– Otra cosa. Puesto que Espurio Labenio ha muerto, necesitaremos una votación para elegir al primus pilatus. Habla con tus camaradas tribunos y diles que consideraré un problema que Terencio no reciba todos sus votos. Al fin y al cabo no podríamos otorgar la condecoración más alta de la República a ese tipo sin ascenderlo. Dado que esos hombres se quedarán aquí y que no hay sitio más peligroso en la legión, por la alta incidencia de muerte para su poseedor, quisiera que se le concediese el cargo.
Enterraron a sus muertos con la debida ceremonia y Áquila, como reemplazo, dijo la oración funeral por Espurio Labenio, para la que compuso un discurso simple, pero con poder de hacer daño. Habló de una familia corriente de granjeros, incluidos los hijos del primus pilatus, que había muerto por la República, pidiendo y recibiendo una pequeña recompensa comparada con la que se concedía a hombres menos dignos que cosechaban gran riqueza y poder de la sangre de los romanos corrientes. Quinto se enojó por el tono del discurso, que iba claramente dirigido a él, pero necesitado de restaurar su dignidad senatorial, decretó que en señal de honor las armas y condecoraciones de Labenio debían devolverse a Roma para ser dedicadas a Marte, dios romano de la guerra, y que permanecieran en su templo, donde servirían de inspiración para otros. Tras las ceremonias funerales, Quinto subió a la plataforma de oración para dar las gracias a sus hombres y despedirse.
– Hubo una época, no hace mucho tiempo, en que hubiera podido llevaros de vuelta conmigo a Roma. Si el Senado quiere condecorar mi humilde frente…
Una sonora pedorreta se elevó de entre las filas. Áquila, que permanecía delante de sus hombres, sospechó que había sido Fabio, recién ascendido a princeps para servir junto a su «tío». No se dio la vuelta, pues hacerlo hubiera sido reconocer que el sonido provenía de su sección. Quinto quedó algo perplejo, tanto por el sonido como por la risa contenida que lo siguió.
– No marcharéis detrás de mí, como en los viejos tiempos, pues hay mucho que hacer aquí en Hispania, pero vosotros, mis propias legiones, siempre estaréis en mis pensamientos.
Áquila gritó con voz de plaza de armas.
– ¡Silencio en las filas!
Tuvo el mismo efecto que el previo insulto de Fabio.
– Adiós -dijo Quinto a toda prisa. Después, su voz asumió un tono airado y miró directamente a Áquila-. Y que los dioses os brinden lo que tenéis bien merecido.
– Vamos, Marcelo -dijo Quinto con una cordialidad de la que había carecido excepcionalmente en los últimos tiempos-. Has tenido tu primera campaña, has tomado parte en una batalla y ahora ya puedes regresar a Roma y participar de mi triunfo. No está mal para ser tu primer destino.
– Preferiría quedarme aquí.
– ¿Qué? ¿Y servir bajo las órdenes de alguien que no te conoce?
– La lucha está aquí, Quinto Cornelio.
– Te equivocas, muchacho, la verdadera lucha está en Roma. Es hora de regresar y encender un fuego bajo esos mimados culos senatoriales. Hablando de culos, me pregunto cómo le estará yendo a la dama Claudia con su nuevo marido.
Sextio viajaba con estilo. Era un hombre al que le disgustaba la incomodidad, así que cada propiedad que visitaba tenía una villa adecuada para alojarle. Y puesto que encontraba casi intolerable la compañía de los bucólicos campesinos, al final estuvo dispuesto a admitir que tener a Claudia a su lado hacía más grato su viaje. Siempre le preparaban una demostración, organizada por sus capataces, para mostrarle lo feliz que era la vida de sus esclavos y jornaleros. Esta vez consistía en una comida asada en un espetón, sosa y sin especias, de una manera que él despreciaba, seguida de unos cánticos que le maltrataron los oídos y unos bailes tan primitivos que le hicieron estremecer, todo ello regado con un vino recio que sabía como si acabaran de sacarlo del fuego. Para un hombre tan maniático, todo ello fue una prueba irritante, parte necesaria de sus deberes como patricio.
