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– He venido para felicitaros a Galo y a ti.

Valeria le dedicó una sonrisa conspiradora.

– ¿Estás seguro de que no comprobaste antes que estaría sola?

– Desde luego que no -le espetó Marcelo, tan enfadado como avergonzado.

– No. Puede que no. -Estiró un dedo para acariciar el relieve de oro de su coraza-. Y pienso que has venido en uniforme especialmente para mí.

– Debo irme, esto no es apropiado -soltó él-. Y estaría agradecido si, en el futuro, no siguieras con este comportamiento.

– Tienes razón, Marcelo, después de todo ahora estoy casada. Sería una crueldad provocarte.

El énfasis en la palabra «provocarte» hizo que él se ruborizara ligeramente. Ella se movió hacia él hasta que estuvo muy cerca. Su boca estaba un poco abierta, lo justo para mostrar la hilera superior de sus blancos dientes y sus ojos recorrían el cuerpo de él, malinterpretando el cuidado que Marcelo había puesto al prepararse para esta visita como un tributo a ella, no a Quinto Cornelio. Su voz sonó levemente ronca cuando habló.

– Has estado en una batalla, Marcelo. Mi hermano me lo contó.

El quiso decir que no, para ser honesto y admitir que simplemente había vigilado desde los lados, pero el tono de voz de ella le detuvo. Sabía que lo admiraría más si suponía que era valeroso.

– Una tribu bárbara atrapada y aniquilada -dijo ella-. Dicen que las mujeres capturadas llegan a miles. Imagina el trato que habrán recibido de nuestras victoriosas tropas. Tienes que contármelo todo: el ruido, el estruendo de las armas, el aspecto y el olor de la sangre.

La mano de Marcelo estaba a punto de tomar su brazo cuando ella se apartó, y su voz sonó ahora suave y aniñada.

– Pero no debes visitarme cuando Galo esté en las carreras. ¿Qué diría la gente de un soltero visitando a la esposa de otro hombre?

El significado era lo bastante claro, pero muy dentro de sí Marcelo sentía que aquello en realidad sólo era una extensión de las provocaciones de Valeria; que después de su boda, si la visitaba, ella encontraría otra manera de excitarle, igual que se las arreglaría para evitar un verdadero lío.

– Es una cosita dulce tu Claudianilla. Casi como un chico. Quizá después de poseerla ya no quieras pescar en otras aguas. Pero si quieres, Marcelo…

Valeria soltó una carcajada, pues no tenía intención de comprometerse con nadie, ni siquiera con su marido.

La casa de los Falerios aún fue la sede de otro acontecimiento más. Marcelo permanecía en pie vestido con una toga sin adornos a un lado del altar familiar, y mantenía un ojo puesto en Valeria, que estaba allí con su nuevo marido. Galo era bajo y bastante rechoncho, su rostro estaba fofo y sus ojos parecían acuosos, pues había llegado sin dormir. Sonaron los címbalos y Marcelo dejó de inspeccionar a Galo para asegurarse de que todo estaba en su sitio, en especial que los dos banquitos cubiertos con vellones de oveja estaban preparados para recibir a la novia y al novio.

Claudianilla entró vistiendo un velo naranja brillante y en sus pies llevaba zapatos de color azafrán. Se arrodillaron en los banquitos mientras el sacerdote hacía los auspicios examinando un pollo sacrificado y sus entrañas, y declarándolos propicios. Marcelo sirvió la libación y la pareja comió el pastelillo sagrado. Después Claudianilla ungió las jambas de la casa para desterrar a los malos espíritus y se presentó ante Marcelo con tres monedas como señal de su dote; él, a su vez, le entregó los símbolos que indicaban el fuego y el agua.

Todo el grupo salió a la oscuridad para caminar por las calles en una larga procesión sinuosa, iluminada con antorchas, para que el pueblo pudiera desear buena suerte a la pareja, con algún que otro comentario procaz sobre cuál iba a ser el final de la noche, intercalado con deseos sinceros de que la unión fuese bendecida con hijos sanos. Tras bajar hasta el mercado y volver a subir la colina, el grupo se reunió ante las puertas de casa de Marcelo. Dos familiares de los Falerios levantaron en volandas a la novia con grandes vítores, y después entraron todos a tomar parte del banquete de bodas. En el momento apropiado, con más de un silbido, Marcelo se llevó a su novia fuera de la habitación llena de familiares e invitados. Unas sirvientas le quitaron las ropas de boda a Claudianilla, dejándola con una ropa suelta, sola en un dormitorio con un hombre al que no conocía.

