Los mantenía alimentados y abrigados cuando los medios lo permitían, y nunca dejó morir a un camarada si existía alguna posibilidad de rescate. Y además para atenuar su poder estaba Fabio, que desacreditaba a su «tío» a cada paso y actuaba de intermediario para todo hombre que tuviera una queja. Había pocos latigazos en la legión de Áquila, a menos que se tratara del robo de los bienes de otro hombre, y nadie podía recordar que se hubiese torturado a alguien en la rueda. La disciplina era estricta y mucho más efectiva por ser, en su mayor parte, autoimpuesta. Él era un modelo, por lo que no era bien recibido en la tienda de un cobarde.
Mancino luchó por mantener su mirada, después tosió y se dio la vuelta, maldiciendo en silencio los dos extremos de su dilema. Como los demás, había llegado aquí anticipando conquistas fáciles y lucro personal, y por un lado le había parecido sencillo. Romper una alianza con una tribu que ya se había sometido a Roma, matar a sus guerreros y esclavizar al resto; exigir un triunfo para exponer tu botín y retirarse a una vida de comodidades, mezclada con algo de política. Quinto Cornelio lo había hecho, igual que casi cualquier comandante desde hacía diez años, y el Senado, pese a todas las rabietas y resoplidos de algunos de sus miembros, los había dejado bien en paz. La mayoría acallaba los gritos de los pocos honestos que pedían que se impugnara a aquellos hombres, y utilizaban las mociones de procedimiento para anular las maquinaciones de los nuevos tribunales dominados por los caballeros.
Aquel era el problema: la guerra se había alargado demasiado. Las voces de alarma eran cada vez más estridentes y exigían resultados de un conflicto que apuraba los recursos del estado al mismo tiempo que enriquecía a los generales. Sus predecesores lo habían dejado todo bien limpio, de manera que todas las tribus que poseían algo que mereciera la pena tomar ocupaban ahora posiciones muy fortificadas y rechazaban el trato con los procónsules romanos. Mancino tenía que satisfacer al Senado tanto como dejar su propia huella; si no había otra manera de conseguir su objetivo, tendría que atacar esa fortaleza.
– ¿Podría sugerir que viniera un par de los nuevos tribunos? Sería bueno para ellos.
El cónsul se volvió para mirarlo mientras el otro hombre permanecía derecho. Áquila medía un pie más que él con el cabello bien corto, de un color dorado rojizo que contrastaba con su bronceado rostro. Tenía tantas cicatrices como condecoraciones, pero eran sus ojos los que ordenaban atención. Te atravesaban como si fueras un mosca sin suerte, exigiendo que prestaras atención a cualquier palabra que pronunciara. Era como si Áquila fuese el general y el noble Mancino un recluta cualquiera.
El senador inspiró de manera audible.
– ¿Cómo voy a pedirle a un tribuno que acepte tus órdenes?
– Pues dígales que es sólo si quieren seguir vivos, mi general.
Él ya había pensado en un par de los que le gustaría disponer: lo mejor de un grupo bastante pobre, dos hermanos gemelos, y él tenía la clara sospecha de que uno de ellos era un pederasta. Pero Cneo Calvino reservaba sus caricias para sí mismo y mostraba el cuidado debido a las tropas que comandaba, sin anteponer nunca su bienestar al de ellos. Además, su hermano Publio era todo un soldado en ciernes, pues era fuerte y durante la instrucción dirigía las tropas desde el frente. Como nuevo tribuno, había detenido sin aspavientos las mofas habituales a las que cualquiera en su posición estaba sujeto al escoger al hombre más fuerte de su unidad para después llevarlo a un lugar apartado y darle una soberana paliza.
– Además -continuó Áquila-, los dos que tengo en mente no parecen de esos que se duermen en sus laureles.
– ¡Los que tienes en mente!
El centurión no se amedrentó ni un poco por la reacción de su general.
– Parecen los más prometedores. Mejor que aprendan ahora y no que aprendan cuando sea demasiado tarde. Si quiere entrar en batalla y que hasta los mejores de sus hombres se queden parados a su alrededor sin saber qué hacer, entonces rechace mi petición.
– ¿Entonces vais a dejar que os dé órdenes un patán? -preguntó Cayo Trebonio mientras veía cómo se preparaban para marchar los gemelos Calvinos.
– Ya me gustaría verte llamarle eso a la cara -replicó Cneo.
– Parece que nos gusta el tipo, ¿no?
Publio reaccionó enfurecido.
– Hazme el favor de cerrar la boca, Cayo.
– Sea como sea -ceceó Trebonio-, no creo que vuestros hombres, ni siquiera los más fuertes y rudos, estén demasiado entusiasmados de ir a un sitio tranquilo con Cneo. Creo que te preferirían a ti.
– Ésa es otra cosa de la que no quiero que hables.
Trebonio soltó una risotada.
– Demasiado tarde, amigo mío. Lo que le hiciste a aquel recluta ya se rumorea por todo el campamento. Escuchad: yo que vosotros no intentaría nada con Áquila Terencio.
– ¡Cierra la boca ya! -dijo Cneo con calma, pues sentía que tras haber escuchado esa burla toda su vida merecía un descanso.
Trebonio hizo un puchero.
– Daos prisa, queridos, que vuestro paleto ya estará impacientándose.
El polvo del norte de África no resultaba más atrayente que las nieves de la Galia Cisalpina, si bien Marcelo tenía la suerte de ocupar una villa con vistas al mar, así que la brisa dispersaba parte del calor del sol de mediodía. Este era su cuarto puesto provincial en diez años, cada uno de los cuales había interrumpido con una breve estancia en Roma. Había sobrellevado aquellos viajes estoicamente, al darse cuenta, después de que expiraran sus obligaciones en el norte, de que Quinto le estaba prestando un servicio sin saberlo. Tras haber desempeñado sus cargos en Macedonia, Siria y ahora aquí en Útica, su conocimiento sobre los problemas de gobernar los dominios romanos, que habría sido superficial y de segunda mano de haber estado en la ciudad, ahora era integral y directo. Su comprensión de la ley, que perfeccionaba sin detenerse en las nimiedades de remotos tribunales, no tendría rival si alguna vez se encontraba defendiendo una causa en Roma.
Todos los días se levantaba antes del alba y hacía sus ejercicios antes de que el sol hiciera intolerable un esfuerzo semejante. Primero, para calentar los músculos, luchaba. El combate empezaba con bastante delicadeza, pero enseguida asumía todos los visos de una auténtica competición, pues Marcelo sólo empleaba a oponentes que tenían buenas posibilidades de derrotarle. Seguían a esto las prácticas con la jabalina, la lanza y la espada corta, y los postes de madera que usaba para ello daban sacudidas con la fuerza de sus golpes. Finalmente nadaba en el mar, a lo que seguía un baño en agua fría, que le dejaba listo para su desayuno.
Después se reunía con los tutores de su hijo, ambos griegos y estrictos, para comprobar el progreso de sus estudios, tanto marciales como educativos. Tras una breve conversación con Claudianilla, subía a su carro, tomaba la carretera directa a la ciudad provincial, que aprovechaba para poner a prueba el trote de sus animales. Los nativos se habían acostumbrado a aquel cuestor que, cada mañana a la misma hora, pasaba a galope tendido junto a ellos, chasqueando su látigo por encima de las cabezas de sus negros caballos salpicados de espuma.