Claudia, por otro lado, parecía estar disfrutando hasta el punto de que su marido se preguntaba cuánta de aquella ruda sangre sabina había sobrevivido en las venas de los Claudios durante aquellos últimos cuatrocientos años. No obstante, la forma en que ella cumplía su papel resultaba agradable; atendía a los enfermos, sanaba heridas tanto físicas como espirituales, discutía los problemas de las mujeres de una manera que él encontraba terriblemente embarazosa, ungía y lavaba a los bebés llorones, ignorando su suciedad. Sextio, encerrado con su capataz, aburrido hasta la desesperación terminal con listas de cifras, consideraba muy nobles y muy apropiadas aquellas actividades, aunque no sentía el más mínimo deseo de dedicarse a ellas.
– Me pregunto si no podría delegar todo este trabajo en un agente, querida. Todo esto de deambular por el campo es muy fatigoso.
Claudia, que incluso con una relación tan breve podía jugar con Sextio como si fuese una lira bien amada, sabía que era mejor no responder con un no inmediato.
– Si lo piensas mejor, querido, quizá puedas establecer una moda entre la mejor clase de ciudadanos.
– ¿De qué manera? -preguntó Sextio con avidez; siempre había tenido ganas de poner su nombre a algo así como una ley o una carretera. Incluso una moda le servía.
– Toma la delantera. Diles a todos tus conciudadanos terratenientes que te has hartado de las granjas. Al fin y al cabo, puede que sea un modo muy romano de hacer las cosas, pero no se puede decir que funcione para alguien de refinada sensibilidad.
El rostro de Sextio, tan ansioso, había asumido un gesto estirado mientras ella hablaba; le había costado años proteger su imagen de honesto ciudadano romano; lo último que quería era que la gente hablara de su sensibilidad. Para las mentes simples, había dos formas de vivir la vida en Roma: los hombres estaban destinados a vivir su vida al sol, sirviendo como soldados o como granjeros y debatiendo, o bien eran acusados de vivir junto a la linterna, leyendo, estudiando y propugnando su interés por los conceptos filosóficos, y en una sociedad tan marcial no cabía duda alguna sobre qué grupo levantaba la mayor admiración. Sextio había esquivado el ejército, había evitado las magistraturas y se resistía a la idea de discutir en público ante una multitud. Ante semejantes rasgos de carácter, no tenía mucho más con lo que proteger su reputación, es decir, que su escaso interés por la agricultura sólo le conduciría a ser considerado un decadente.
– ¿Cómo va tu pequeño proyecto? -preguntó, cambiando repentinamente de tema.
– De haber sabido cuántos niños son abandonados, nunca hubiera empezado con esto.
Su marido se inclinó hacia delante, y su rostro parecía lleno de preocupación.
– No debes fatigarte, querida mía.
Claudia suspiró, y después su rostro se iluminó.
– Acabo de tener una idea, Sextio. Voy a contártela, a ver qué te parece. -Acarició el antebrazo de él y luego suspiró llena de asombro y gratitud-. Tú eres mucho más sabio que yo. ¿Crees que eso tiene importancia? Me refiero al número de niños abandonados.
Evidentemente él pensaba que no, incluso aunque asintió con entusiasmo para hacerle un favor.
– Es uno de los pilares del estado, Claudia. Nosotros los romanos siempre tenemos una idea clara de lo que está sucediendo en las tierras que controlamos.
– Y aun así esa información, por lo que yo sé, no está disponible.
– ¿No? -replicó él con cierta sospecha.
– ¿Y si continúo mi trabajo, tomo nota del número, pero no de los nombres de los niños abandonados? Así después tú puedes presentar las cifras al Senado, sin alabar ni condenar esta práctica, para arrojar algo de luz sobre una zona oscura del comportamiento. Podrían quedar impresionados; y si es así, desde luego que le pondrían tu nombre al informe.
Nada interesaba menos a Sextio que los bebés, especialmente los que eran abandonados a la muerte en laderas yermas.