Poco sabían ellos de que estaba expresando las mismas causas que habían arruinado a sus padres adoptivos. Clodio había sido legionario y había servido a la República de la que era ciudadano; su recompensa fue la ruina, porque cuando regresó del servicio la tierra se había echado a perder -Fúlmina no podía trabajarla ella sola-, mientras que él carecía de los fondos para hacer mejoras o semilla para que su tierra volviera a ser fructífera, y, en realidad, intentarlo habría acabado con él. La granja de los Terencios había sido vendida a Casio Barbino y el ya asquerosamente rico senador la había convertido en pasto para ovejas y vacas. Confinado en una maltrecha cabaña junto a un arroyo y trabajando como jornalero, no era extraño que Clodio hubiese accedido a servir en el lugar de su próspero vecino Piscio Dabo cuando este último fue llamado a filas de repente y sin que lo esperara.
– ¿Y de dónde sacamos a nuestros soldados? -preguntó Publio.
– ¿Cuándo fue la última vez que viste las calles de Roma? Están llenas de hombres, y es igual en todas las ciudades de Italia.
– ¿Esa gentuza inútil? Son una chusma -dijo Cneo.
– Te equivocas, tribuno. -Movió su mano en torno a ellos para incluir a los hombres que había traído con él-. Probablemente son iguales que nosotros. No quiero faltar al respeto, pero cualquiera de estos hombres de aquí, si se le diese una oportunidad, podría ocupar vuestros puestos. Toda esa cháchara de que se necesita sangre noble para dirigir a los hombres en una batalla, no son más que memeces patricias.
Áquila sonrió burlón al darse cuenta de que sus lealtades estaban en conflicto con su sentido de la lógica. Se levantó abriéndose camino hacia la cumbre de la colina que tendrían que atravesar para ahorrarse un desvío de diez leguas.
– Pero podemos pasar el día hablando y no arreglar nada. Esos viejos embaucadores del Senado lo tienen todo bien atado. Lo que es a mí, no me importaría que alguien les cortara la cabeza.
– ¿Y quién gobernaría entonces?
– ¿Usáis esa palabra para describir lo que tenemos ahora? Pregunta a los hombres de las legiones auxiliares lo que opinan. A esos cabrones con toga les alegra derramar su sangre, pero ni siquiera les dan la ciudadanía.
Publio adoptó un gesto anodino.
– ¿Eres consciente, Áquila Terencio, de que nuestro padre es senador?
– Desde luego que sí. Y con el tiempo tú también lo serás. Lo que me preocupa es que la gente como nosotros está aún aquí, en Hispania, haciendo dibujos de lugares como Pallentia. En marcha, deprisa. Llegaremos a la cima de uno en uno y a través de los árboles.
El informe que al final entregaron a Mancino, aparentemente hecho por un tribuno, no sirvió de mucho para agradarle. Había convocado una conferencia con sus oficiales para discutir las perspectivas, colocando a Áquila, el verdadero autor, bien al fondo para así evitar sus intervenciones negativas, puesto que aquello no funcionó, pues los gemelos Calvinos, que habían tomado las observaciones de Áquila y las habían puesto en latín correcto y educado, parecían compartir su pesimismo. Ahora el general se arrepentía de la obligación para con su padre, que los había colocado en su remesa de oficiales, sin contar con el hecho de que él mismo había permitido que salieran en aquella misión de reconocimiento, pero su mayor error había sido pedir a Cneo Calvino que leyese el informe, pues supuso que disfrazaría aquel asunto para complacer a su protector.
– Y, para concluir, mi señor, no hay suficiente forraje ni comida en los alrededores como para abastecer a todo el ejército. Necesitaremos construir una carretera y, al menos, tres puentes, y todo ello tendrá que ser controlado para que se puedan mantener los suministros en caso de que Pallentia no pueda ser tomada mediante asalto directo, como es nuestra opinión.
– ¿Por qué no? -preguntó el cuestor de Mancino y segundo al mando, Gavio Aspicio.
