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Aquí en África tenía responsabilidades que trascendían las que había tenido antes. Avidio Probis, procónsul para el que servía como segundo al mando, era el tipo de hombre inapropiado para gobernar. Odiaba el esfuerzo y en su lugar prefería el lujo que esta provincia, que una vez había sido Cartago, le proporcionaba. Avidio también había tomado una esposa númida, Inoboia, una de las muchas hermanas del rey Massina.

Esto había cimentado las relaciones con el hombre que gobernaba las tierras que había hacia el sur hasta los montes Atlas, pero otro efecto fue menos positivo: ahora el gobernador tendía a favorecer los intereses locales por encima de los de la República y había insinuado que, una vez que el periodo de su servicio llegara a término, probablemente se establecería en Útica, pues a Inoboia le disgustaba la idea de vivir en Italia -primero, porque no era su hogar, y en segundo lugar, a causa de los prejuicios que su color casi negro crearía inevitablemente entre la notablemente extravagante élite romana.

Marcelo acabó haciendo tanto su trabajo como el de su superior nominal. La mayoría de los cuestores, al enfrentarse a tal situación, habría hecho presiones para que lo reemplazaran. ¡Pero él no! Marcelo era gobernador en todo menos en el nombre; mientras diera prórrogas a Avidio en aquellos asuntos que a este le interesaban y que tratara a su esposa de la realeza númida con el respeto debido a su rango, podría hacer lo que le diera la gana. Esta responsabilidad no terminaba dentro de los límites de la frontera de Útica. En nombre de la República, se requería que el cuestor tratara tanto con el rey de Numidia como con el gobernador de Mauritania, pueblo que, a cambio de un pago, proporcionaba caballería a los ejércitos del Imperio. Y se acercaba rápidamente el momento en que podría presentarse como candidato a un puesto en la misma Roma. Lo conseguiría con la ayuda de Quinto si disponía de ella, o sin ella si era necesario. Esto último sería más difícil, desde luego. Pero, de vez en cuando, su mente regresaba a aquel cofre lleno de documentos que le había dejado su padre.

Muchos de los hombres que en ellos se nombraban habían muerto durante los últimos diez años, pero la mayoría aún estaban vivos y probablemente cometiendo el tipo de delitos que Lucio había descubierto. Si todo eso fallaba, usaría esa información para ayudarse en su elección como edil.

Áquila salió con los dos tribunos, acompañado por veinte de sus hombres más aptos. Dejaron el campamento después de que hubiera oscurecido y se encaminaron hacia el sur para esquivar los ojos entrometidos de quienes se dedicaban a observar las actividades de la guarnición romana. Una hora antes del alba giraron hacia el interior, trepando por las colinas y guiándose en sus movimientos con la fuerte luz de la luna. Un bosquecillo les proporcionó cobijo mientras el sol salía y la partida tomó su comida fría junto a un arroyuelo. El olor de la pinaza era fuerte y en el bosquecillo zumbaban los insectos. Se quitaron la mayor parte del uniforme, corazas, grebas y cascos, y los envolvieron en las capas de más que Áquila les había hecho traer.

– ¿Las enterramos? -preguntó Publio.

Áquila negó con un movimiento de cabeza.

– No. Aquí entra poca luz del sol, por lo que la tierra recién removida será evidente durante mucho tiempo y quienquiera que lo note se detendrá a desenterrarlas. -Miró a lo alto de los árboles-. Atad bien fuerte los fardos y escondedlos bien alto en los árboles. Ahí arriba, si es que alguien llega a verlos, parecerán colmenas.

– ¿Y si la persona que los descubre es un recolector de miel?

– Entonces se llevará una sorpresa -replicó con una sonrisa-, y como no muchos de nuestros enemigos tienen tendencia a recolectar miel, dudo que corramos demasiado peligro. Ahora veamos nuestra ruta.

Llevaban dos días estudiando el mapa, así que conocían el camino, pero a Áquila le preocupaba cómo iban a usar el terreno. Con paciencia, de pie en el mismo límite de los árboles, explicó a los jóvenes cómo tenían que aprovechar laderas, arboledas y arbustos y la sombra producida por la posición del sol para minimizar el riesgo de ser observados. Cneo se preguntaba por qué se tomaba la molestia si era él quien iba a dirigirlos, y entonces se dio cuenta de que aquel hombre extraño e independiente se estaba esforzando por enseñarles todo lo que pensaba que debían saber, y lo que dijo no podía haber estado más lejos de los rígidos protocolos del combate formal a mano desnuda o con armas que habían aprendido en los campos de Marte.

– No podéis moveros en campo abierto sin ser vistos, aunque en realidad la gente tampoco tiene que veros para saber que estáis por ahí. Hay que evitar el horizonte, pues como silueta os volvéis demasiado visibles, incluso estando agachados es el mismo caso. Cada pájaro que asustéis le dirá al enemigo dónde estáis, igual que el silencio de los animales les hará saber que os estáis acercando minutos antes de que lleguéis. Pero lo mismo sirve para ellos, así que mantened una firme vigilancia en busca de movimientos inusuales. Nosotros nos moveremos a paso firme y discreto. Primero yo iré hasta un punto en el que podáis verme, después los hombres saldrán en parejas y vosotros podéis ir en retaguardia.

Sonrió para quitarle hierro a sus palabras.

