– Nunca hubiera pensado que, de entre todo el mundo, tú asistirías a semejante acontecimiento.
El griego sonrió, pues sabía que no había mala intención en aquellas palabras.
– Creo que tu difunto marido debió de entender a Lucio Falerio mejor que tú o que yo. Después de todo, lo tenía en alta estima, a pesar del hecho de que no estaban de acuerdo en tantísimas cosas. Quizá los lazos de aquella amistad de infancia fueran más fuertes de lo que pensamos.
Claudia respondió con fingida seriedad, pues el desagrado que sentía por Lucio era bien conocido.
– Tienes razón, Cholón. Aulo habría asistido al funeral de ese viejo carcamal, pese al tratamiento que recibió del muy cerdo. Perdonaba con mucha facilidad.
– Entonces, ¿me concedes tu absolución?
Pero Claudia aún no había terminado de cebarse con él.
– En otra época habrías asistido sólo para asegurarte de que ese viejo buitre estaba muerto de verdad.
– Es cierto, pero me encontré con él en Neápolis y descubrí que era un hombre interesante, y lo irónico es que cuando llegué a conocerlo, me di cuenta de que sus ideas eran más griegas que romanas.
Cholón no le dijo que Lucio lo había empleado como intermediario: había sido él quien trasladó las condiciones de los romanos a los cabecillas de la revuelta de esclavos y los había persuadido para que las aceptaran. Justo ahora le divertía la sorprendida reacción de su anfitriona.
– Lucio Falerio se consideraba a sí mismo el romano perfecto. ¡No le habría gustado oírte decir eso!
– Quizá no con estas palabras, pero la idea le habría complacido. Era mucho menos estirado de lo que parecía y descubrí que estaba extraordinariamente al margen de la salmodia que normalmente sufrís por parte de los senadores romanos. Creo que Lucio entendía su mundo y sabía qué quería preservar. Puede que fuera mezquino con los medios que empleaba, por necesidad, para conseguir sus fines, pero era inteligente. Desde luego lo que hizo en Sicilia fue de una sutileza positivamente alejandrina. ¡En absoluto romana!
– ¿Qué hubiera hecho un romano? -preguntó Claudia.
– Habría pasado por la espada a toda la isla o habría llenado las cunetas de crucifixiones, y después se habría vanagloriado como un pavo real, henchido de virtud a causa de sus actos.
– Dudo mucho de que mi difunto marido hubiera hecho eso.
De repente el griego parecía serio, en parte porque ella había aludido a la naturaleza de su difunto amo, pero más bien por el aspecto melancólico del rostro de Claudia. Para Cholón nunca había existido nadie como Aulo Cornelio, conquistador de Macedonia, el hombre que había humillado a los herederos de Alejandro el Grande, aunque nunca había perdido aquella cualidad de la modestia, algo que lo caracterizaba. Su esclavo griego no lo había amado por su destreza militar, sino por su naturaleza intrínseca. Sentado allí con Claudia, recordó cómo lo había herido ella y cómo él había soportado aquello año tras año, con un estoicismo que hacía de Aulo algo más que un dechado de virtudes. Él conocía la razón y tuvo que recobrar la compostura; cavilar demasiado sobre la vida y la muerte de su difunto amo solía provocarle abundantes lágrimas.
– No, mi dama, él los habría liberado a todos y después habría retado al Senado para que lo degradara.
Quedaron en silencio durante un rato, cada uno con sus recuerdos del hombre que siempre había sido independiente, sin ser distante, pero que había rechazado prestar su apoyo a ninguna facción, si bien estaba preparado siempre que lo llamaban cuando Roma lo necesitaba. Fue Cholón quien habló al fin.
– Estoy a punto de cometer una escandalosa infracción de los buenos modales.
– ¿Tú?
Él pasó por alto la ironía, puesto que siempre andaba acusando a los romanos de ser unos bárbaros.
– No siempre es educado aludir a la situación personal de los amigos, a su carencia de placeres, al vacío de sus vidas.
