Выбрать главу

Marcelo montó en cólera cuando se mencionaron ambas cosas, y prohibió a su esposa volver a aludir a ellas, pero ella había mostrado cierta astucia, así como determinación, al oponerse a aquel mandato. En cuestión de días, Marcelo recibió la visita del padre de ella, que le dejó claro que la enorme dote que había aportado al joven no se le proporcionaba como decoración. La pareja se había casado de acuerdo con las estrictas reglas patricias. Apio Claudio esperaba que su yerno se comportara como un miembro de su clase, en vez de como un nuevo rico, y se deshiciera de su esclava. Después debería limitarse a honrar a su esposa con lo que le debía.

Marcelo no estaba en posición de discutir. En teoría, un hombre era dueño de su esposa y podía hacer con ella lo que quisiera. Pero esto, como la mayoría de las leyes antiguas, era más cuestión de forma que de fondo, y su suegro le aclaró que si fallaba a Claudianilla, entonces no sería capaz de mantener sus quejas sobre su comportamiento dentro de los límites de la familia. Para cualquier patricio con ambiciones, una acusación de semejante calibre era demasiado letal como para ignorarla. Sosia salió de su casa en el Palatino y fue enviada a la finca que poseía cerca de la ciudad. Marcelo se decantó por la abstinencia, en parte por despecho, en parte por ira, pero entonces Valeria no participaba de la ecuación.

Dejar encinta a Claudianilla sólo le supuso un encuentro con Valeria y lo más molesto que sucedió, cuando trató a su esposa de la misma manera en que abusaba de Sosia, fue cómo lo recibió ella, pues obtuvo placer de su forma de hacer el amor, que era justo lo contrario de lo que él deseaba. Aquello había sucedido hacía cosa de semanas, y durante el viaje al norte ella empezó a sentirse enferma. A continuación, llegó la repentina aparición de un apetito del todo saludable, señal segura de que estaba embarazada. Muy en su interior, su marido sospechaba que ella había concebido aquella misma noche, lo que no hacía nada por animarle.

– Dime, doctor, ¿has oído alguna vez una profecía sibilina?

– Nunca soñé siquiera que algo así fuese posible para la gente como yo, excelencia.

Marcelo se volvió para volver a mirar al exterior por la ventana. Con la disminución de la luz, el paisaje era aún más gris y amenazador.

– Créeme, no se parecen tanto a lo que se cacarea por ahí.

Fue más duro estar melancólico el día que nació su hijo. Ya no había nieve en ningún sitio, excepto en los picos más altos, y el sol brillaba sobre prados verdes y floridos. El cielo era de un azul de tan asombrosa claridad que hacía daño en los ojos y la pequeña Claudianilla, tan menuda de complexión, dio a luz con una tranquilidad que habría avergonzado a una bruta pescadera. Todo el mundo acudió a casa del pretor para cumplir con el ritual de sacrificio y reconocimiento. Se dieron cuenta de que Marcelo Falerio ya no era como el hielo que los rodeaba en invierno; hoy estaba a punto de sonreír mientras levantaba el penacho de cabello negro por encima del altar que sujetaba las máscaras de la familia, traídas especialmente desde Roma. Llamó al niño Lucio en honor a su padre y juró que, al igual que su padre, él criaría a su hijo para que fuera un auténtico romano.

El banquete que hubo a continuación fue un gran acontecimiento para quienes estaban por los alrededores. La mayoría nunca había visto a un noble patricio; para ellos, tener a uno sirviéndoles como pretor era señal de una gran fortuna. Él era, para ellos, una criatura tan extraña como los peludos gigantes que se decía, poblaban las montañas, y Marcelo, que sentía todo un respeto innato por su clase que acompañó su nacimiento, no se mantenía al margen. Todos sabían que era severo y estricto en el desempeño de sus obligaciones, pero el día del nacimiento vieron la verdadera cara de la nobleza; vieron a un hombre contento con su posición en la vida, que no veía necesario ser condescendiente con quienes habían nacido en un linaje menos eminente.

Para ellos, la dama Claudianilla, noble también, fue encantadora. Cada invitado, como marcaba la costumbre local, había aportado regalos en forma de comida para la celebración. Ella lo agradeció probando todos sus ofrecimientos, entre risas y elogios mientras aceptaba todos los brindis por su fecundidad. Aún se comentaba aquello cuando descubrieron lo fecunda que era en realidad; antes de que las primeras nieves volvieran a bajar de las montañas para cubrir las tierras del valle o para blanquear los negros tejados de Mediolaudum, Claudianilla volvió a quedar encinta.

El nacimiento del primer hijo transformó a Marcelo. Siempre diligente en los deberes relativos a su oficio, ahora lo era aún más, dispuesto a que su área de la Galia Cisalpina fuese la mejor administrada de la región. Si en un principio se mostraba reacio a explorar el alcance de sus responsabilidades, ahora instituyó un tribunal móvil, que llevaba la justicia a los límites del poder romano. Conoció a los caudillos celtas y parlamentó con ellos, repitiendo el juramento de su predecesor acerca de que los movimientos demasiado entusiastas no quedarían sin castigo, y mientras atravesaba la tierra que aquellos controlaban, estudiaba el terreno, que al aportar tanto beneficio a sus habitantes, parecía imposible de conquistar. Para quienes trabajaban con el pretor, era evidente que su actitud hacia el cargo había cambiado, y asentían sabiamente, mientras opinaban favorablemente sobre los efectos de la paternidad.

La noche del nacimiento, cuando caminaba bajo el cielo lleno de estrellas, Marcelo sintió por primera vez esa sensación de inmortalidad que supone el regalo de un niño para cualquier padre primerizo. Fue un momento crucial en el que sintió que comprendía a su propio padre. Allí y en ese momento se liberó del letargo que le había afectado desde su llegada al norte; era joven, tenía tiempo, así como ahora tenía responsabilidad. Quinto Cornelio no tendría éxito; fuera como fuese, Marcelo regresaría al centro de todo para asumir el lugar que, por derecho, le correspondía en la ciudad de Roma, y para ganarse y mantener el poder que había decidido que, algún día, recayera sobre su hijo.

CapítuloTrece

Año tras año, nuevos cónsules llegaban, enviados por el Senado, para combatir en la que había llegado a ser conocida como «la guerra abrasadora», todos con el mismo objetivo; Áquila veía cómo llegaban y se marchaban, mientras despreciaba a cada uno un poco más que al anterior, puesto que los legionarios romanos morían por los ascensos de aquellos avariciosos políticos. Llegaban soltando palabras de nobles propósitos y, como era natural, los soldados tenían la esperanza de que aquel recién llegado sería diferente al último; solían quedar decepcionados y su disciplina se resentía por ello.

Las nuevas legiones que llegaban no servían para incrementar la fuerza del ejército; con un conflicto ya permanente, las nuevas levas se necesitaban sólo para reemplazar las bajas. El campamento base romano de la frontera llevaba tanto tiempo en pie que ahora era como una pequeña ciudad. Casi todos los soldados tenían una «esposa» local, un vínculo que hacía muy poco por mantenerlos alejados de las tabernas y los burdeles que se habían establecido fuera de las murallas del campamento. La mayoría sólo se preocupaba por los botines de guerra, para poder mantener sus borracheras y sus juergas en el burdel, así como para satisfacer las ruidosas exigencias de sus mujeres locales en cuanto al mantenimiento de sus bastardos. Mataban sin pensar, marchaban a donde su comandante los enviara y dejaban de lamentarse por ser usados como combustible de las ambiciones de otros en cuanto recibían su parte del botín.