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Áquila, que estaba sólo en el princeps de la Decimoctava, evitaba los lazos permanentes, aguantando las chanzas campechanas que le dedicaba Fabio, que había disfrutado de una complicada sucesión de relaciones. Había consolidado su posición de centurión sénior en su legión y se había convertido, sin intentarlo, en alguien reconocido, que incluso impresionaba a las levas de auxiliares nativos al aprender su idioma. Fue sólo después de su regreso a Roma cuando Pomponio cayó en la cuenta de que los tribunos a los que había degradado por elegir a Áquila Terencio habían sido todos nombrados por Quinto Cornelio; aquello, y la campaña de rumores que ellos montaron contra él, le costó su triunfo. El mensaje, no interferir en las elecciones de los legionarios, no cayó en saco roto para sus sucesores. Áquila siempre era elegido, y por un margen tan impresionante que mantenía su posición sin que importara a quién había ofendido.

Intentaba mantener a sus hombres a la altura de las circunstancias con su propio ejemplo, y coleccionaba condecoraciones, así como cicatrices, por su valentía personal en cada operación. Después de los primeros años, una sucesión de jóvenes tribunos, que por lo común eran protegidos del general al mando, llegaban de Roma para tomar el mando, sustituyendo a hombres más experimentados. La mayoría se encontraba con que, tras un intento inicial de intimidarlo, era mejor colaborar con el formidable primus pilatus, así como aprender de él. Él cuidaba tanto de ellos como de los reclutas, pues era bien consciente de que, a veces, su nacimiento y experiencia les hacían ser estúpidamente osados. Aunque su actitud hacia el riesgo personal era algo que él admiraba, de nada servía para cambiar sus sentimientos hacia un sistema que aupaba a tales novatos por encima de soldados con una larga experiencia.

Los hombres lo apreciaban por el cuidado que ponía en su seguridad, mientras que lo cubrían en igual medida de insultos por sus intransigentes métodos. La instrucción que proporcionaba, en un ejército que destacaba por ese atributo, era extenuante. Comandaba tropas que, una vez que habían sido apartadas de las mujeres y el vaso de vino, podían correr cinco millas y aun así luchar. Dada su eficiencia, siempre estaban en el núcleo de la batalla, a menudo, como en el caso de Pomponio, dedicándose a arrancar la victoria de las fauces de la derrota, si bien, gracias a su férrea disciplina y su sentido común táctico, las bajas de la Decimoctava se mantenían relativamente escasas.

Los comandantes veteranos solían odiarle; primero, por la manera en que cuestionaba sus órdenes, pero más aún por su molesto hábito de tener siempre la razón. Una y otra vez les informaba de que estaban luchando en una guerra que requería fuerzas móviles y ligeramente armadas, respaldadas por una poderosas sección de caballería o bien por una con torres altas y balistas para destruir y rendir fortificaciones. Y a cada nuevo senador le daba el mismo mensaje: sólo había una manera efectiva de detener la guerra, y era ir más allá de las tribus de pastores que poblaban la frontera y atacar los fuertes de las colinas en el interior, empezando por Pallentia.

Los más decididos, que ya eran conscientes de aquello, asentían con prudencia antes de enfrentarse al problema. Por supuesto que hacían planes y preparativos, pero con sólo un año para dejar su huella, la idea se desvanecía cuando las semanas de preparación se convertían en meses. Áquila observaba el proceso con recelo, hasta que llegaba el día en que él y los hombres a su mando recibían la orden de atacar un blanco más débil. Ningún senador quería volver a casa con las manos vacías y eso conducía a grandes enfrentamientos, difíciles y brutales; también hacía que una mala situación fuera a peor.

Con un general realmente vago bastaba con acusar a alguna tribu inocente de rebelión para saquear sus campos, robar sus riquezas y vender como esclavos a su pueblo. Áquila había pensado por primera vez que el sistema era corrupto antes incluso de poner un pie en Hispania. Poco de lo que había visto desde entonces sirvió para cambiar en lo más mínimo su opinión: que la República era el pasto de un hombre rico del que la multitud de ciudadanos estaba excluida.