Claudia quiso decirle que el poder de cambiar eso sólo lo tenía él, él, que había ayudado a su esposo, pero se había prometido no volver a hacerle la única pregunta que le importaba, la única que envenenaba sus sueños -dónde habían abandonado Cholón y Aulo a su hijo recién nacido la noche del festival de Lupercalia-, así que se mordió la lengua.
– Me pregunto por qué no te casas otra vez -Los ojos de Claudia se abrieron sorprendidos mientras él seguía hablando-. Ya está, ya lo he dicho. Llevo preguntándomelo un tiempo y ahora por fin ya lo he soltado.
– Estoy indignada.
– Por favor, perdóname, mi dama.
Claudia volvió a reír.
– ¿Qué hay que perdonar? Me alegra saber que te preocupas tanto por mi bienestar.
– ¿De verdad?
Ella sonrió al griego de una manera que hizo que fuera del todo creíble.
– De verdad.
– Es que pasas demasiado tiempo sola y, si me permites decirlo, demasiado tiempo en Roma. Hay lugares maravillosos en la costa de los alrededores de Neápolis…
Su voz se fue apagando; algo había dicho que había borrado la sonrisa del rostro de ella, aunque, fuera lo que fuese, no la había entristecido ni enfadado. No, fuera lo que fuese, la había puesto pensativa.
No podía comprender el tamaño total de Roma ni la cantidad de gente, rica y pobre, que atestaba sus bulliciosas vías públicas. Allí estaba él, en la capital del Imperio, dispuesto a admitir que el lugar le asustaba más que la idea de enfrentarse a una horda de elefantes armados con catapultas; nunca había visto una, así que lo dejó en una horda de elefantes.
Aquellas gentes de la ciudad eran rudas, y respondían a las educadas preguntas de Áquila bien encogiendo los hombros, bien con desprecio mal disimulado, ansiosas por poder volver a sus quehaceres y sin tiempo para dar indicaciones a quien, por su acento, era un patán pueblerino y, por su aspecto, ni siquiera era un auténtico romano. Áquila vio más de lo que debería de la ciudad, vio que Roma estaba llena de templos, algunos consagrados a dioses de los que ni siquiera había oído hablar, mientras que toda la riqueza del lugar era tan increíble como su tamaño. Una multitud de carros luchaba por ganar su derecho de paso con quienes caminaban, y todos eran apartados por el paso ocasional de alguna litera, pues los bruscos sirvientes de algún individuo rico exigían que les abrieran camino.
El mercado estaba repleto de productos de todo tipo, al tiempo que, detrás de los puestos, abundaban las tiendecillas. Vendían objetos de plata y oro, de cuero y madera, y estatuas de hombres cuyos ceños parecían todos nobles. Áquila, con su altura, su llamativo cabello rojizo y dorado, que ahora le llegaba por debajo de los hombros, además de su peto maltratado y manchado de sudor, permanecía al margen de la embrutecida muchedumbre. Le lanzaron más de una mirada de sospecha, miradas que tendían a demorarse en el valioso amuleto que llevaba al cuello, y el contacto visual se rompía en cuanto él se giraba para encararse con aquellos mirones. Desconfiaban de un hombre que llevaba una lanza, además usada, por lo que parecía, con una espada al costado y un arco y un carcaj lleno de flechas colgados a la espalda.
Por fin encontró la panadería, sólo gracias a que, una vez que se dio cuenta de que lo ignoraban, dejó de hacer las preguntas con educación. La gente de la ciudad parecía más servicial si te abalanzabas sobre ellos con gesto amenazante y echabas mano a la espada del cinto si daban muestras de intentar pasar de largo. Le dieron indicaciones de la dirección de la calle, pero fue el olor lo que lo guio hasta el establecimiento que buscaba, un olorcillo de pan recién hecho que, quién sabe cómo, se las arreglaba para sobreponerse al olor a mugre y humanidad aglomerada. La tienda, con un pequeño grupo de gente a su puerta, era una oscura caverna en los bajos de una casa de vecinos que se alzaba en una calle llamada Vía Tiburtina.