodillas con las manos juntas en el pecho y suplicó piedad en voz alta.

– Levántate, maldita sea. ¿Quieres estropearlo todo?

Fabio se puso en pie y entonces empezó a golpearse el pecho y a lamentarse. Lo que para los hombres que guardaban los caballos era incomprensible, estaba bastante claro para Áquila, pues Fabio le decía dónde clavar su lanza de plata. Cuando llegaron junto a los caballos atados, los guardias se alinearon para burlarse de aquellos cerdos romanos, pero aquello cambió de pronto cuando aquellos puercos saltaron hacia ellos y acabó del todo cuando los cuchillos escondidos encontraron sus objetivos.

– ¡Los cuerpos! -espetó Áquila. Los arrastraron y los arrojaron a los arbustos que bordeaban el río-. Fabio, que algunos hombres se vistan como los locales, y después que los otros se oculten.

Salieron los dos mensajeros siguientes, estos para informar a Quinto de que los romanos tenían el control de la entrada al paso. Durante la siguiente hora, el resto de sus hombres fueron llevados a las filas de caballos en grupos pequeños. Puso a algunos a preparar antorchas, mientras que los que estaban disfrazados reunían haces de leña de arbustos secos. Áquila, sin casco ni escudo, había subido a las colinas que quedaban a la izquierda del camino y empleó todas sus destrezas de cazador que tenía a mano para acercarse a los sitiadores sin que lo vieran. No fue tan difícil como había temido; estaban sentados en grupos hablando en voz alta, seguros de que sus vigilantes les darían la alarma con tiempo si Ampronio terminaba su saqueo y disponía a sus hombres en formación para marchar.

Mientras escuchaba, se esforzó mucho por comprender el dialecto que estaban hablando. Entendió claramente algunas palabras, pero no pudo captar el sentido de su conversación. No es que lo necesitara, pues en el momento en que dejaran de hablar y se pusieran en posición, sabría que era el momento de marcharse. Áquila estaba en una posición descubierta y peligrosa, pero era más feliz de lo que había sido en mucho tiempo, libre para tomar sus propias decisiones, lejos de la interferencia de superiores y justo en este momento disfrutaba de la soledad -algo que no se permitía muy a menudo a un soldado de las legiones.

La orden -dada en voz baja, pero con urgencia- acabó con las conversaciones a su alrededor. Oyó el golpeteo de metal contra las rocas cuando los guerreros se pusieron en marcha y los ruidos cesaron. Áquila se arrastró alrededor de la roca detrás de la que había estado escondido, en busca de un punto que le permitiera tener una vista del valle. Fue su águila lo que lo salvó, pues el hombre que le puso su espada corta en la garganta dudó el tiempo justo, al no estar seguro de su identidad. La pregunta, hecha en el gutural dialecto local, era fácil de entender y él contestó con un nombre local, gracias al que se ganó otro segundo, mientras el avericio agarraba el águila y tiraba con la fuerza justa para arrancársela. Al estar en medio, la espada que estaba junto al cuello de Áquila se apartó lo suficiente para que él se moviera y su rodilla hizo contacto al mismo tiempo que su mano agarraba la muñeca del guerrero. Este abrió la boca dispuesto a gritar, pero Áquila puso una mano sobre su casco y tiró de él hacia arriba, usando su correa para empujar la cabeza del guerrero hacia atrás. Colocó su otra mano sobre la boca del celta, empujando sus dientes hacia abajo hasta que oyó romperse su mandíbula. Su oponente cayó de rodillas, ahora con el brazo de Áquila rodeando su tráquea, impidiendo la entrada de aire. Tirando del casco con la otra mano, tan despacio y en silencio como le era posible, Áquila lo estranguló.

Todo estaba despejado hasta el siguiente nivel y de una mirada supo todo lo que quería saber. Pudo ver a los romanos, unas diminutas figuras a lo lejos, pero visibles por su formación regular. El grupo de futuros esclavos, en medio de los dos destacamentos, formaba una masa desordenada, pero se movía al mismo ritmo que sus captores, en dirección a la salida del valle y la carretera de vuelta al campamento base. Toda la fértil meseta estaba salpicada de cadáveres de ganado; Ampronio mató todo lo que no se podía llevar. Las cabañas habían ardido fácilmente, pero de las ascuas aún ascendían tenues volutas de humo.

Los observó durante un par de minutos, evaluando el ritmo de su paso, y confirmó que la masa de las fuerzas atacantes estaba al otro lado de la garganta, lista para descender a toda prisa, antes de darse la vuelta y regresar a donde estaban esperándole sus hombres. Después de ordenar a los que estaban disfrazados que volvieran a ponerse los uniformes, él mismo se cambió, mientras intentaba acompasar el ritmo de los que marchaban con la imagen mental del paisaje que tenía en su mente.

– ¿Recibirá Ampronio el mensaje? -preguntó Fabio.

– Lo recibirá, pero lo que importa es lo que haga él después.

– ¿Y si no hace nada?

Áquila asintió.

– Tiene comida, agua y un lugar perfecto para presentar batalla, incluso aunque lo superen en número.

– Creo que deberíamos alejarnos.

– No te preocupes, Fabio. La mayoría de ellos están al otro lado del paso. Sólo hay unos pocos a este lado porque es demasiado empinado como para caer entre nuestros hombres cuando la trampa se cierre. Estaremos más seguros aquí arriba, y si ocurre lo peor, siempre podemos encontrar la manera de unirnos a Ampronio.