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– Yo haría todo lo que fuese necesario -continuó Claudia-, pero, por supuesto, como simple mujer, no me atrevería a reclamar ningún mérito.

Aquello atrajo poderosamente a su marido; en su mente podía verse en pie en la curia hostilia, mientras los hombres quedaban boquiabiertos por su perfil así como se maravillaban por su noble propósito.

– De Sextio, dirían todos, pensábamos que era un poco diletante, y mientras tanto él ha estado trabajando con afán en esto. He aquí un verdadero romano ¡Tanto elogio y sin ningún trabajo a cambio!

– Pero, creí que ya te había propuesto eso, querida, ¿o sólo me lo imaginé?

Mientras viajaban hacia la villa, que estaba justo fuera de las murallas de Servio, Cholón estaba realmente asustado, aunque no había nada que Quinto pudiera hacerle. De alguna manera se había enterado del papel del griego en el asunto de los tribunales, y por eso le había ordenado que se presentara ante él para dar explicaciones; como aún estaba en su año consular, era una llamada que no se podía ignorar. No le asustaba la violencia física, pero le disgustaba la confrontación, incluso con gente que no le importaba. No cabía duda de que aquello era el cuartel de un general triunfante; eran soldados y no lictores los que protegían a su ocupante, y los trofeos que no resultaban dañados por los elementos estaban apilados en el patio. Cholón retrasó a propósito su llegada al estudio del cónsul mostrando un exagerado interés en los numerosos carros decorados.

– ¿Se me va a ordenar que me siente? -preguntó cuando al fin se le ordenó que compareciera, mientras pensaba en si el temblor de su voz sería tan evidente.

Quinto asintió con un movimiento de la mano. Sus ojos estaban fijos en Cholón desde que este había entrado en el cuarto y así permanecieron, como si aburriendo al griego fuese a obtener la información que quería sin la necesidad de hacer una sola pregunta. Lo que pretendía intimidar a su visitante tuvo el efecto contrario; la treta era tan obvia que casi le hizo reír y sintió que la tensión de su mente se evaporaba.

– Estás engordando, Quinto -le dijo.

– ¿Cómo?

– El ejército normalmente hace adelgazar a un hombre, es decir, a menos que sea propenso a la glotonería.

– ¿Te queda algo de lealtad a la familia de los Cornelios? -preguntó Quinto con los ojos brillando de ira.

– Apreciaba a tu padre, me gusta Claudia y soy amigo de Tito.

– ¡Serías un muerto de hambre sin nosotros!

Cholón no dejó que su enfado saliera al exterior; hacía mucho tiempo había aprendido que para Quinto era difícil lidiar con un argumento puramente racional.

– Estoy seguro de que me diste todo lo que tu padre me legó, con la gran bondad de tu corazón.

– Yo habría dejado que te pudrieras en las cloacas.

– Es mi turno, Quinto -replicó con afectada languidez-. Ten cuidado. ¿Te das cuenta de que acabas de decir la verdad sin adorno ninguno?

Tuvo la impresión de que Quinto, al levantarse bruscamente de su silla, iba a pegarle. Volvió a sentir un nudo en el estómago por el miedo, pero permaneció quieto, determinado a mantener la sonrisa en su rostro. En vez de golpearle, el otro hombre golpeó su escritorio.

– Trabajas contra nosotros, y lo que aún es peor es que estás empleando nuestro dinero para hacerlo.

– ¿Quieres decir tu dinero y tus intereses, Quinto?

– Viene a ser lo mismo.

– No lo creo.

– Convenciste a mi hermano para que participara de esta estúpida acción. Maldita sea, Tito hará cualquier cosa que le digas.

– ¿Cómo te las arreglas para comandar un ejército?

Aquello le sorprendió, especialmente porque en aquel mismo momento estaba ocupado preparándose para su triunfo.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Bueno, por un lado, tienes un buen concepto de mis capacidades. En segundo lugar, tu hermano hace lo que quiere. Nadie le dice qué hacer, incluido tú, si me permites decirlo. Si eres tan malo juzgando a las personas, creo que es peligroso confiarte un mando militar.

