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Aquello enfureció a su nuevo comandante, que sabía, como todo el mundo, que no había gloria en la idea de una paz justa y que no tenían tiempo para llevar a cabo un asedio en una fortaleza tan impresionante en el curso de su año consular; el hecho de que Áquila nombrara aquellos dos problemas mientras que el resto de los presentes empleaba eufemismos condujo a una acalorada discusión. Lo que sucedió en la tienda provocó un intento decidido de degradarle, intento que fue frustrado por los tribunos de su legión, todos ellos bien conscientes de la posición que tenían entre los hombres. Pomponio respondió embarcando a los reticentes tribunos de vuelta a Roma y reemplazándolos por otros que él mismo nombró. Así que Áquila se vio otra vez como soldado raso, sirviendo en un manípulo de legionarios descontentos, bajo las órdenes de un centurión que se preguntaba si sobreviviría a su primera batalla por lo muy odiado que era; toda una cohorte controlada por un joven oficial que no tenía ninguna experiencia en el arte de la guerra.

Quinto Cornelio había sido un buen soldado; Pomponio no lo era. El consejo que le había dado Áquila predispuso aún más al senador a conseguir resultados inmediatos, así que con una preparación mínima hizo que todas sus tropas marcharan internándose en las colinas. El paisaje ofrecía pocos lugares en los que un ejército tan numeroso pudiera desplegar toda su fuerza. Pomponio, sin la protección de la caballería completa, se encontró con que les atacaban a diario desde distintas direcciones. Dondequiera que concentrara sus fuerzas, esa era la posición que sus enemigos evitaban. Tras encontrar un punto débil, como un flanco sin tropas para la acción en cualquier lado, lo machacaban sin piedad, infligiendo bajas fuera de toda proporción con el número de hombres que constituía su fuerza.

Avanzar ya era bastante malo, pero una vez que el cónsul se dio cuenta de su error e intentó la retirada, las cosas sólo cambiaron a peor. La moral de las legiones sufría por la sensación de derrota, la disciplina empezaba a resquebrajarse y los hombres de las tribus, encendidos por la idea de sus logros, llamaron a otros para que se les unieran en la expulsión de los romanos de su tierra. En realidad, Pomponio nunca se vio superado en número, pero el terreno favorecía a los celtíberos. En lugar de retirarse en orden, el general se vio obligado a emprender una serie de marchas forzadas para poner una distancia segura entre él y sus enemigos, lo que le permitía levantar campamentos que fueran seguros contra los ataques. El ejército estaba a sólo dos días de la base cuando Pomponio, espoleado por la baja estima que tenía entre sus oficiales, ordenó una salida precipitada al amanecer para sorprender a sus enemigos.

Con la intención de probar su propia bravura, dirigió él mismo la operación, asumiendo por primera vez una posición destacada a la cabeza de su legión consular, la Vigésima, pero al reunir a sus tropas había subestimado a su enemigo. Estos ya conocían la diferencia entre los cuernos que sonaban para levantar un campamento y esos mismos instrumentos usados para dar comienzo a un ataque. Bastantes de ellos mantuvieron su posición para dar al general la impresión de que su táctica había tenido éxito, pero cuando escaparon en desorden, Pomponio ordenó una persecución que rompió la cohesión de sus hombres. Pensaba estar persiguiendo a un enemigo derrotado hasta que el ataque de los celtíberos los sorprendió en un orden disperso sobre un escabroso y accidentado terreno. Las tropas más disciplinadas formaron una hilera que habría resistido, pero dos cohortes sucumbieron ante un sólo hombre, pues fueron sorprendidos en una ladera plagada de rocas.

El mensaje que llegó de regreso al campamento era claro. El cuestor de Pomponio había tenido el buen sentido de preparar una legión, manteniéndola lista para cubrir la retirada de su comandante, una posibilidad que había contemplado desde el principio en caso de que el ataque inicial vacilara. Esta, la Decimoctava Legión, ya estaba lista para salir al rescate del cónsul bajo el mando de un legado. Así que Áquila se encontró corriendo a toda prisa, con Fabio jadeando detrás, hacia una batalla que para él no tendría que haberse entablado en primer lugar. No podían contar con el factor sorpresa, dado su paso y el ángulo de su aproximación, así que la única estrategia que les quedaba era el mero peso de su número.

El legado no hizo ningún intento de poner en orden la dilatada fuerza que ahora comandaba; su objetivo era llegar junto a Pomponio a la mayor velocidad, hacer formar a los restos de aquella legión con la suya y retirarse. Se trataba de una idea sensata que fracasó por el orgullo de su general, pues Pomponio no toleró la retirada, ya que la consideraba un simple preludio de la derrota. Empleó los refuerzos para cubrir sus propias maniobras e inició una marcha por el flanco con parte de la Vigésima, ideada para aislar a su enemigo de sus tierras tribales y aplastarlos entre las dos divisiones romanas.

Pero aquellos guerreros tenían en su poder las colinas circundantes, el terreno elevado; pudieron ver la maniobra de Pomponio en cuanto este la dispuso y, al ir a caballo, pudieron moverse a mayor velocidad que él. Así, en vez de atacar a una sección débil de las defensas de su oponente, se vio frente a todas sus fuerzas, con el grueso de la Decimoctava demasiado lejos como para ayudar, al tiempo que sus propios flancos eran amenazados por una masa de jinetes. Los celtas seguían adelante con su ataque sin detenerse -por una vez sus acciones estaban coordinadas de un modo que era inusual. Los flancos de la legión empezaron a desmoronarse hacia el centro.

Fue entonces cuando llegó el princeps de la antigua legión de Quinto; los mejores y más experimentados hombres del ejército de Pomponio atravesaron limpiamente a sus oponentes, un muro irresistible de escudos que cubría, no sólo sus costados, sino también sus cabezas. Con una disciplina nacida de más de un combate, mantuvieron su formación contra todos los que llegaban. Su primus pilatus, al frente de la fila, fue uno de los primeros en morir y el joven tribuno designado por Pomponio perdió el control y se encontró a la retaguardia del destacamento. Por eso, cuando el princeps de aquella legión se abrió paso para rescatar a su general, el hombre que estaba a su cabeza no era otro que su antiguo centurión sénior, Áquila Terencio.

– Extended las filas -gritó-. Rodead a los hombres de la Vigésima con dos de los nuestros por cada uno de ellos.

– ¿Quién es el que está dando órdenes? -gritó Pomponio. Se acercó a Áquila dando zancadas, con la decoración de oro de su armadura relumbrando al sol. En la mano llevaba el haz atado de su fasces, símbolo de su imperium-. Aquí soy yo el que da las órdenes.

– ¿Y también quieres morir aquí? -gritó Áquila. Movió el brazo y sus hombres, que se habían detenido ante el grito del cónsul, se movieron deprisa para obedecerle.

– ¡Tú!

– Sí, mi general -Áquila le dedicó el saludo reglamentario, aunque para él no era un hombre que lo mereciera-. Si no se retiran de esta posición moriremos todos y aunque respeto esa cosa que llevas en la mano tanto como cualquiera, no estoy dispuesto a derramar mi sangre para que así puedas llevarla con orgullo.