El día en que se dio cuenta de que su hijo podría haber sobrevivido, Claudia no pudo contenerse. Todas sus reservas habituales la abandonaron. Sextio, lleno de preocupación, la encontró llorando, sin saber que aquellas eran lágrimas de gozo, mezcladas con el miedo de que aquello sólo fuera otra pista falsa, pero, como siempre, a él le preocupaban las apariencias. ¿Qué diría su anfitrión, Casio Barbino, si él saliera de su dormitorio con su esposa y esta tuviera los ojos rojos de tanto llorar? Después, al recordar la reputación de su compañero senador, sonrió; probablemente el viejo sátiro lo aprobaría, dando por sentado que Sextio había abusado como un degenerado de Claudia. Sin duda, con semejante cotilleo la historia de su libertinaje conyugal se extendería por toda Roma en un abrir y cerrar de ojos.

La cena fue una prueba; Claudia no quiso comer nada, sólo quería ir a ver a Anio Dabo en su granja para preguntarle más sobre Piscio, su padre, un hombre cuyas cenizas hacía mucho ya que habían sido esparcidas al viento. No es que su hijo fuera muy comunicativo; le había dado un nombre a Claudia y una leve descripción; una edad, menor que la de Anio, que situaba a aquel Áquila cerca del año concreto. Supo que aquel chico había dejado la granja con algunos soldados muchos años antes, de camino a Sicilia, pero poco más había; tampoco mencionó aquel amuleto dorado que ella le había enrollado alrededor del tobillo la noche de su nacimiento, el águila que lo identificaría sin lugar a dudas.

– El nombre -dijo ella, sin darse cuenta de que lo había dicho en voz alta.

– ¿Perdona, querida? -dijo Sextio, mientras Casio Barbino y los demás invitados la miraban extrañados.

– No es nada.

Claudia se obligó a sonreír, pero en su corazón pensaba que Áquila era un nombre poco común para un chiquillo; aunque alguien podría elegir ese nombre si algo relacionado con el niño le llevaba a hacerlo.

Mancino apartó sus ojos del águila de oro que colgaba del cuello del centurión sénior. Por razones que alcanzaba a comprender, ese objeto lo enervaba; ahora que lo pensaba, el dueño del colgante ya le incomodaba sólo por la manera en que miraba a su general al mando.

– Quiero que formes una pequeña tropa e inspecciones ese fuerte. Pretendo investigarlo y quiero información puesta al día. Yo llevaré el ejército a una zona más adelantada, lejos del campamento y sus comodidades, para estar preparado.

Mancino señaló hacia Pallentia, marcada claramente en el mapa que tenía delante. Áquila se inclinó y las condecoraciones que adornaban su túnica relumbraron a la luz de la lámpara. Su amuleto quedó suelto, así que él lo cogió con la mano para quitarlo de en medio. Ahora que ya no podía verlo, Mancino se sintió aliviado, aunque de poco sirvió para atenuar su curiosidad. Su aspecto era muy celta, casi probablemente propiedad de algún rico caudillo ibérico. Eso era lo que él quería, un carro cargado de trofeos similares para llevárselos a Roma.

– Incluso una tropa pequeña debería contar con el mando de un tribuno -dijo Áquila.

El senador se molestó, y no era la primera vez. Terencio parecía ignorar del todo el respeto debido a un hombre de su rango. Quiso ponerlo en su lugar, pero no sabía la fosa que estaba cavando bajo sus propios pies.

– Ninguno de los hombres que traje conmigo tiene la experiencia necesaria.

Áquila lo miró sin hablar, pero su mirada fulminante lo dijo todo; sus ojos preguntaban qué prudencia había en llegar a Hispania, cada año, con toda una nueva remesa de tribunos. Mancino pensaba que esos mismos tribunos eran idiotas: nunca deberían haber elegido a este hombre como primus pilatus. No sabía que habría tenido que enfrentarse a un motín de sus soldados si aquellos se hubieran atrevido a nombrar a cualquier otro. Puede que Áquila Terencio llevara esa águila dorada al cuello, pero para los reclutas de la Decimoctava era tanto el talismán de Áquila como el de todos ellos. Los legionarios le habían visto besarlo justo antes de un combate, y le habían visto meterse en situaciones en las que ningún hombre habría podido sobrevivir y salir de ellas sin apenas un rasguño; atravesar las líneas enemigas con una cohorte tras otra sin bajas e insultar abiertamente a tribunos, legados, cuestores y generales por su estupidez.