– Me gustaría que ahora estuviéramos en Hispania, Cholón -dijo entre dientes-. Alimentaría a los lobos contigo.

El griego se levantó de golpe.

– ¡No sé por qué he venido! Aun con tu imperium consular tenía que haberme negado. Deja que te dé un consejo, Quinto. -El cónsul abrió la boca para hablar, pero Cholón, cosa inusual en él, levantó la voz para cortarlo-. ¡Escucha! La ley ya ha sido aprobada. Nunca conseguirás que alguien crea que no tuviste que ver con esto. Si quieres salvar algo para ti, haz de la necesidad virtud. La primera vez que veas a Tito en público, abrázale.

– Lo que quiero es abrazarlo con dos hachas.

– Te doy ese aviso porque eres el hijo de Aulo. Por lo que a mí respecta, puedes irte al Hades en un barquito de papiro.

Marcelo Falerio, que aún vestía su uniforme de tribuno, estaba esperando para ver a Quinto. Saludó a Cholón cuando salió, sin aludir en absoluto, ni siquiera frunciendo el ceño, a las voces que acababa de oír. Quinto aún echaba chispas cuando entró, pero el cónsul le sonrió, apartando de su mente las palabras que le había dicho el griego.

– Me honra que hayas decidido visitarme -dijo mientras Marcelo se sentaba.

– Estoy preocupado, Quinto Cornelio.

El rostro del cónsul asumió un gesto de profunda inquietud.

– ¿Preocupado?

– Sí. Como sabes, el próximo gobernador de Hispania Ulterior va a ser Pomponio Vitelo. -Quinto asintió, pero no dijo nada-. Le he planteado mi regreso a Hispania como uno de sus tribunos.

– Continúa -dijo Quinto cuando el joven se calló.

– Tenía buenos motivos para creer que estaba a favor de mi idea. De hecho parecía entusiasmado de verdad, aunque esta mañana cuando lo he visitado, sus maneras habían cambiado totalmente. Se me informó con brusquedad de que un puesto semejante era imposible.

Quinto extendió sus manos en un gesto que decía que entendía el problema, pero que no sabía qué hacer al respecto.

– Bueno, me preguntaba si podrías interceder a mi favor. Creo que tienes cierta influencia sobre los Pomponios.

– Alguna tengo, pero dudo que sea suficiente para hacerle cambiar de idea.

El rostro de Marcelo se entristeció. Quinto se inclinó hacia delante y dio unas palmaditas en la mano del joven, y su voz sonó con un tono empalagoso que habría hecho sospechar a un hombre más mayor.

– No necesitas que ningún Pomponio te ayude. Yo soy tu patrón, así que buscaré que consigas los puestos adecuados y, con el tiempo, te ayudaré para que alcances todas las magistraturas necesarias.

– Soy consciente de eso, Quinto Cornelio, pero me gustaría ir a algún lugar donde haya algo de lucha.

– Eso es loable, Marcelo, muy loable -replicó Quinto, satisfecho por dentro de que Pomponio hubiera captado la indirecta-. Pero, con tu boda dentro de un par de semanas, seguramente sería mejor que dejaras pasar este asunto.

Valeria Trebonia se había convertido en una Vispania mientras él estaba en Hispania; su matrimonio con Galo Vispanio había sido arreglado por su padre, desde luego, aunque se había consultado a la chica respecto a sus preferencias de una manera casi única en la familia de los Trebonios. Apenas parecía molestarle que Galo, su futuro marido, fuese un granuja libertino; cliente habitual de la mitad de los burdeles de Roma. Era propenso a regresar a su puerta ensangrentado y borracho, con el contenido de su cena esparcido por sus ropas, Galo no era en absoluto del tipo de Marcelo, pero este decidió visitarla de todas formas, y su excusa era que debía felicitar a Valeria. Se requería que avisara por adelantado de su intención en casa de los Vispanios, cosa de la que se ocupó antes de visitar a Quinto, de ahí que se sintiera molesto a su llegada, cuando le dijeron que Galo estaba ausente -algo que no le sorprendió en absoluto cuando de todas formas le invitaron a entrar y después le hicieron pasar a los aposentos de Valeria.