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Encendieron las antorchas y después los haces de leña, que colocaron cerca de los caballos utilizando sus lanzas. Otros arrastraron más haces para bloquear el camino, para que los animales, si querían escapar de las llamas y el humo, sólo tuvieran un camino por el que huir. Tiraron de sus cuerdas y levantaron sus cascos acompañando el ruido de su temor hasta que Áquila gritó la orden y se cortaron las cuerdas. Quienes las cortaron tuvieron que moverse con tino, pues los animales, una vez liberados, salieron en masa alejándose de las llamas y de los gritos de los legionarios, directos a la elevación que llevaba a la ruta que atravesaba el valle.

Áquila tuvo que gritar sus órdenes para que lo oyeran por encima del ruido del estruendo de cascos, mientras sus legionarios corrían hacia las peñas a la izquierda del camino, de donde salía el camino hacia lo alto del escarpado barranco, que de inmediato empezaron a escalar. No había manera de que pudiera dirigirlos en aquellas rocas; cada hombre tenía que valerse por sí mismo y, si había juzgado correctamente el número de guerreros de aquel lado del desfiladero y si sus hombres luchaban bien, se harían con la parte alta del terreno. Si no, y si Ampronio Valerio no hacía nada, en su momento morirían a manos de una fuerza más numerosa.

Los caballos corrieron entre el estrechamiento de rocas como una sólida masa de carne que nada pudiese resistir, de forma que aquellos que habían tomado sus posiciones en el suelo de la garganta y no pudieron apartarse fueron arrollados o pisoteados. Una enorme polvareda se levantó detrás de los caballos llenando de polvo todo el desfiladero, y los avericios, que ya sabían que la sorpresa se había perdido, se pusieron en pie gritando, como si al llamar a sus caballos pudieran hacer que se detuviesen.

Ampronio, que marchaba a la cabeza de sus hombres, había oído el ruido de la estampida, que llegaba aumentado por la estrechez de las altas rocas. Soldados y esclavos se detuvieron sin necesidad de órdenes ni de llamadas a la disciplina romana cuando aparecieron los primeros animales en la boca de la salida. Las órdenes fueron automáticas, al tiempo que los legionarios formaban filas, con sus escudos levantados, dejando avenidas entre las unidades para que los caballos cargaran por ellas. Aquellos que habían sido capturados por los soldados, aturdidos por lo que les había pasado aquel día, se quedaron quietos. Algunos murieron bajo los cascos de los animales, pero con el creciente espacio que les proporcionaba el valle empezó el impulso de dispersar la estampida. Los caballos, ya bien lejos de las llamas, estaban empezando a correr en círculos. Ampronio, que ahora podía ver a los guerreros de las rocas que había sobre él, se volvió hacia el centurión que había reemplazado a Tulio y le dio una sola orden.

– Matad a los prisioneros restantes.

El sonido de hombres, mujeres y niños agonizando llegó a Áquila cuando este luchaba por subir la colina, pero sólo era el ruido de fondo para hombres que gritaban, choques de espadas y el estruendo de las armas que golpeaban sobre escudos de madera endurecida, todo lo cual rebotaba en forma de eco en las rocas que rodeaban cada enfrentamiento individual. Fabio estaba a su lado, avanzando trabajosamente, maldiciendo a los dioses, a Roma y a su «puñetero tío». En el valle, los ensangrentados romanos permanecían entre sus últimas víctimas, rematando a lanzadas a aquellos que aún daban alguna muestra de vida. Ampronio les ordenaba que se colocaran detrás de la masa de cadáveres y formaran cuando Áquila alcanzó la cima de su lado del barranco. Ahora que podía observar el valle, vio a Ampronio Valerio en posición defensiva tras un terraplén de cuerpos muertos, dispuesto a esperar en campo abierto para ver si lo atacaban.

Había juzgado bien; sus hombres superaban en número a los que estaban en su lado del desfiladero, que se habían apostado allí para arrojar rocas sobre los romanos. Y no sólo los superaban en número, pues eran los menos tenaces de los luchadores, guerreros mayores que se habían situado en una posición en la que podían ser de alguna ayuda. No esperaban combatir cuerpo a cuerpo con legionarios romanos endurecidos por las batallas, así que algunos intentaron rendirse, pero murieron igual que aquellos de sus camaradas que lucharon; en la colina no había espacio para hacer prisioneros.