– Para cuando lleguéis dando tumbos detrás de nuestros pasos hasta las moscas se habrán acostumbrado a la presencia humana.

– Quieres decir que no espantaremos demasiados pájaros -dijo Publio.

– Eso es, y para cuando regresemos mi intención es que vosotros llevéis la delantera mientras que yo iré en la retaguardia.

– ¿Y si nos ven? -preguntó Cneo.

– Esperemos que no sea nadie contra quien tengamos que luchar. -Áquila volvió a meterse entre los árboles seguido de sus dos aprendices gemelos. Vieron que los soldados habían cavado un agujero superficial y lo habían llenando de agua. Ahora estaban ocupados añadiendo la tierra que habían extraído-. Embadurnad vuestras ropas y las partes metálicas de vuestras armas con barro. Hará que sea más difícil distinguiros.

Les llevó toda una semana alcanzar Pallentia, y por aquel entonces los gemelos Calvinos se preguntaban si realmente estaban hechos para la vida en el ejército. No es que fueran los únicos que habían sufrido: mugrientos y demacrados, ahora no había manera de saber si eran romanos. Era sólo que sus subordinados parecían más capaces de resistir que ellos, aunque durante ese tiempo llegaron a entender a Áquila y a darse cuenta de algunos de los problemas que acosaban al ejército romano en Hispania. Sabían que habían sufrido bajas en esta guerra, pero no se habían dado cuenta de que las pérdidas de los últimos veinte años sumaban mucho más de cien mil hombres -más de la mitad de ellos ciudadanos romanos. Áquila puso mucho cuidado en remarcar que los hombres con los que ahora estaban probablemente serían soldados con independencia del reclutamiento forzoso; de hecho, la mayoría había pasado por cualificaciones de propiedad para el servicio y habían adquirido el derecho a servir como princeps por causa de su experiencia.

Era difícil discutir el argumento del centurión de que ni Roma ni sus aliados podían afrontar las bajas al nivel al que las estaban sufriendo y esperar contar con ejércitos suficientes para controlar todas las fronteras; que la solución estaba en la supresión del arcaico sistema de reclutamiento basado en la propiedad y la clase sociaclass="underline" si eras propietario de tierra, podías ser elegido para prestar servicio; si no tenías un as, se te pasaba por alto. Esto permitiría a los granjeros cuidar sus tierras, reduciendo la dependencia de cereal importado que padecía la República, y acabaría con el abuso por el que los hombres ricos compraban la tierra de cultivo abandonada para su ganado, tierra que se había echado a perder porque los hombres necesarios para trabajarla estaban sirviendo como legionarios.

Poco sabían ellos de que estaba expresando las mismas causas que habían arruinado a sus padres adoptivos. Clodio había sido legionario y había servido a la República de la que era ciudadano; su recompensa fue la ruina, porque cuando regresó del servicio la tierra se había echado a perder -Fúlmina no podía trabajarla ella sola-, mientras que él carecía de los fondos para hacer mejoras o semilla para que su tierra volviera a ser fructífera, y, en realidad, intentarlo habría acabado con él. La granja de los Terencios había sido vendida a Casio Barbino y el ya asquerosamente rico senador la había convertido en pasto para ovejas y vacas. Confinado en una maltrecha cabaña junto a un arroyo y trabajando como jornalero, no era extraño que Clodio hubiese accedido a servir en el lugar de su próspero vecino Piscio Dabo cuando este último fue llamado a filas de repente y sin que lo esperara.

– ¿Y de dónde sacamos a nuestros soldados? -preguntó Publio.

– ¿Cuándo fue la última vez que viste las calles de Roma? Están llenas de hombres, y es igual en todas las ciudades de Italia.

– ¿Esa gentuza inútil? Son una chusma -dijo Cneo.

– Te equivocas, tribuno. -Movió su mano en torno a ellos para incluir a los hombres que había traído con él-. Probablemente son iguales que nosotros. No quiero faltar al respeto, pero cualquiera de estos hombres de aquí, si se le diese una oportunidad, podría ocupar vuestros puestos. Toda esa cháchara de que se necesita sangre noble para dirigir a los hombres en una batalla, no son más que memeces patricias.

Áquila sonrió burlón al darse cuenta de que sus lealtades estaban en conflicto con su sentido de la lógica. Se levantó abriéndose camino hacia la cumbre de la colina que tendrían que atravesar para ahorrarse un desvío de diez leguas.

– Pero podemos pasar el día hablando y no arreglar nada. Esos viejos embaucadores del Senado lo tienen todo bien atado. Lo que es a mí, no me importaría que alguien les cortara la cabeza.

– ¿Y quién gobernaría entonces?

– ¿Usáis esa palabra para describir lo que tenemos ahora? Pregunta a los hombres de las legiones auxiliares lo que opinan. A esos cabrones con toga les alegra derramar su sangre, pero ni siquiera les dan la ciudadanía.

Publio adoptó un gesto anodino.

– ¿Eres consciente, Áquila Terencio, de que nuestro padre es senador?

– Desde luego que sí. Y con el tiempo tú también lo serás. Lo que me preocupa es que la gente como nosotros está aún aquí, en Hispania, haciendo dibujos de lugares como Pallentia. En marcha, deprisa. Llegaremos a la cima de uno en uno y a través de los árboles.