Marcelo se sentía tan incómodo como la muchacha. Después de todo, ella sólo tenía catorce años. Tomó su mano en silencio y la condujo a la cama. Claudianilla se sentó mientras Marcelo atenuaba las lámparas de aceite. La costumbre le prohibía observarla desnuda, pero pudo ver la silueta de sus pechos aún sin formar bajo el vestido. Él levantó la tela por encima de la cintura de ella, dejando expuesta la parte baja de su cuerpo. A la trémula luz de las lámparas Marcelo pudo ver que era esbelta, aún de formas infantiles, con sólo una levísima insinuación de vello púbico. La poseyó rápidamente, ignorando el grito de dolor cuando rasgó su himen. Ella gritó como una cría, si bien por decencia intentó ocultar el hecho a su nuevo marido, tratando de convencerlo, con sus movimientos, de que el placer era la causa de sus sollozos.

El grito produjo más de un movimiento de cabeza en el banquete, donde aquellos que estaban esperando, los familiares cercanos de la novia y el novio, podían estar satisfechos porque se habían observado todos los requisitos apropiados. Los Claudios habían enviado una virgen al lecho matrimonial y los Falerios pudieron oír por la chica que Marcelo había cumplido con su deber. Brindaron por la pareja y los posibles frutos de su unión.

En el dormitorio, Claudianilla yacía sola. Parecía tener la parte baja de su vientre en llamas y rezaba para que Marcelo la dejara hasta que el dolor hubiese pasado. Se le concedió su deseo, pero no de la manera que le hubiera gustado.

En su inocencia no sabía que Marcelo no había podido llevar a buen término su unión. Se reservaba para Sosia, la silenciosa esclava que, en la oscuridad de un cuarto encortinado, podía ser cualquier persona que Marcelo deseara. Incluso ella, normalmente tan pasiva, sintió la tentación de llorar aquella noche, pues la presencia de él, su amo, borró de golpe cualquier esperanza que ella tuviera de verse relevada de su servidumbre carnal.

Capítulo Doce

Gracias a sus acciones y a las recompensas acumuladas, Quinto Cornelio sentó, sin darse cuenta, el precedente para las futuras operaciones en Hispania. Quienes lo vieron desfilar por la Vía Triumphalis observaban no sólo el acontecimiento, sino también los medios por los que se había llegado a él, mientras pocos percibían que el otro resultado de esta victoria en particular era la forma en que se había debilitado a su enemigo más persistente. Lo que había sucedido con los mordascios y los avericios podía haber unido a las tribus de una manera que hasta entonces se había demostrado imposible, pero no se podía pasar por alto el papel de Breno en ambos acontecimientos y su hipocresía causaba resentimiento.

Aunque temían abrir una amplia brecha con el caudillo de los duncanes, muchos de los que se hubieran unido a él en el caso de que eligiese atacar a Roma, ahora se echaron atrás. Si había sacrificado a una tribu por su amistad con Roma y a otra por su enemistad, sería capaz de cualquier forma de traición. Una diplomacia cuidadosa podría haberse aprovechado de esto, pero la visión de Quinto Cornelio, pintado de rojo y coronado con laurel, actuó como un narcótico sobre las ambiciones humanas, asegurando así que el hombre que iba a reemplazarlo, Pomponio Vitelo Tubero, no sintiese deseos siquiera de tener en cuenta la paz.

Nada más llegar, su primera acción fue convocar a sus oficiales a una conferencia; esto incluía a Áquila Terencio, primus pilatus de la Decimoctava Legión, de quien Quinto se había olvidado. Su consejo, dado que andaban cortos de caballería, fue desplegarse a la defensiva a lo largo de la frontera y dejar que cualquier revuelta de las tribus se desinflase por sí misma. Al mismo tiempo, todo el ejército debería entrenarse en tácticas de asedio, después sitiar la mayor fortaleza más cercana, Pallentia, y ofrecer a sus habitantes un correcto acuerdo de paz. Si no era aceptado, habría que someter la fortaleza, arrasarla hasta sus cimientos y darlo a conocer como un ejemplo del poderío romano. Fuera cual fuese el resultado, la pérdida de ese bastión les proporcionaría un trampolín para saltar a las siguientes fortalezas de las colinas, que, al ser menos formidables, probablemente se rendirían antes de afrontar un asedio. Una vez que suficientes tribus juraran la paz, se olvidarían de Breno, que estaría demasiado lejos como para causar ningún problema.