De los setenta hombres con los que había empezado, llegaron a la cima unos sesenta. Áquila los puso en formación con los escudos juntos para presentar un aspecto lo más imponente posible, pero no fue esta demostración de fuerza lo que convenció al comandante enemigo para rendirse, fue la simple lógica. Las mismas mentes retorcidas que habían metido a Ampronio en aquella trampa le libraron de esta. Habían perdido el elemento sorpresa, sus caballos y la iniciativa. Los hombres de Áquila encontrarían una forma de unirse a los romanos del valle si eran atacados y la fuerza combinada de infantería se enfrentaría a ellos de cara en un punto en que su superioridad numérica sería inútil, especialmente a pie.

No era necesario ser un genio para adivinar que, era muy probable, enseguida habría refuerzos en camino, así que toda la tribu tendría que salir del área de acción de los romanos para evitar el castigo y que, si querían salvar algo, lo mejor era hacerlo a toda prisa. La noche se acercaba, así que Áquila formó a sus hombres en un círculo apretado, les dijo que racionaran su alimento y su agua, y después organizó las guardias. En realidad no durmió nadie, conscientes de que si los celtíberos iban a intentar algo para inclinar la balanza de su parte, sería aquí. Podían ver a sus camaradas acampados en el valle, casi olían la carne que se asaba en los espetones sobre los vacilantes fuegos y sabían que Ampronio, al no intentar ascender a las elevaciones de enfrente, les había dejado en la estacada, dispuesto a dejar que murieran antes que arriesgarse a asumir bajas entre sus propios soldados.

Los hombres de Ampronio se encontraban en un estado de máxima alerta y los fuegos ardieron toda la noche, hasta que por fin el negro cielo estrellado se tiñó de gris y la luz de los fuegos se desvaneció cuando el sol empezó a salir. La partida de Áquila, que había pasado toda la noche acurrucada en las rocas, sin apenas osar moverse, pudo por fin ponerse en pie y estirar las piernas. Todos miraron por encima del barranco hacia las rocas del otro lado para encontrarse con que estaban vacías; en silencio y a oscuras, el enemigo se había marchado, dejándoles con la victoria. Habrían lanzado vítores si no hubieran estado tan cansados.

Ampronio retrasó su marcha por el barranco hasta que el mensajero de Áquila le informó de que era seguro hacerlo. Detrás no dejaron más que devastación y un cielo lleno de buitres, que esperaban que aquellos intrusos desaparecieran para así poder atiborrarse con el montón de cadáveres. Áquila había hecho que sus hombres formaran a la manera de los desfiles, de espaldas a sus camaradas, que se aproximaban, hasta que Áquila dio la orden cuando estos estuvieron a su altura. Su manípulo rompió filas para que Ampronio Valerio pudiera marchar a través a la cabeza de sus tropas.

El tribuno buscó en vano a Tulio y cuando no pudo encontrarlo, no tardó mucho en darse cuenta de quién lo había salvado. La mirada de odio que dedicó a Áquila Terencio fue totalmente correspondida.

Quinto Cornelio miró la pila de adornos de oro y plata que yacía amontonada en el suelo de su tienda. Torques, gargantillas, petos y cascos finamente decorados. El resto de su personal permanecía alrededor en silencio, esperando la decisión de su general. Ampronio estaba firme delante de él, mientras que fuera esperaban Áquila y otros, igualmente en silencio. Como mínimo, el tribuno sería enviado de vuelta a Roma con deshonra: puede que su destino fuese la muerte, que era lo que merecía, pues había masacrado a los mordascios por nada más que por lucro personal.

Pero su general reflexionaba acerca de otras cosas. Estaba pensando en su padre; él era demasiado joven cuando Aulo había celebrado su triunfo, pero la escena de aquel acontecimiento permanecía tan viva en su mente como si hubiese ocurrido ayer. Nada significaba más que eso, el día en que toda Roma doblaba la rodilla, la cima más alta del éxito militar a la que un soldado podía llegar. Los valiosos objetos que había ante él no eran nada, en cantidad, comparados con aquellos que su padre tomó a los macedonios, pero brillaban de la misma manera y en su imaginación los veía en una alta pila, junto con las armas capturadas, en los carros de guerra ceremoniales.