Cneo le dedicó un gesto extraño. Gavio había leído el informe, así que sabía tan bien como cualquiera que el lugar resistiría a un ejército si quienes estaban dentro de las murallas eran muchos y estaban bien alimentados, así que la única esperanza era un asedio. Cneo volvió cuidadosamente sobre los mismos argumentos, regresando a su debido momento a la solución propuesta. El bastión de la colina contaba con un abastecimiento de agua que una buena ingeniería podría desviar. Era el único error en el amplio sistema de defensas que Áquila había observado. Los celtas, que no tenían tanto talento como los romanos en este campo, no habían podido asegurarlo del todo.
Pero el método de cortar ese abastecimiento implicaría que los ingenieros trabajasen muy cerca de los apoyos de tierra que sobresalían de las murallas principales. Si los romanos se concentraban para asaltar aquella sección, los defensores se reunirían para hacerles frente. La idea de Áquila era atacar cualquier otro sitio sin intención de romper las defensas, sino para mantener a sus enemigos en ese punto. Esto permitiría que un segundo grupo se encargara del otro punto menos protegido y condenara el suministro de agua. Después Mancino podría sentarse y esperar a que la cisterna del interior de la fortaleza se secara. Una vez que eso ocurriese, los defensores tendrían que salir y luchar sólo para intentar restaurar el abastecimiento. Si lo hacían, se arriesgarían a la derrota frente a cualquier enemigo que supiera exactamente dónde atacarían. Si decidían no hacer nada, morirían de sed detrás de las murallas.
– ¿Y cuánto tiempo llevaría todo esto? -ladró el cuestor, claramente tan disgustado por la perspectiva de un asedio como su comandante.
La voz que surgió del fondo hizo que todos se giraran para mirar a Áquila.
– Si se puede saber cuánta agua almacenan y predecir que no tendremos lluvias, estoy seguro de que podemos obtener una respuesta. Con suerte será cosa de semanas, si no, puede llevarnos un año.
Gavio Aspicio se volvió a mirar a Mancino.
– Esto es una tontería. Nos estamos enfrentando a bárbaros. Yo digo que un asalto decidido, asestado con presteza, romperá sus defensas. -Un murmullo de conformidad llegó desde el sector de los oficiales veteranos que estaban presentes, todos los cuales tenían interés personal en un resultado inmediato-. Si nos detenemos para construir una carretera y levantar puentes, dispondrán de semanas para preparar el lugar y, como no podemos estar seguros de que las otras tribus no vayan a atacar, controlar esa ruta mermará nuestras fuerzas.
Aspicio se adelantó y describió un arco sobre el mapa con su brazo.
– Pero si llevamos todo el ejército a marcha forzada hasta Pallentia y emprendemos el ataque sin descansar, los cogeremos desprevenidos.
El general asentía, pues ese era el tipo de palabras que quería escuchar, igual que la mayoría de los otros, ya fuera por convencimiento de que Aspicio tenía razón, o simplemente por el deseo de estar de acuerdo con su protector. Al tiempo que imponía por la fuerza su argumento, el cuestor dio un puñetazo en la mesa para dar énfasis a sus palabras.
– Ésta es la lección que queremos enseñar a esos salvajes, que Roma puede destruirlos siempre que nosotros queramos.
Mancino se puso en pie sacando pecho, mostrando claramente que su ánimo se había inflamado por aquellas conmovedoras palabras.
– Señores, es hora de que suenen los cuernos, es hora de marchar y es hora de hacer que nuestros enemigos sepan que sus años de causar desorden han llegado a su fin. Llamad a los sacerdotes y busquemos un día de buen auspicio para comenzar nuestra campaña.
Sin que lo vieran, Áquila salió asqueado de la tienda, pues sabía que muchos hombres iban a morir sin que hubiera un propósito definido.
Capítulo Catorce
– Un viaje así me fatigaría, Marcelo -dijo Avidio mientras se abanicaba con la mano-. El calor, el polvo.
– Pero, ¿es prudente que tu esposa vaya a Citra sin ti, mi señor? -preguntó Marcelo-. ¿No se tomaría a mal algo así el rey Estrobal?