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Sorprendieron a toda la tribu en campo abierto, una larga hilera de carros, hombres, mujeres y niños a pie que intentaban huir de la ira de los romanos. Costeti, su caudillo, que había enviado un mensaje a Breno pidiéndole ayuda, mantenía su vista fija en el horizonte del oeste. Si los duncanes y algunas de sus tribus protegidas acudían en su ayuda, su fuerza combinada frenaría la persecución. No serían capaces de derrotar a los romanos en una batalla campal, pero al menos los avericios escaparían.

La única nube de polvo se levantaba al este, mientras las legiones, moviéndose por una vez más deprisa que sus enemigos, rebasaban a su presa. En el oeste no había nada más que un cielo despejado. Enviaron emisarios a Quinto ofreciendo someterse a su yugo, incluso a comerse la hierba del campo si firmaban la paz, pero fueron rechazados. Lo mismo ocurrió con la oferta de los líderes tribales de entregarse si se perdonaba la vida a los demás: Quinto quería batalla.

Sin más opción que luchar, sacrificaron su ganado y quemaron sus carros para que así no cayeran en manos enemigas; después formaron en silencio, mientras esperaban a que llegaran los romanos, intentando ignorar las acciones de las avanzadillas. Áquila, en primera línea, empezó a avanzar con el sonido de los cuernos, maldiciendo en voz baja por verse obligado a hacer aquello. Sus oponentes, enardecidos y aguijoneados al fin para entrar en acción por las avanzadillas, acallaron su conciencia al cargar contra las filas romanas, simplemente porque, puesto que la otra opción era morir, había menos deshonra en matar ahora. Aquello enseguida dejó de ser un campo de batalla, una vista amplia de filas de guerreros enfrentados; la lucha se fue reduciendo a un tira y afloja entre el enemigo que estaba en frente y los dos hombres que había a cada lado.

Los cuernos volvieron a sonar y la infantería más pesada, los principes, con el viejo Labenio a la cabeza, atravesaron la primera línea y reanudaron el combate. Los avericios, más acostumbrados a luchar a caballo que a pie, no pudieron resistir el peso del ataque romano. Su frente se rompió, pero no había a dónde ir, pues Quinto había enviado su caballería a rodear los flancos para cortarles el paso. Murieron sin rendir sus posiciones, en un círculo decreciente de guerreros a ninguno de los cuales se dio cuartel. Áquila no vio a Labenio, que, tan bravo como siempre, murió de un lanzazo que le alcanzó justo cuando ordenaba a sus hombres que emprendieran la carga final. Marcelo, bien en retaguardia, vigilaba mientras los demás se encargaban de la lucha, y ya estaba seguro de que no iban a requerir a sus hombres. La prueba de lo lejos que había llegado al volver a ponerlos en forma para que fueran una unidad de combate preparada estaba en que él no era el único decepcionado.

Contaron los muertos en el propio campo al final, y el resultado hizo de Quinto un hombre feliz, pues superaban con mucho los cinco mil, la suma requerida para que un general reclamara su triunfo. Sus propias bajas fueron mínimas y los despojos, una vez que se reunieron las posesiones de los avericios y se añadieron a los que Ampronio había cogido de los mordascios, agradarían al tesoro público, mientras que la pila de armas sería bastante alta como para llenar de alegría a la multitud cuando ellos desfilaran por las calles de Roma. Las mujeres y los niños supondrían menores ganancias como esclavos que los hombres, pero dada su cantidad, ayudarían a hacer de Quinto un hombre más rico de lo que era ahora. La tierra de los avericios sería suya, y la minería y extracción de plata, ahora que los mordascios habían sido aniquilados, también recaería en el cónsul, una fuente de ingresos a largo plazo para las arcas de los Cornelios.

– Bien, Ampronio Valerio, ¿tienes alguna sugerencia sobre el paso que daremos a continuación?

El tribuno, que estaba sólo en la tienda con su comandante, no dijo nada, pues la manera en que lo miraba Quinto no presagiaba nada bueno. Desde que el general había dado la orden de atacar a los avericios, él se había considerado absuelto de toda culpa por la masacre de los mordascios; ahora supuso que había sido demasiado optimista.

