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Toda su vida Quinto había sentido que vivía a la sombra de otros hombres; primero su padre, después Lucio Falerio, como político más poderoso. Cuando regresara a Roma, como debería hacer, para asumir el liderazgo que Lucio le había legado, se haría con una herencia poco segura. Quería un triunfo propio, pues así podría emular a su padre y mejorar su posición. Nada más que eso desinflaría a aquellos que se oponían a su liderazgo; nadie se atrevería a cuestionar su supremacía en el Senado si él acabara de recorrer con su carro la Vía Triumphalis, especialmente con un triunfo conseguido en un terreno que había sido testigo de tantos fracasos.

Levantó la vista hacia Ampronio.

– ¿A cuántos mataste?

– A unos dos mil, mi general.

– ¿Y sólo porque los avericios te contaron que pretendían traicionarnos?

El tribuno parecía querer desaparecer o que se lo tragara la tierra apisonada del suelo de la tienda. Su rostro de huesos delicados estaba pálido y su labio superior estaba perlado de sudor. En su momento todo le había parecido tan sencillo y directo. Ahora que se había llegado a esto, la cuestión era que su vida estaba en peligro. Luchó por controlar el miedo en su voz y habló en voz alta.

– Estaba convencido de estar cumpliendo con mi deber.

Quinto lanzó una significativa mirada a la pila de objetos de oro. Sus ojos se deslizaron por el mar de rostros que tenía delante y todos los ojos que lo miraban fijamente se apartaron rápidamente de él. Podía castigar a Ampronio, pero, ¿qué conseguiría con eso? Nada, excepto que el padre del joven, que en el presente era su protegido, se convertiría en enemigo suyo de por vida. Pero tampoco podía pasarlo por alto; tenía que agradecérselo o castigarle. El sonido del desfile cabalgando por la Vía Triumphalis bien pudo sugerirle una respuesta. Tras pedir a todos que permanecieran allí, salió a hablar con los hombres que había enviado a reconocer el campamento avericio. Nadie pudo oír su conversación con el decurión al mando, pero el gesto de su rostro al regresar a su tienda convenció a quienes estaban observando de que Ampronio estaba a punto de ser condenado.

– ¡Traedme el mapa! -dijo bruscamente.

Los oficiales veteranos se apresuraron en obedecer; despejaron la mesa y extendieron el mapa para que el general lo examinara. Quinto dio unos pasos con la mirada baja, intentando tomar una decisión. Pocos alabarían que respaldara a Ampronio, pero poco importaba la buena opinión de aquellos hombres, puesto que todos le debían a él sus nombramientos. Era la impresión que causaría en Roma lo que importaba. Finalmente dejó de pasearse, desechó la idea de que sus enemigos se reirían y pronunció sus órdenes.

– Debemos destruir a los avericios y ellos no esperarán a que vayamos. He recibido información de que toda la tribu está en movimiento. -Hincó su dedo en el mapa-. Todas las unidades de la legión se reunirán aquí, en la cabeza del valle central. Quiero que la caballería salga en una hora. Necesito saber dónde están ahora los avericios, si es que se han detenido, y si no, hacia dónde se dirigen.

Las trompetas y cuernos que llamaron a las armas sorprendieron a Áquila; dejaron el campamento y estaban en marcha antes de mediodía. La caballería había salido unas horas antes, pero no antes sin contar a todo el que preguntó lo que iban a buscar.

– Se va a salir con la suya -dijo Fabio.

– Podría ser peor que eso -replicó Áquila.

– ¿Cómo?

Pero Áquila no se dejó llevar.

– ¡Espera y verás!

A Marcelo le preocupó el tiempo que tardaron sus hombres en estar listos, aunque muy en el fondo sabía que lo estaban haciendo bien. Sólo hacía una hora que la orden había llegado; tenía que unirse al general con todos los hombres de que dispusiera, pues Quinto quería estar seguro de que sin lugar a dudas superaría en número a su enemigo. El joven Falerio había trabajado duro para conseguir llevar a aquellos soldados hastiados y cínicos al punto en que podían considerarse aptos para la acción. Nunca antes había trabajado tanto ni dormido tan poco. No hubo discursos para animarlos sobre el poder y la majestad de la República, ni sobre la nobleza de servir en las legiones; lo había conseguido a base de puro ejemplo personal, simplemente presentando un reto. Marcelo no ordenaría a aquellos hombres que hicieran lo que no haría él, así que, lejos de llevar la vida regalada que se le ofrecía en lo que en realidad era una guarnición, había cavado zanjas, levantado terraplenes, marchado con y sin equipo; luchado con lanza, escudo, espada, puños y a pura fuerza bruta, gritando, animando y engatusando, hasta que el primer atisbo de entusiasmo regresó a la contrariada legión.

En cuanto ocurrió aquello, envió un despacho a Quinto en el que afirmaba que sus hombres sólo necesitaban combatir para volver a convertirse en una unidad de lucha preparada. ¿Acaso el cónsul estaba demasiado ocupado como para aceptar la invitación? Podía ser así si se tenía en cuenta que no se había acercado a verlo con sus propios ojos ni había ordenado que aquellos hombres se uniesen a él, como reemplazo de sus propias legiones, que ahora debían de estar hartas de tanta campaña. Las cosas empezaban a deteriorarse y Marcelo sentía que sus legionarios, con su entusiasmo, se le escurrían entre los dedos como arena fina. Con la esperanza de que un repentino cambio de opinión de Quinto llegara a tiempo, pasó por alto el insulto que implicaba ser ignorado y marchó, deseoso de entrar en su primera auténtica batalla.

Capítulo Once

Si la tribu íbera de los avericios llegó a tener alguna oportunidad, esta se esfumó al recibir Quinto los despachos de Roma; llegaron justo cuando estaba dejando el campamento. Bastante malo era enterarse de que, al final, los equites habían conseguido la igualdad en los jurados; Quinto ya sospechaba que, con la muerte de Lucio, el Senado tendría que rendir ese privilegio en algún momento. Pero fue el hecho de que su hermano lo hubiera apoyado lo que inflamó su rabia. Podría protestar hasta el día de su muerte, pero nadie creería que Tito había actuado sin su consentimiento. Ahora no era cuestión de conseguir un triunfo para elevar su prestigio, sino que se había convertido en algo esencial conseguir uno sólo para salvarlo.

Marcelo se unió a él cuando aún se estaba tirando de los pelos, así que no se ganó ningún aplauso por el aspecto apropiado y el porte militar de sus hombres, ni tampoco se alegraron las legiones del cónsul al ver que se sumaban a sus fuerzas, puesto que eso sólo incrementaría el número de soldados a la hora de repartir las ganancias de sus saqueos. Quinto ya estaba algo calmado cuando por fin se permitió a Marcelo presentarse ante él.

La recepción fue gélida, pues sólo ver al joven tribuno fue suficiente para traer hirviendo a la superficie todo el resentimiento del general, de forma que apenas pudo conseguir ser correcto. Cuando Quinto le había mandado llamar, tenía toda la intención de que Marcelo Falerio desempeñara un papel destacado en la batalla que se avecinaba; sólo un general ganaba verdaderamente prestigio de algo así, pero podía permitirse que se contagiara un poco a los demás, aunque cualquier cosa que consiguieran siempre quedaría ensombrecida por el papel del comandante. No sería así para Marcelo: de repente le informaron de que tenía que tomar posición detrás de sus hombres y formar un escudo defensivo tras la fuerza principal.