– Estás aquí tú sólo por una razón. No quiero que otros oigan lo que estoy a punto de decirte.

– Lo entiendo, Quinto Cornelio.

A Quinto se le agrió el gesto.

– Dudo que lo entiendas, Ampronio. Estuviste a punto de perder a doscientos cincuenta hombres y, al mismo tiempo, destruiste a una de las pocas tribus de la provincia cuya lealtad estaba fuera de toda duda.

– Mi general, yo…

– Silencio -Quinto interrumpió sin levantar la voz, pero el efecto fue el mismo-. Mereces que se te despoje de tu rango y se te azote, ese tipo de humillación pública que haría que tu familia cubriera su cabeza de vergüenza.

Quinto esperó a ver si el joven decía algo. Le agradó que el tribuno permaneciera en silencio y firme.

– Sin embargo, hay otras cosas que tener en cuenta. Quiero que sepas que, puesto que me has obligado, he actuado por el bien de Roma. Provienes de una familia patricia de buena posición, una familia de cuyo apoyo siempre he disfrutado.

Ampronio no era del todo tonto, sabía que ahora ese apoyo tenía que ser incondicional, o Quinto levantaría una acusación contra él en el Senado. Los cargos serían difíciles de refutar y sería imposible sobrevivir con los recién formados tribunales llenos de caballeros, ansiosos por arrancarle la cabellera a un patricio. En esto no había límite de tiempo; Quinto podía esgrimir esa posibilidad contra él durante años, y eso también afectaría a su padre mientras viviera. El cónsul levantó un sólo dedo, haciendo con él un gesto para remarcar cada argumento.

– Por principio, en el caso de los bárbaros, Roma debe ser vista como poderosa, antes de que nos vean como justos. Ahora, ¿qué propones que deberíamos hacer con ese Áquila Terencio?

La pregunta desconcertó a Ampronio, que, cuando había pensado en todo aquello, normalmente había imaginado una cuchillada rápida por la espalda. No habían intercambiado una palabra desde el asunto del desfiladero, pero la mirada de aquel hombre había sido suficiente para engendrar auténtico odio en la mente de Ampronio.

– Podríamos, por hacer una concesión, premiarle con una corona de asedio -dijo Quinto.

– ¿Qué? -Ampronio soltó la palabra sin pensarlo.

– Desde luego merece una corona cívica -continuó Quinto con suavidad, como si Ampronio no hubiera hablado-. Ya habría tenido una de esas antes si hubiese mantenido la boca cerrada.

El tribuno habló apresuradamente, enfadado porque el cónsul estuviera pensando en condecorar a aquel hombre.

– Él no asedió nada, mi general, y lo que consiguió lo hizo con mis hombres, nominalmente bajo el mando de un centurión. Se supone que la corona de asedio se concede por las acciones de un hombre que actúa en solitario.

La voz del cónsul sonó fría como el hielo.

– No intentes aleccionarme sobre las normas que rigen la concesión de galardones. Tendré que justificar tus acciones ante el Senado, incluyendo la masacre que perpetraste en aquel valle.

– Por el bien de Roma -replicó Ampronio sin convicción, intentando usar las palabras de su comandante contra él.

– No es algo sobre lo que todo el mundo vaya a estar de acuerdo. Debemos mantener que los mordascios estaban dispuestos a rebelarse, pues sólo eso justifica tus actos. Lo único que falta es el tema de la justa recompensa para el hombre que te salvó el pellejo. Tiene que recibir algo, incluso aunque sea el paleto más indisciplinado que he tenido la desgracia de conocer. Supongo que estarás de acuerdo.

Dadas las alternativas, no había posibilidad de elección. Quinto sonrió.

– Bien. Me remitirás el informe pertinente, yo accederé a tu petición y se otorgará la condecoración.

Quinto volvió a sus papeles y Ampronio, entendiendo que se le permitía marchar, saludó y se dio la vuelta para salir. Quinto habló a su espalda.